LA MINA

Hombre, por fin una buena noticia. La ministra de trabajo -es un decir- propone que en el montante de las jubilaciones se prevea algo así como la variable "esperanza de vida", es decir que si a la basca le da por diñarla antes, las pensiones subirán, y si les da por lo contrario esas pensiones bajarán. Y qué, se preguntarán ustedes. Dónde carajo está la buena nueva. Trataremos de explicarlo: si la sanidad pública se resquebraja, si la salud de los ciudadanos se privatiza y en los hospitales el factor pela prepondera sobre todo lo demás, es lógico pensar que la peña en vez de palmarla a los 82 años como media, se dará más prisa, y la diñará, pongo por caso, a los 78 o así y, bueno, eso significa que la paguita -nunca mejor utilizado el diminutivo- será un poquitín más sustanciosa y podremos comprar cosas de vicio que también recortan la expectativa de vida, como se sabe. Lo jodido es que la palmaremos antes, pero, bueno, con lo que ponen en la tele y con el fútbol de pago quién carajo no se quiere morir tres o cuatro añitos antes. Esta chica, desde luego es una mina (para los lectores argentinos: un lugar de extracción de mineral, no vayan a ustedes a leer otra milonga). Ya hace cosa de un año y pico le dio a esta buena mina por hacer la reforma laboral y ya ven que es como un viajito al siglo XIX, con lo guay que fue ese siglo, con sus pérgolas, su carricoches de caballos, sus baudelaires un poco tuberculosos, sus muebles pompadour, sus dickens, sus duelos al amanecer, sus reyes morfinómanos, sus daguerrotipos, sus chisteras, sus muertes por silicosis, sus cabateteras y sus cosas. Lástima que la peña no se ponga ya chistera y que el destripador de Londres no aproveche lo de ryanair para darse una vueltica por la Castellana, para hacerle un trabajito a esta paisana rosiera y rumbosa que ha conseguido que los empresarios y los del taco se estén planteando la esclavitud como la llave allen que arregla todos los problemas del curre, porque si a la peña se le ocurriera currar gratis, bueno, gratis no, por un puñado de habas enzapatás y unas palabras bonicas, el problema del paro se erradicaba en diez días. Qué digo diez días: mañanica mismo estarían empetás las canteras y en vez de INEM lo que habría es empresariotes a caballo buscando esclavos. Esta chica, ya lo hemos dicho, es una auténtica mina. Parece, sí, medio ciruela, como si le faltara un hervor, pero las apariencias engañan. Nunca le agradeceremos lo sufi las cosas que ha hecho por todos, incluyendo, naturaca, su sinviví por la patroná y por los contratos basura. Niña, tú sí que vales.



SEAMUS HEANY
Acabo de enterarme de la noticia de la muerte de Seamus Heany, ese excepcional poeta irlandés de la saga de Yeats que hizo de su territorio personal, su mundo emocional. Verlo caminar era como ver caminar a Irlanda, verlo recitar era como escuchar esos lagos de su memoria, sobre la verde, sobre la exultante Irlanda. Larga vida a Seamus, del que os dejamos un par de poemas:




El metro

Ahí estábamos corriendo por los túneles abovedados,
tú deprisa delante, con tu abrigo de estreno
y yo, yo entonces como un dios velocísimo ganándote
terreno antes de que te convirtieras en un junco

o alguna nueva flor blanca salpicada de rojo
mientras el abrigo batía salvajemente y botón tras botón
saltaban y caían, dejando un rastro
entre el metro y el Albert Hall.

De luna de miel, luneando, ya tarde para el Baile de Promoción,
nuestros ecos mueren en ese corredor y ahora
vengo como lo hizo Hansel sobre las piedras iluminadas por la luna
recorriendo el sendero de nuevo, recogiendo botones

para acabar en una estación con corrientes de aire y luz de lámparas
cuando los trenes ya se han ido, las vías húmedas
desnudas y tensas como yo, todo atención
por si tus pasos me siguen, pero antes muerto que mirar atrás.





Muerte de un naturalista

Durante todo el año el dique de lino supuraba
en el corazón del pueblo; verde y de cabeza pesada
el lino se pudría allí, aplastado por enormes terruños.
A diario chorreaba bajo un sol de justicia.
Burbujas gorgojeaban con delicadeza, moscardones
tejían una fuerte gasa de sonido en tomo al olor.
Había también libélulas, mariposas con lunares,
pero lo mejor de todo era esa baba caliente y espesa
de huevos de rana que, a la sombra de las orillas,
crecía como agua coagulada. Aquí, cada primavera
yo llenaría los tarros de mermelada con gelatinosas
motas para poner en fila en el alféizar de la casa,
y en el colegio, sobre estantes, y esperaría y miraría
hasta que los puntos engordasen estallando en ágiles
renacuajos nadadores. La Señora Walls nos contaría cómo
a la rana padre se le llamaba rana toro
y cómo croaba y cómo la mamá rana
depositaba centenares de pequeños huevos y eso eran
babas de rana. También se podía predecir el tiempo por las ranas
pues eran amarillas al sol y marrones
bajo la lluvia.
Entonces, un caluroso día cuando los campos apestaban
a boñiga de vaca sobre la hierba, las airadas ranas
invadieron el dique de lino; yo atravesaba los marjales
agachado y al son de un áspero croar que no había oído
antes. El aire se espesó con un coro de bajos.
Justo al pie del dique ranas de gordas barrigas sé mantenían alertas
sobre terruños; sus nucas sueltas latían como velas. Algunas saltaban:
el slap y plop eran amenazas obscenas. Algunas se sentaron
dispuestas como granadas de barro, con sus calvas cabezas pedorreando.
Me sentí enfermo, di la vuelta y corrí. Los grandes reyes babosos
se reunían allí para vengarse y supe
que si metía mi mano las babas la agarrarían.


Versión de Vicente Forés y Jenaro Talens

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EL NADADOR

Ya se va acabando el verano. Dentro de unos minutos llevo a Helena hassta Sevilla, desde donde tomará el tren para Córdoba. Julio se marchará la semana que viene. Pilar comenzará el lunes su nuevo trabajo en Almonaster. El tiempo pasa inexorablemente y enseguida me doy cuenta de que esta es una frase hecha, manida, pero tan terriblemente cierta, que duele escribirla. ¿Cuántos veranos veré marcharse todavía? ¿Cuántos otoños contaré desde esta ventana al mediodía? No, no estoy melancólico. La impiedad de las frases precedentes, lo que alumbran esas frases no me vuelven melancólico. Aún no. Acaso lo sea algún día. Recuerdo sí, porque los recuerdos son a veces el resorte que te hace avanzar y ser quien malditamente eres. Pero dejad que yo también me ramifique, que mis palabras de hoy sean las palabras que el viento del otoño esparce sobre el camino, dejad que vuele por el manantial sereno de mi cabeza, que vuele sobre mis pensamientos como esas hojas que atraviesan, mansas, el camino.

Estoy releyendo los cuentos de John Cheever, ese pedazo de cuentista norteamericano.  Sus relatos, como los de Carver -con quien se lo compara mucho-, aparecen estar escritos desde una cierta asepsia personal, como sin querer escribirlos, pero al final se te clavan en la piel y te hacen sarpullidos del tamaño de una mandarina. Se compara mucho a Cheever con Carver y son acaso las dos caras de una misma moneda, pero mientras Cheever es premioso, abunda en los detalles, exprime la pequeña digresión sicológica, el Carver que conocemos es aristado, parco, decididamente desnudo, lo cual hay que agradecerle más a su editor que a él mismo. Ambos, claro, narran las zonas sórdidas de una sociedad que persigue vehemente, terriblemente una felicidad que, como el agua, se escurre por las grietas de la vida. El sueño de la felicidad produce monstruos, y es a esos monstruos que dedican sus miradas acaso los dos cuentistas más interesantes de Estados Unidos, tras el angelote de Poe, de quien precisamente acabo de leer una biografía y sus ensayos literarios (y no literarios). Cheever nos habla de esas gentes que acaso toquen por un instante el triunfo, que alguna vez han sido rozados pro las alas del ángel, pero que acaban normalemente despedazados por una vida sórdida que los obliga a aceptar esa palabra impronunciable en el universo cheveeriano que es el fracaso. El fracaso es el anticipo de la plancha de hormigón armado con que se despide a un desconido. En un mundo de brillantina y confetti, el fracaso es la espada que cuelga del techo y que, inevitableenten, acaba por caer sobre el cuello de los negligentes, de los pobres de espíritu, de los blandengues, de los sensibles, de los solitarios.  Pero, bueno, me tengo que marchar ya a Sevilla y comenzar así el otoño, este particular otoño que ya está aquí, con sus hojas muertas y este sabor a tierra mojada, a flores podridas, a los eternos jardines familiares que se sobreentienden en los relatos de Cheever.

Os dejo con un relato, acaso el más conocido de Cheever.




EL NADADOR
JOHN CHEEVER
E. Hopper, un pintor cuyos mundos tienen mucho en común con los
de Cheever.
Era uno de esos domingos de mitad de verano en que todo el mundo repite: «Anoche bebí demasiado.» Lo susurraban los feligreses al salir de la iglesia, se oía de labios del mismo párroco mientras se despojaba de la sotana en la sacristía, así como en los campos de golf y en las pistas de tenis, y también en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufría los efectos de una terrible resaca.
—Bebí demasiado —decía Donald Westerhazy.
—Todos bebimos demasiado —decía Lucinda Merrill.
—Debió de ser el vino —explicaba Helen Westerhazy—. Bebí ¡demasiado clarete.
El escenario de este último diálogo era el borde de la piscina de los Westerhazy, cuya agua, procedente de un pozo artesiano con un alto porcentaje de hierro, tenía una suave tonalidad verde. El tiempo era espléndido. Hacia el oeste se amontonaban las nubes, tan parecidas a una ciudad vista desde lejos —desde el puente de un barco que se aproximara— que podían haber tenido un nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba. Neddy Merrill, sentado en el borde de la piscina, tenía una mano dentro del agua, y sostenía con la otra una copa: ginebra. Neddy era un hombre enjuto que parecía conservar aún la peculiar esbeltez de la juventud, y, aunque los días de su adolescencia quedaban ya muy lejos, aquella mañana se había deslizado por el pasamanos de la escalera, y en su camino hacia el olor a café que salía del comedor, había dado un sonoro beso en la broncínea espalda a la Afrodita del vestíbulo. Podría habérselo comparado con un día de verano, en especial con las últimas horas de uno de ellos, y aunque le faltase una raqueta de tenis o una vela hinchada por el viento, la impresión era, decididamente, de juventud, de vida deportiva y de buen tiempo. Había estado nadando y ahora respiraba hondo, como si fuera capaz de almacenar en sus pulmones los ingredientes de aquel momento, el calor del sol, y la intensidad de su propio placer. Era como si todo le cupiera dentro del pecho. Doce kilómetros hacia el sur, en Bullet Park, estaba su casa, donde sus cuatro hermosas hijas habrían terminado de almorzar y quizá jugasen al tenis en aquel momento. Fue entonces cuando se le ocurrió que si atajaba por el suroeste podría llegar nadando hasta allí.
No había nada de opresivo en la vida de Neddy, y el placer que le produjo aquella idea no puede explicarse reduciéndola a una simple posibilidad de evasión. Le pareció ver, con mentalidad de cartógrafo, la línea de piscinas, la corriente casi subterránea que iba describiendo una curva por todo el condado. Se trataba de un descubrimiento, de una contribución a la geografía moderna, y le pondría el nombre de Lucinda, en honor a su esposa. Neddy no era ni estúpido ni partidario de las bromas pesadas, pero tenía una clara tendencia a la originalidad, y se consideraba a sí mismo —de manera vaga y sin darle apenas importancia— una figura legendaria. El día era realmente maravilloso, y le pareció que un baño prolongado serviría para acrecentar y celebrar su belleza.
Se desprendió del suéter que le colgaba de los hombros y se tiró de cabeza a la piscina. Neddy sentía un inexplicable desprecio por los hombres que no se tiran de cabeza. Nadó a crol pero de forma poco organizada, respirando unas veces con cada brazada y otras sólo en la cuarta, y sin dejar de contar, de manera casi subconsciente, el un-dos, un-dos, del movimiento de los pies. No era un estilo muy apropiado para largas distancias, pero la utilización doméstica de la natación ha gravado ese deporte con ciertas costumbres, y en la par-te del mundo donde habitaba Neddy, el crol era lo habitual. Sentirse abrazado y sostenido por el agua verde y cristalina, más que un placer, suponía la vuelta a un estado normal de cosas, y a Neddy le hubiese gustado nadar sin bañador, pero eso no resultaba posible, debido a la naturaleza de su proyecto. Salió a pulso de la piscina por el otro extremo —nunca usaba la escalerilla—, y comenzó a cruzar el césped. Cuando Lucinda le preguntó que adonde iba, respondió que iría nadando hasta casa.
Sólo podía utilizar mapas imaginarios o sus recuerdos de los mapas reales, pero eso era suficiente. Primero estaban los Graham, y a continuación los Hammer, los Lear, los Howland, y los Crosscup. Cruzaría Ditmar Street para llegar a casa de los Bunker y después de andar un poco pasaría por casa de los Levy y de los Welcher, para utilizar así también la piscina pública de Lancaster. Luego venían los Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde. El día era estupendo, y vivir en un mundo con tan generosas reservas de agua parecía poner de manifiesto la misericordia y la caridad del universo. Neddy se sentía en plena forma, y atravesó el césped corriendo. Volver a casa utilizando un camino desacostumbrado lo hacía sentirse peregrino, explorador; lo hacía sentirse un hombre con un destino, y estaba seguro de encontrar amigos a lo largo de todo el trayecto; no tenía la menor duda de que sus amigos ocuparían las orillas del río Lucinda.
Atravesó el seto que separaba la propiedad de los Westerhazy de la de los Graham, anduvo bajo algunos manzanos en flor, pasó junto al cobertizo que albergaba la bomba y el filtro y salió al lado de la piscina de los Graham.
—¡Hola, Neddy! —dijo la señora Graham—, ¡qué agradable sorpresa! Me he pasado toda la mañana tratando de hablar contigo por teléfono. Déjame que te prepare algo de beber.
Neddy comprendió entonces que, como cualquier explorador, necesitaría hacer uso de toda su diplomacia para conseguir que la hospitalidad y las costumbres de los nativos no le impidieran llegar a su destino. No deseaba desconcertar a los Graham ni mostrarse antipático, pero tampoco disponía de tiempo para quedarse allí. Hizo un largo en la piscina y se reunió con ellos al sol; unos minutos más tarde, la llegada de dos automóviles cargados de amigos que venían de Connecticut le facilitó las cosas. Mientras todos se saludaban efusiva y ruidosamente, Neddy pudo escabullirse. Salió por la puerta principal de la finca de los Graham, pasó por encima de un seto espinoso y cruzó un solar vacío para llegar a casa de los Hammer. La dueña de la casa, al levantar la vista de las rosas, vio a alguien que pasaba nadando, pero no llegó a saber de quién se trataba. Los Lear lo oyeron cruzar la piscina a nado a través de las ventanas abiertas de la sala de estar. Los Howland y los Crosscup habían salido. Al dejar la casa de los Howland, Neddy cruzó Ditmar Street y se dirigió hacia la finca de los Bunker, desde donde, ya a aquella distancia, le llegaba el alboroto de una fiesta.
El agua devolvía el sonido de las voces y de las risas, y daba la impresión de dejarlas suspendidas en el aire. La piscina de los Bunker estaba en alto, y Neddy tuvo que subir unos cuantos escalones hasta llegar a la terraza, donde unas veinticinco o treinta personas charlaban y bebían. Rusty Towers era el único que se hallaba dentro del agua, flotando sobre una balsa de goma. ¡Qué hermosas eran las orillas del río Lucinda y qué maravillosa vegetación crecía en ellas! Acaudalados hombres y mujeres se reunían junto a sus aguas color zafiro, mientras serviciales criaturas de blancas chaquetas les servían ginebra fría. Sobre sus cabezas, una avioneta roja de las que se utilizaban para dar clases de vuelo daba vueltas y más vueltas, y sus evoluciones hacían pensar en el regocijo de un niño subido en un columpio. Ned sintió un momentáneo afecto por aquella escena, una ternura que era casi como una sensación física, motivada por algo tangible. Oyó un trueno a lo lejos. Enid Bunker se puso a gritar nada más verlo.
—¡Mirad quién está aquí! ¡Qué sorpresa tan maravillosa! Cuando Lucinda dijo que no podías venir, creí que iba a morirme.
Neddy se abrió camino entre la multitud en su dirección, y cuando terminaron de besarse, Enid lo llevó hacia el bar; avanzaron lentamente porque Ned tuvo que pararse para besar a otras ocho o diez mujeres y estrechar la mano de otros tantos hombres. Un barman sonriente que había visto ya antes en un centenar de fiestas le dio una ginebra con tónica, y Ned se quedó allí un instante, temeroso de tener que participar en alguna conversación que pudiera retrasar su viaje. Cuando parecía que iba a verse rodeado, se tiró a la piscina y nadó pegado al borde para evitar la balsa de Rusty. Al salir por el otro lado se cruzó con los Tomlinson; los obsequió con una cordial sonrisa, y echó a andar rápidamente por el sendero del jardín. La grava le hacía daño en los pies, pero ésa era la única sensación desagradable. La fiesta sé celebraba únicamente en los alrededores de la piscina y, al llegar junto a la casa, Ned notó que se había debilitado el sonido de las voces. En la cocina de los Bunker alguien oía por la radio un partido de béisbol. Domingo por la tarde. Tuvo que avanzar en zigzag entre los coches aparcados y llegó hasta Alewives Lane siguiendo el césped que bordeaba el camino de grava de los Bunker. Ned no quería que lo vieran en la carretera en traje de baño, pero no había tráfico y cruzó en seguida los pocos metros que lo separaban del sendero de grava de los Levy, con un cartel de Propiedad Privada y un recipiente cilíndrico de color verde para el New York Times. Todas las puertas y las ventanas de la amplia casa estaban abiertas, pero no había signos de vida; ni siquiera un perro que ladrara. Ned rodeó el edificio y al llegar a la piscina vio que los Levy acababan de marcharse. Sobre una mesa al otro extremo de la piscina, cerca de un cenador adornado con linternas japonesas, había una mesa con vasos, botellas y platos con cacahuetes, almendras y avellanas. Después de atravesar la piscina a nado, Ned se sirvió ginebra en un vaso. Era la cuarta o la quinta copa, y había nadado aproximadamente la mitad del curso del río Lucinda. Se sentía cansado, limpio, y, en ese momento, satisfecho de encontrarse solo; satisfecho con el mundo en general.
Iba a haber una tormenta. La masa de nubes —aquella ciudad— se había elevado y oscurecido, y mientras descansaba allí un momento, oyó otra vez el retumbar de un trueno. La avioneta roja seguía dando vueltas, y a Ned casi le parecía oír la risa placentera del piloto flotando en el aire de la tarde; pero al oír el fragor de otro trueno se puso de nuevo en movimiento. El pitido de un tren lo hizo preguntarse qué hora sería. ¿Las cuatro, las cinco? Se imaginó la estación local, donde, en ese momento, un camarero con el esmoquinoculto bajo un impermeable, un enano con un ramo de flores envuelto en papel de periódico y una mujer que había llorado esperarían el tren de cercanías. Estaba oscureciendo de pronto; era el instante en que los pájaros más estúpidos parecían transformar su canto en un anuncio, preciso y bien informado, de la proximidad de la tormenta. Se produjo entonces un agradable ruido de agua cayendo desde la copa de un roble, como si alguien hubiera abierto una espita. Después, el ruido como de fuentes se extendió a las copas de todos los árboles altos. ¿Por qué le gustaban las tormentas? ¿Por qué se animaba tanto cuando las puertas se abrían con violencia y el viento que arrastraba gotas de lluvia trepaba a empellones por las escaleras? ¿Por qué la simple tarea de cerrar las ventanas de una casa antigua le parecía tan necesaria y urgente? ¿Por qué los primeros compases húmedos de un viento de tormenta constituían siempre el anuncio de alguna buena nueva, de algún suceso reconfortante y alegre? En seguida se oyó una explosión, acompañada de un olor como de pólvora, y la lluvia azotó las linternas japonesas que la señora Levy había comprado en Kyoto dos años antes, ¿o hacía sólo un año?
Ned se quedó en el cenador de los Levy hasta que pasó la tormenta. La lluvia había enfriado el aire, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. La fuerza del viento había arrancado las hojas secas y amarillas de un arce y las había esparcido sobre la hierba y el agua. Como estaban aún a mitad de verano, Ned supuso que el árbol se hallaba enfermo, pero sintió una extraña tristeza ante ese signo del otoño. Hizo unos movimientos gimnásticos, apuró la ginebra y se dirigió hacia la piscina de los Welcher. Eso significaba cruzar el picadero de los Lindley, y le sorprendió encontrar la hierba demasiado crecida y los obstáculos desmantelados. Se preguntó si los Lindley habrían vendido sus caballos o si se habrían ausentado durante el verano, dejando sus animales al cuidado de otras personas. Le pareció recordar que había oído algo acerca de los Lindley y de sus caballos, pero no sabía exactamente qué. Siguió adelante, notando la hierba húmeda contra los pies descalzos, en dirección a la casa de los Welcher, donde se encontró con que la piscina estaba vacía.

Esa ruptura en la continuidad de su río imaginario le produjo una absurda decepción, y se sintió como un explorador que busca las fuentes de un torrente y encuentra un cauce seco. Ned notó que lo dominaba el desconcierto y la decepción. Era bastante normal que los vecinos de aquella zona se marcharan durante el verano, pero nadie vaciaba la piscina. Los Welcher se habían ido definitivamente. Las sillas, las mesas y las hamacas de la piscina estaban dobladas, amontonadas y cubiertas con lonas. Los vestuarios, cerrados, y lo mismo sucedía con todas las ventanas de la casa, y cuando la rodeó hasta llegar al camino de grava que llevaba hasta la puerta principal se encontró con un cartel que decía: «Se Vende», clavado en un árbol. ¿Cuándo había oído hablar de los Welcher por última vez? ¿Cuándo —habría que decir, más exactamente— Lucinda y él se habían disculpado por última vez al recibir una invitación suya para cenar? No daba la impresión de que hubiese transcurrido más de una semana. ¿Le fallaba la memoria o la tenía tan disciplinada contra los sucesos desagradables que llegaba a falsear la realidad? A lo lejos oyó que alguien jugaba un partido de tenis. Aquello lo animó, disipando todas sus aprensiones, y permitiéndole enfrentarse con indiferencia al cielo oscurecido y al aire frío. Aquél era el día en que Neddy Merrill iba a atravesar a nado el condado. ¡Aquel día, precisamente! De inmediato inició la etapa más difícil de su viaje.
Alguien que hubiese salido a pasear en coche aquella tarde de domingo podría haberlo visto, casi desnudo, en la cuneta de la autopista 424, esperando una oportunidad para cruzar al otro lado. Podría habérsele creído la víctima de alguna apuesta insensata, o una persona a quien se le ha estropeado el coche, o, simplemente, un chiflado. Junto al asfalto, con los pies descalzos —entre latas de cerveza vacías, trapos sucios y parches para neumáticos desechados—, expuesto al ridículo, resultaba penoso. Ned sabía desde el principio que aquello era parte de su recorrido, que figuraba en sus mapas, pero al enfrentarse con las largas filas de coches que culebreaban bajo la luzdel verano, descubrió que no estaba preparado psicológicamente. Los ocupantes de los automóviles se reían de él, lo tomaban a broma, y llegaron incluso a tirarle una lata de cerveza, y él no tenía ni dignidad ni humor que aportar a aquella situación. Podría haberse vuelto atrás, regresar a casa de los Westerhazy, donde Lucinda estaría aún sentada al sol. No había firmado nada, no había prometido nada, no se había apostado nada, ni siquiera consigo mismo. ¿Por qué, creyendo como creía que toda humana testarudez era susceptible de ceder ante el sentido común, se sabía incapaz de volver atrás? ¿Por qué estaba decidido a terminar el recorrido, aun a costa de poner en peligro su vida? ¿En qué momento aquella travesura, aquella broma, aquella payasada se había convertido en algo muy serio? No estaba en condiciones de volver atrás, ni siquiera recordaba con claridad las verdes aguas de la piscina de los Westerhazy, ni el placer de aspirar los componentes de aquel día, ni las serenas y amistosas voces que se lamentaban de haber bebido demasiado. En una hora aproximadamente, Ned había cubierto una distancia que hacía imposible el regreso.
Un anciano que conducía a veinticinco kilómetros por hora le permitió llegar hasta la mediana de la autopista, donde había una tira de césped. Allí se vio expuesto a las bromas del tráfico que avanzaba en dirección contraria, pero al cabo de unos diez minutos o un cuarto de hora consiguió cruzar. Desde allí sólo tenía que andar un poco para llegar al centro recreativo situado a las afueras de Lancaster, que disponía de varios frontones y de una piscina pública.
La peculiar resonancia de las voces cerca del agua, la sensación de brillantez y de tiempo detenido eran las mismas que anteriormente en casa de los Bunker, pero aquí los sonidos resultaban más fuertes, más agrios y más penetrantes, y tan pronto como entró en aquel espacio abarrotado de gente, Ned tuvo que someterse a las molestias de la reglamentación: «Todos los bañistas tienen que ducharse antes de usar la piscina. Todos los bañistas deben utilizar el pediluvio. Todos los bañistas deben llevar la placa de identificación.»
Ned se duchó, se lavó los pies en una oscura y desagradable solución y llegó hasta el borde de la piscina. Apestaba a cloro y le recordó a unfregadero. Sendos monitores, desde sus respectivas torres, hacían sonar sus silbatos a intervalos aparentemente regulares, insultando además a los bañistas mediante un sistema de megafonía. Ned recordó con nostalgia las aguas color zafiro de los Bunker y pensó que podía contaminarse —echar a perder su prosperidad y disminuir su atractivo personal— nadando en aquella ciénaga, pero recordó que era un explorador, un peregrino, y que aquello no pasaba de ser un remanso de aguas estancadas en el río Lucinda. Se tiró al cloro con ceñuda expresión de disgusto y no le quedó más remedio que nadar con la cabeza fuera para evitar colisiones, pero incluso así lo empujaron, lo salpicaron y le dieron codazos. Cuando llegó al lado menos profundo de la piscina, los dos monitores le estaban gritando:
—¡A ver, ése, ese que no lleva placa de identificación, que salga del agua!
Ned lo hizo así, pero los otros no estaban en condiciones de perseguirlo, y, dejando atrás el desagradable olor de las cremas bronceaduras y del cloro, saltó una valla de poca altura y atravesó los frontones. Le bastó cruzar la carretera para entrar en la parte arbolada de la propiedad de los Halloran. Nadie se había preocupado de arrancar la maleza que crecía entre los árboles, y tuvo que avanzar con grandes precauciones hasta llegar al césped y al seto de hayas recortadas que rodeaba la piscina.
Los Halloran eran amigos suyos; se trataba de unas personas de edad avanzada y enormemente ricos, que se sentían felices cuando alguien los consideraba sospechosos de filocomunismo. Eran reformadores llenos de celo, pero no comunistas; sin embargo, cuando alguien los acusaba de subversivos, como sucedía a veces, parecían agradecerlo y sentirse rejuvenecidos. Las hojas del seto de haya también se habían vuelto amarillas, y Ned supuso que probablemente padecían la misma enfermedad que el arce de los Levy. Gritó «¡hola!» dos veces para que los Halloran advirtieran su presencia y de esa forma la invasión de su intimidad no resultara demasiado brusca. Los Halloran, por razones que nunca le habían sido explicadas, no utilizaban trajes de baño. En realidad, no hacía falta ninguna explicación.
Su desnudez era un detalle de su celo reformista libre de prejuicios, y Ned se quitó cortésmente el bañador antes de entrar en el espacio limitado por el seto de hayas.
La señora Halloran, una mujer corpulenta de cabello blanco y expresión serena, leía el Times. Su marido sacaba hojas de haya de la piscina con una red. No parecieron ni sorprendidos ni disgustados al verlo. Su piscina era quizá la más antigua del condado, un rectángulo construido con piedras cogidas del campo, alimentado por un arroyo. Carecía de filtro o de bomba, y sus aguas tenían la dorada opacidad de la corriente.
—Estoy atravesando a nado el condado —dijo Ned.
—Vaya, no sabía que se pudiera hacer eso —exclamó la señora Halloran.
—Bueno, he empezado en casa de los Westerhazy —dijo Ned—. Debo de haber recorrido unos seis kilómetros.
Dejó el bañador junto al extremo más hondo de la piscina, fue andando hasta el otro lado y nadó aquella distancia. Mientras salía a pulso del agua, oyó decir a la señora Halloran:
—Sentimos mucho que te hayan ido tan mal las cosas, Neddy.
—¿Lo mal que me han ido las cosas? No sé de qué me está usted hablando.
—¿No? Hemos oído que has vendido la casa y que tus pobres hijas…
—No recuerdo haber vendido la casa —dijo Ned—. En cuanto a las chicas, no les ha pasado nada, que yo sepa.
—Sí —suspiró la señora Halloran—. Claro…
Su voz llenaba el aire con una melancolía intemporal, y Ned la interrumpió precipitadamente:
—Gracias por el baño.
—Que tengas una travesía agradable —dijo la señora Halloran.
Al otro lado del seto, Ned se puso el bañador y tuvo que apretárselo. Le estaba un poco grande, y se preguntó si era posible que hubiera perdido peso en una tarde. Tenía frío, estaba cansado, y la desnudez de los Halloran y el agua oscura de su piscina lo habían deprimido. Aquella travesía era demasiado para sus fuerzas, pero ¿cómo podía haberlo previsto mientras se deslizaba aquella mañana por el pasamanos de la escalera o cuando estaba sentado al sol en casa de los Westerhazy? Los brazos no le respondían. Las piernas parecían de goma y le dolían las articulaciones. Lo peor de todo era el frío en los huesos y la sensación de que nunca volvería a entrar en calor. Caían hojas de los árboles y el viento le trajo olor a humo. ¿Quién podía estar quemando hojarasca en aquella época del año?
Necesitaba un trago. El whisky lo calentaría, le levantaría el ánimo, lo sostendría hasta el final de su viaje, renovaría su convicción de que atravesar a nado aquella zona era un proyecto original que exigía valor. Los nadadores que recorren grandes distancias toman coñac. Necesitaba un estimulante. Cruzó la zona de césped delante de la casa de los Halloran, y siguió andando hasta el pabellón que habían construido para Helen, su única hija, y para su marido, Erich Sachs. Ned encontró a los Sachs en su piscina, que era bastante pequeña.
—¡Neddy! —exclamó Helen—. ¿Has almorzado en casa de mi madre?
—No exactamente —dijo Ned—. He entrado un momento a saludar a tus padres. —No parecía que hiciese falta dar más explicaciones—. Siento mucho presentarme así de sorpresa, pero me ha dado un escalofrío de pronto y me preguntaba si podríais ofrecerme una copa.
—Me encantaría hacerlo —dijo Helen—, pero no tenemos nada para beber desde la operación de Eric. Y de eso hace ya tres años.
¿Estaba perdiendo la memoria, o era acaso que su capacidad para ignorar acontecimientos penosos le había permitido olvidarse de la venta de su casa, de las dificultades de sus hijas, y de la enfermedad de su amigo Eric? La mirada de Ned se desplazó del rostro de Eric a su vientre, donde vio tres cicatrices antiguas, más blancas que el resto de la piel, dos de ellas de treinta centímetros de largo por lo menos. El ombligo había desaparecido, y Ned pensó en el desconcierto de una mano inquisitiva que, al buscar en la cama a las tres de la mañana los atributos masculinos, se encontrara con un vientre sin ombligo, sin unión con el pasado, sin continuidad en la sucesión natural de los seres.
—Estoy segura de que encontrarás algo de beber en casa de los Biswanger—dijo Helen—. Dan una fiesta por todo lo alto. Se los oye desde aquí. ¡Escucha!
Helen alzó la cabeza, y desde el otro lado de la carretera, desde el otro lado de los jardines, de los bosques, de los campos, Ned oyó de nuevo el ruido, lleno de resonancias, de las voces cerca del agua.
—Bueno, voy a darme un remojón —dijo, notando que carecía aún de libertad para decidir sobre su manera de viajar. Se tiró de cabeza al agua fría y faltándole el aliento, casi a punto de ahogarse, cruzó la piscina de un extremo a otro—. Lucinda y yo tenemos muchas ganas de veros —dijo vuelto de espaldas, con el cuerpo orientado ya hacia la casa de los Biswanger—. Sentimos mucho que haya pasado tanto tiempo sin vernos, y os llamaremos cualquier día de éstos.
Ned tuvo que cruzar algunos campos hasta la casa de los Biswanger y los sonidos festivos que salían de ella. Sería un honor para los dueños ofrecerle una copa, se sentirían felices de darle de beber. Los Biswanger los invitaban a cenar —a Lucinda y a él— cuatro veces al año con seis semanas de anticipación. Ellos nunca aceptaban, pero los Biswanger continuaban enviando invitaciones como si fueran incapaces de comprender las rígidas y antidemocráticas normas de la sociedad en la que vivían. Pertenecían a ese tipo de personas que hablan de precios durante los cócteles, que se hacen confidencias sobre inversiones bursátiles durante la cena y que después cuentan chistes verdes cuando están presentes las señoras. No pertenecían al grupo de amistades de Neddy; ni siquiera figuraban en la lista de personas a las que Lucinda enviaba felicitaciones de Navidad. Se dirigió hacia la piscina con sentimientos a mitad de camino entre la conciencia de su superioridad y el deseo de mostrarse amable, y también con algún desasosiego porque parecía que estaba oscureciendo y, sin embargo, aquéllos eran los días más largos del año. La fiesta era ruidosa y había mucha gente. Grace Biswanger pertenecía al tipo de anfitriona que invitaba al óptico, al veterinario, al corredor de fincas y al dentista. No había nadie nadando en la piscina, y el crepúsculo, al reflejarse en el agua, despedía un brillo invernal. Ned se dirigió hacia el bar. Cuando Grace Biswanger lo vio, avanzó hacia él, pero no con gesto afectuoso, como él había esperado, sino de la forma más hostil imaginable.
—Vaya, en esta fiesta hay de todo —comentó alzando mucho la voz—, incluso personas que se cuelan.
Grace no estaba en condiciones de hacerle un feo social, no tenía ni la más remota posibilidad, de manera que Ned no se echó atrás.
—En mi calidad de gorrón —preguntó cortésmente—, ¿tengo derecho a tomar una copa?
—Haga lo que guste —dijo ella—. No parece que las invitaciones signifiquen mucho para usted.
Le dio la espalda y se reunió con otros invitados. Ned se acercó al bar y pidió un whisky. El barman se lo sirvió, pero de forma descortés. El mundo de Ned era un mundo en el que los camareros estaban al tanto de los matices sociales, y verse desairado por un barman a media jornada significaba haber perdido puntos en la escala social. O quizá aquel hombre era novato y le faltaba información. En seguida oyó cómo Grace decía a su espalda:
—Se arruinaron de la noche a la mañana; no les quedó más que su sueldo, y él apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestáramos cinco mil dólares…
Siempre hablando de dinero. Aquello era peor que llevarse el cuchillo a la boca. Ned se zambulló en la piscina, hizo un largo y se marchó.
La siguiente piscina de la lista, la antepenúltima, pertenecía a su antigua amante, Shirley Adams. Si había sufrido alguna herida en casa de los Biswanger, aquél era el lugar ideal para curarla. El amor —los violentos juegos sexuales, para ser más exactos— era el supremo elixir, el remedio contra todos los males, la píldora mágica capaz de rejuvenecerlo y de devolverle la alegría de vivir. Habían tenido una aventura la semana pasada, o el mes último, o el año anterior. No seacordaba. Pero había sido él quien había decidido acabar, y eso lo colocaba en una situación privilegiada, de manera que cruzó la puerta de la valla que rodeaba la piscina de Shirley repleto de confianza en sí mismo. En cierta forma, era como si la piscina fuese suya, porque la persona amada, especialmente si se trata de un amor ilícito, goza de la posesión de la amante con una plenitud desconocida en el sagrado vínculo del matrimonio. Shirley estaba allí, con sus cabellos color de bronce, pero su figura, al borde del agua de color azul intenso, iluminada por la luz eléctrica, no despertó en él ninguna emoción profunda. No había sido más que una aventurilla, pensó, aunque Shirley lloraba cuando él decidió romper. Pareció turbada al verlo, y Ned se preguntó si se sentiría aún herida. ¿Acaso iba, Dios no lo quisiera, a echarse a llorar de nuevo?
—¿Qué quieres? —le preguntó ella.
—Estoy nadando a través del condado.
—¡Santo cielo! ¿Te comportarás alguna vez como una persona adulta?
—¿Se puede saber qué te pasa?
—Si has venido buscando dinero —dijo ella—, no voy a darte ni un centavo.
—Puedes darme algo de beber.
—Puedo, pero no quiero. No estoy sola.
—Bueno, me marcho en seguida.
Ned se tiró al agua e hizo un largo, pero cuando intentó alzarse hasta el borde para salir de la piscina, descubrió que sus brazos y sus hombros no tenían fuerza; llegó como pudo a la escalerilla y salió del agua. Al mirar por encima del hombro, vio a un hombre joven en los vestuarios iluminados. Al cruzar el césped —ya se había hecho completamente de noche— le llegó un aroma de crisantemos o de caléndulas, decididamente otoñal, y tan intenso como el olor a gasolina. Levantó la vista y comprobó que habían salido las estrellas, pero ¿por qué tenía la impresión de ver Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se había hecho de las constelaciones de pleno verano? Ned se echó a llorar.
Era probablemente la primera vez que lloraba en toda su vida de adulto, y desde luego la primera vez en su vida que se sentía tan desdichado, con tanto frío, tan cansado y tan desconcertado. No entendía los malos modos del barman ni el mal humor de una amante que se había acercado a él de rodillas y le había mojado el pantalón con sus lágrimas. Había nadado demasiado, había pasado demasiado tiempo bajo el agua, y tenía irritadas la nariz y la garganta. Necesitaba una copa, necesitaba compañía y ponerse ropa limpia y seca, y aunque podría haberse encaminado directamente hacia su casa por la carretera, se fue a la piscina de los Gilmartin. Allí, por primera vez en su vida, no se tiró, sino que descendió los escalones hasta el agua helada y nadó dando unas renqueantes brazadas de costado que quizá había aprendido en su adolescencia. Camino de casa de los Clyde, se tambaleó a causa del cansancio y, una vez en la piscina, tuvo que detenerse una y otra vez mientras nadaba para sujetarse con la mano en el borde y descansar. Trepó por la escalerilla y se preguntó si le quedaban fuerzas para llegar a casa. Había cumplido su deseo, había nadado a través del condado, pero estaba tan embotado por la fatiga que su triunfo carecía de sentido. Encorvado, agarrándose a los pilares de la entrada en busca de apoyo, Ned torció por el sendero de grava de su propia casa.
Todo estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que ya se habían ido a la cama? ¿Se habría quedado su mujer a cenar en casa de los Westerhazy? ¿Habrían ido las chicas a reunirse con ella o se habrían marchado a cualquier otro sitio? ¿No se habían puesto previamente de acuerdo, como solían hacer los domingos, para rechazar las invitaciones y quedarse en casa? Ned intentó abrir las puertas del garaje para ver qué coches había dentro, pero la puerta estaba cerrada con llave y se le mancharon las manos de orín. Al acercarse más a la casa vio que la violencia de la tormenta había separado de la pared una de las tuberías de desagüe para la lluvia. Ahora colgaba por encima de la entrada principal como una varilla de paraguas, pero no costaría arreglarla por la mañana. La puerta de la casa también estaba cerrada con llave, y Ned pensó que habría sido una ocurrencia de la estúpida de la cocinera ode la estúpida de la doncella, pero en seguida recordó que desde hacía ya algún tiempo no habían vuelto a tener ni cocinera ni doncella. Gritó, golpeó la puerta, intentó forzarla golpeándola con el hombro; después, al mirar a través de las ventanas, se dio cuenta de que la casa estaba vacía.

 

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HERRUMBRE

Va cayendo la tarde. Se va como acabando este mes de agosto. Hay en el ambiente un aroma de oro antiguo, de hojas trituradas. Suenan niños por las calles. Pronto se echará a andar la añosa locomotora de los días, con esos vagones desguazados, con toda esa impresión de herrumbre, de cada vez más herrumbre. El óxido se apodera de todo. Todo cuanto queda atrás va tomando el camino del óxido. Nada se tiene ahí. Nada nos libera. También la tarde tiene hoy un vago color de herrumbre. ¿Dónde estáss?



CONSIDERACIONES FILOSÓFICAS DE UN
VERDUGO ACERCA DE LA GUILLOTINA

Desde el punto de vista existencial, aseveró el verdugo, la guillotina es una solución a reconsiderar, pues ahorra al reo el factor de incertidumbre.
 

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MENOS MAL QUE NOS QUEDA GIBRALTAR





Hace unos años anduve por Gibraltar con mi primohermano Manuel y la conclusión que saqué de aquella visita fue que Gibraltar no molaba. Ni un pelo. No volvería a Gibraltar así me lo mandase el médico. Tras caminar un rato por la Main Street, comprar unas chuches holandesas y comer muy malamente en un restorancito frente por frente de la Casa del Gobernador o como quiera que lo llamen, dimos una vuelta por la cara B de la roca y lo que allí vimos se parecía bastante a lo que Dante cuenta en su Divinísima Comedia. Yo creía que Gibraltar era un sitio molón, como Andorra o Melilla en los tiempos de los transistores baratos, pero no. Salvo la Main Street, donde abundan las florecitas, los abogadotes de catadura dudosa, los domicilios fiscales y las tiendecitas de tabaco y productos francos, Gibraltar era un campo de concentración, una ciudad -o lo que sea- feísima, descuidada, congestionada y sin duda la menos glamourosa de cuantas he visto en mi vida. Los llanitos me parecieron,  perdónenme, bastante agilipollados y todos exhibían como un aire insoportable de superioridad que, lo juro, no sé de dónde sacaban. ¿Superioridad? Cuando te ponían una copa o un plato de patatas parecía que te estuvieran salvando de un naufragio. Si los llamabas, te respondían con aspavientos arguyendo que estaban sirviendo a gentes del primer mundo y si te olvidabas de ellos se ponían farrucos aduciendo que allí se estaba para consumir. Los he llamado gilipollas, pero la palabra exacta acaso no sea la de gilipollas, sino la de zafios. Pudo ser casualidad, una mala noche, no sé, pero lo que yo vi allí fue una sucesión de tíos bastante zafios que siendo camareros pareciera que los acabaran de nombrar ministros o mamporreros de la reina. En fin, que en Gibraltar no se salvan ni los monos. Menos que nadie, los putos monos. Recuerdo que después de almorzar subimos con los niños a ver si le echábamos un vistazo a los monitos de Gibrartá, pero los monos resultaron ser tan mangantes, tan canallas y tan sinvergüenzas como los homínidos de abajo. Tales para cuales. En cuanto te descuidabas, te dejaban desplumado. Giraban a tu alrededor como auténticos matones. Los niños los miraban no sé si con desconfianza o con repugnancia. Aparecían y desaparecían como por ensalmo, majarones perdidos. Tenían expresiones de canallas, de piratas del dinero negro, de hijos de putas de primer orden. Si conseguías olvidarte de los putos monos, las vistas desde arriba eran magníficas. Las costas marroquíes, el estrecho, el mar de Tarifa eran de una belleza incontestable, siempre que los monos no te tocaran los cojones... Tras la experiencia, bajamos por la parte menos visible del peñón, es decir por unas callejas pinas y umbrías por las que el opel-corsa apenas lograba avanzar sin llevarse por delante el caliche de las paredes. En una ocasión nos encontramos con una calle sin salida y tuvimos que dar la vuelta en una especie de patio umbrío como de escuela donde apenas si cabía el coche. Es una pena que la gente que gasta mercedes se salve de ver semejante hacinamiento, propio de un país tercermundista. No sé cuántas cientos o miles de criaturas vivían hacinadas en esos andurriales, en esos pisos cochambrosos y sin luz que se elevaban hacia el cielo y donde se veía ropa colgada y gente respirando. Todo tan sórdido, que verlo daba grima. Algo así  -pero no tanto- sólo lo he visto en el famoso barrio español de Nápoles donde las elevadísmas fachadas casi se rozan, pero en el barrio napolitano había alegría, tiendas, olor a ajo y a repollo, motocicletas, chiquillos por todas partes, gente que iba y gente que venía. Ignoro qué clase de llanitos vivían en semejantes tugurios de la Roca, pero imagino que serían los de siempre, los pobres estibadores del puerto, los trabajadores peor cualificados, los inmigrantes, los camareros que vestiditos de punta en blanco te miraban con una pose como de superioridad y de tronío. Viendo aquello me prometí a mí mismo no volver sobre ese pedacito de piedra. Pero volver sobre Gibraltar que no a Gibraltar -por éstas- es inevitable. Gibraltar, más allá de ese paraíso de lo negro, es una china en un zapato para la derechona spanish. Cuando las cosas le vienen mal dadas, ahí que sale Gibraltar, con sus verjas, sus cajetillas de tabaco, sus chocolatinas, sus destructores, su vertidos y sus llanitos dando porculo. Bueno, menos mal que nos queda Gibraltar. Sin Gibraltar este verano hubiera sido un monográfico sobre la corrupción, el galés Bale y la pésima gestión de los accidentes ferroviarios. Y sí, a los llanitos, esos capullos, a veces hay que pararles los pies, como a todos los granujas que se esconden en los paraísos fiscales que en el mundo son, pero bueno, de ahí a montar la pelotera que está montando la derecha, hay un límite. Es verdad que a estos tipejos les das la mano y te comen el brazo, es verdad que se escudan en la caduca prepotencia anglo, es verdad que viven como dios a costa de infringir las leyes internacionales y mangonear a los ciudadanos honrados, es verdad que van de sobradillos, pero, bueno, a ver cuándo dejamos de imitar a los dictadorzuelos de bigotito de mosca o fez. Y es que, te lo juro, todo parece igualico igualico que en la dicta: El Real Madrí y el Gibrartaspañó, ahí, con dos cojones. De ahí no saques a esta gentuza de orden. Y sí, al final va a ser verdad, aquello de que "menos mal que nos quea Gibraltar". Por mí, unos y otros se pueden ir a mamarla por ahí. A mamarla o como se diga, pisha. Pos no lo sabes ya.


Antonio Santos
EL GRAN HOMBRE

 

lo los grandes hombres son capaces de afrontar grandes decisiones. Por eso él entendió que aquellos cinco próceres merecían ser fusilados y se prestó a ello. No le tembló el pulso y al volver a casa besó a su mujer e hizo carantoñas a su hija recién nacida. Las ejecuciones continuaron al paso previsto durante meses, años, pero él, inquebrantable, se convencía a sí mismo que sólo los grandes hombres son capaces de afrontar las pruebas más difíciles sin que les tiemble el pulso, aunque la población hubiera mermado hasta un tercio del total y cada vez resultara más difícil encontrar nuevos culpables de desafección. Un día, leyendo los estadillos de los fusilamientos del día siguiente, comprobó con asombro que en ellos estaban escritos dos nombres familiares: el de su mujer y el de su hija de apenas ocho años. ¿También ellos? Subió a hablar con la superioridad y el generalote, un hombre bajito y taimado, se levantó de su silla, le puso la mano en el hombro y con un gesto de las cejas le dijo algo que jamás habría de olvidar: "Sólo los grandes hombres son capaces de entender los grandes sacrificios". Pasaron unos pocos minutos y él, aún no repuesto de la excitación, descendió las escaleras, se lavó la sangre, se refrescó la nuca en el patio y dio orden a los guardias para que fueran a recoger el cadáver. Ellos dudaron un segundo, pero entonces él les extendió una nueva lista de ejecuciones para el día siguiente, redactada de su propio puño y letra y comprendieron. Entonces se cuadraron ante el nuevo gran hombre que tenían ante sí. Y ya no dudaron. Y se pusieron en camino.






 

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ERQUINDAR O NON ERQUINDAR

Mol¨lay azorrullado, entenebrido, disfilizado, lobertizo, azugal, disperguijido, habriado, testensido, lidnificado, pensil, soliviarado, cembrujido... y eso no es todo porque además me noto, cómo lo diría, astimiado, perezol, amartumbrado, loterido pero no consigo laberar, socumbrar, entebrenar, asollacer, discopeinar, siropizar, albarecer, así que no tengo otro remedio que umbriagar, vistiguizar, sotocumbrir, aliviantizar, adesir... por tanto no puedo escrear que tú, lector, me erquindas, o la nos priedas bustangar conmigo o convosco, niagüimás por excelencia.


LUPE SUÁREZ
El puesto de enchiladas de Josefito Trinidad lo reconocerás

enseguida si sigues la calle Zapata. Él no estará allí, pero Sole, una bonita chilanga de ojos violetas, sabrá decirte dónde encontrarlo. Te dirá también que su última borrachera es del verano del 76 y que desde entonces no ha hecho más que mantenerla. Querría contarte muchas más cosas de Josefito pero es mejor que te alejes de allí cuanto antes, pues Sole no es de las que se cansan de platicar. En todo caso, pídele que te indique las tabernas que suele frecuentar Josefito. No tendrá reparos en nombrar docena y media de bochinches en un suspiro. Recórrelos todos y cuando lo encuentres, haz que te cante el paradero de Lupita Suárez. Es ella la que me interesa. Nadie más puede saber que la noche del 23 de junio del 76 tuve que matar al gringo.
 

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LA SIERRA DEL CASTAÑO

 
Ayer anduvimos dando una vuelta por los caminos de los Molinomollera con Concha y Pepe. Hacía meses que no pasaba por esos andurriales. Recuerdo que por aquellos terrenos pasé parte de los veranos de mi juventud con un libro en la mano y todos los sueños por delante. El lugar es de una tal belleza en todas las estaciones del año, que suelo llevar a mis visitas por allí, con la convicción de que el lugar les fascinará. Los inmensos castaños que producen una galería de sombras, convierten al paraje en una especie de catedral umbría e imponente, donde se cruzan las ramas, se escuchan los pitos caballares, nos asaltan los muros de piedra y los caminos, o nos aguardan los rebaños de ovejas que pastan en la sombra. Cuando era un jovenzuelo mi padre tenía allí un huerto de castaños que solía sembrar de habichuelas, que yo iba a regar un día sí, otro no, de forma que me pasaba gran parte del verano bajo la tutela de aquellos árboles. Tras endilgar el agua, cosa que ocurría más o menos una vez cada hora, me iba a dar una campavía por el bosque, donde el musgo fresco duraba todo el año y corrían los arroyos. Yo me adentraba por los helechos de casi dos metros de altura que seguían a los valles. Me alejaba hasta llegar al término de Galaroza o subía hasta la Fuente del Nogal, ya en los Tojales, desde donde se oteaba el término de Alájar, con la iglesia de El Calabacino hundida entre el follaje. A veces, subía en dirección a La Sierra del Castaño, donde había una antigua mina de plata, La Hilandera, con sus lavaderos, sus pozos y todo. Más arriba quedaba el tupido robledal que corona La Sierra, desde donde es fama que en días claros se ve el mar, o por mejor decir, el término de la tierra.
 
Hasta esa montaña, que en los lugareños adquiere un cierto aspecto de sagrada, nos condujo mi padre a mis hermanos y a mí una buena tarde. La nuestra, queda dicho, era una familia de agricultores muy castigada por la miseria que sobre los trabajadores del campo se había cernido en las décadas del 60 y el 70 del pasado siglo. Según los planes de desarrollo, el país debía alcanzar la industrialización a marchas forzadas y para eso el dictador de entonces y sus secuaces tecnócratas, no tuvieron mejor estrategia que hacer morir de miseria y abandono a los pueblos del sur de España, principalmente andaluces, extremeños y murcianos, que se despoblaron en una década en favor de las regiones norteñas, sí, justo las que hoy se sienten desfavorecidas o acaso no tan favorecidas como antaño. Pues bien, en tales circunstancias, para nosotros no había posibilidad de unas vacaciones o ver mundo, más allá de la pura emigración. Pero un día, no sé por qué motivo, mi padre aparejó la Roja y la Española, nuestras mulas, y allá que nos llevó hasta la Sierra del Castaño que es el lugar que corona la comarca y desde donde, obviamente, se divisa toda la región. Durante más de dos horas subimos por empinadas cuestas flanqueadas por castaños, cornicabras y madroños, hasta que por fin nos salió al paso el tupido robledal, donde descendimos de las mulas y ya a pie nos encaminamos hasta el pico. Mientras ascendíamos alegremente mi padre nos prevenía contra los víboros machos que cuelgan de los robles y suelen atacar a las gentes en el tiempo del celo. Cuando ya nos acercábamos a la cima, la vegetación se volvió más y más rala. Donde antes abundaban los castaños, cornicabras, jaguarzos, retamas o robles, ahora sólo aparecían pedruscos horadados y tiznados con una extraña violencia. Sobre ellos sólo crecía, pero muy ralamente, la avena loca y otras hierbas que el aire peinaba a voluntad. Mi padre nos explicó que el motivo de que aquellas rocas estuvieran buraqueadas no era otro que sobre ellas descargaban los rayos en los días de tormentas. Cuando por fin alcanzamos la cima,  respiramos con alivio. Desde el pichacho, admiramos el inmenso horizonte que quedaba a nuestros pies. Sonaba el viento. Como en el poema de Leopardi, ante aquellas montañas que se plisaban en lo azul, uno se sentía íntimamente penetrado por la infinitud, a punto de naufragar. Sentado sobre el mojón geodésico, escondiendo su voz bajo su sombrero, mi padre nos apuntaba con una vara los lugares y los pueblos que desde allí arriba se avistaban. Aracena, Campofrío, El Cerro de San Cristóbal, en Almonaster, Cortegana, Las Indias, Higuera, Las sierras azules de Cortelazor e Hinojales, los valles profundos de Galaroza y Jabugo, Las Cumbres... y por fin, volviendo la mirada hacia el sur, una finísima línea azulada parecía anunciar el mar. ¿Lo era? No lo sé, pero mi padre, que como buen campesino de tierras adentros, era ajeno a los espejismos del mar, parecía animarse explicándonos su mundo, porque aquel -lo he comprendido mucho más tarde- era su mundo, y todo cuanto le interesaba podía otearse desde allí. De joven había estado por los Pirineos, pero eso no contaba. Para él sólo contaba aquel territorio suyo, sobre el que se creía un rey y como un rey nos llevó hasta la cumbre para en un acto simbólico legarnos sus dominios. En aquella demorada explicación él nos ofrecía su universo, el territorio por el que iban a discurrir, si nada lo cambiaba, nuestras vidas. Mucho más tarde, leyendo a Caeiro, entendí que nuestro universo sólo puede ser de la estatura de nuestra estatura, es decir de aquello que somos capaces de ver y de sentir. Salvo algunas pequeñas temporadas que he vivido lejos, mi cuerpo y mi mente siempre han permanecido cerca de ese punto que aquella vez y con qué orgullo, nos enseñara mi padre. Por más que me aleje, nunca me alejaré lo suficiente de ese pico desde donde por vez primera tuve conciaencia del mundo, por más que me pierda, nunca me perderé lo suficiente como para perder la referencia de ese pico acosado por los rayos. Cuando muera, parte de mis cenizas dejadlas allí, sobre las rocas horadadas, y que sea el viento quien las esparza a voluntad, en lo que habrá de ser mi último viaje (la otra mitad enterrarlas bajo un nogal del Rodeo, mi huerto, nuestro huerto). Pero, bueno, después de aquella primera ocasión, otras veces he subido con mi gente a ese extraño omphalos, que heredé un día, cuando era tan pequeño que no podía comprender el sentido de aquella primera heredad, en mi primer viaje hacia el centro mismo del universo. 



Hoy repito texto: Lo hago proque la historia que cuento (que es real), tieen mucho que ver con los paisajes que de alguna manera he descrito arriba. Y también porque hablan de aquel viejo tiempo de verano.

ADELFAS
Hay días que traen en su seno un puñado de tierra negra y dura, un alfanje, un río nocturno, luces podridas para las que uno carece de ventanas y pasillos. Y esa luz podrida se queda ahí, como se queda un animal muerto en mitad de una rosaleda.

Era una noche de verano. ¿Agosto tal vez? La luna cabriolaba sobre el cielo como el farol chino de una casa apartada mecido por la brisa. Había un naranjo, una parra, la sensación de que la noche iba a dejar sus huevos húmedos en nuestros labios. Aquella chica, sin embargo, parecía enajenada, atrapada en esa luz podrida que antes mencioné. Como siempre, me acerqué a ella y de inmediato tuve consciencia de su sufrimiento. Traté de consolarla, pero para entonces ya su desazón era tan grande que mis palabras no podían siquiera suavizar la saña de aquel río nocturno que entonces la atravesaba. Estoy sola, dijo, en una voz entrecortada. ¿Sola?, me pregunté. Nadie me quiere, agregó en un gesto que llenaba de oscuridad cuanto nos rodeaba. Lo juro: eso dijo y fue como si cayera sobre mí un alud de tierra, como si su río de sombras me arrastrara hacia un desconocido delta, como si todas esas luces podridas que le enturbiaban el estómago, me lanzasen destellos incomprensibles. ¿Sola? ¿Nadie te quiere? De pronto yo había dejado de existir, me había hecho invisible, yo, que sólo vivía para ella, yo, que me hubiera dejado matar por ella. Fue, ya digo, como si se hubiera abierto una grieta en la tierra, y yo hubiera dejado de existir. ¿Sola?
 Por la mañana me alcé temprano, abatido, roto, pero con el firme propósito de existir. Y me puse en marcha. No sabía hacia dónde caminaba, ni tampoco lo que andaba buscando. Era agosto. El sol rebotaba en la tierra y ni siquiera la tibieza de los castaños conseguía atenuar su firme opresión. Deambulé por muchos lugares, yendo y viniendo por trochas abruptas, subiendo y bajando lomas como un poseso, buscando lo que no sabía si podía encontrar. Me alejé, retrocedí, bordeé la montaña, pasé junto a nogales y olivares de pasto y de chicharra, hasta que al fin bajé aquella cuesta sobre la que el sol, ya en toda su furia, aullaba. Y allí, allí estaban, al borde de la fuente. Las adelfas, quiero decir. Mis ojos se iluminaron. Sus flores blancas y rojas parecían llenarlo todo. Me detuve y me dije, muy muy quedo, gracias. Gracias. GRACIAS. Mientras todo estaba quieto, una libélula culebreaba en el aire. Muy cerca, bajo las encinas, bramaban las chicharras, pero yo entonces no escuchaba a las chicharras. Al otro lado del arroyuelo, separado por una lomita, se escondía la silenciosa aldehuela donde muchos años antes mis abuelos habían ido en viaje de novios. Corté un ramo de flores de adelfa —las únicas flores de agosto— y, satisfecho, emprendí la vuelta. ¿Sola? La tierra negra se pegaba al cuello y a la cara, pero nada me detenía. Ya nada me detenía. Caminé sin descanso durante hora y media hasta que alcancé las primeras casas de un pueblo sin sombras. Bajé la cuesta del cementerio y, ya con el corazón batiéndome bajo la camisa, giré en la primera bocacalle. ¿Sola? Llamé a su puerta y me abrió la chica que la noche anterior se lamentaba de su soledad. ¿Sola? Le extendí el ramo sin pronunciar palabra y ella me miró sin comprender, como si hubiera depositado en sus manos una caja con unos zapatos usados.
 

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SAN LORENZO

El Puerto. Vista panorámaica.
Hace unos días, regresando de una espléndida exposición de Laureano Gómez, Antonio Café y Alberto Germán Franco en Linares de la Sierra, nos detuvimos en El Puerto, lugar desde donde es leyenda que en los días claros se domina toda la provincia y hasta el mar. No parece que sea así, pero, bueno, vale. Si de día la vista es realmente espléndida, por la noche, con esos manojos de luces punteando la oscuridad, es sencillamente deliciosa. El caso es que una veintena de curiosos habían subido al Puerto para contemplar a sus anchas el espectáculo de las estrellas fugaces en la noche de San Lorenzo, que fue, dicho sea de paso, un santo que murió aparrilado -vuelta y vuelta- como se nos recuerda en Tiempo de silencio. Nos sumamos sin duda a la feligresía. Era hermoso, sin duda, estar en un lugar como ése contemplando no ya el espectáculo de las fugaces, pues éstas se producían de tarde en tarde, sino el del cielo estrellado, ese cielo constelado de estrellas quietas, que aaño tras año nos esperan en su imperturbable éxtasis. El espectáculo, como siempre, no era tanto lo fugaz cuanto lo permanente. Pero uno es fugaz y de alguna manera se agarra a los fenómenos de lo fugaz con mayor complicidad y alivio que a los que implican permanencia. Pero no, bastaba abrir los ojos y observar ese milagro que es el cielo catredalicio.
Cielo estrellado, de Vincent Van Gogh
Y ya que estábamos allí, me era inevitable recordar cuando de jóvenes subíamos al Puerto y nos entregábamos a las risas -estimuladísismas ellas- y a la fastuosa contemplación. En particular recuerdo una noche que mantiene viva en mí la esencia del hinojo -planta que se prodiga mucho por el lugar- y que tal vez fuera el principio de todo. No revelemos aquí el secreto de ese todo que aquella noche se abrió como un ramo de jacintos, en metáfora lorquiana. El sabor del hinojo me persigue desde entonces, como caso a Don Marcel le persiguiera la textura de una magdalena.

Ahora, mientras acabo este apunte, las campanas del pueblo suenan a rebato. Son las fiestas patronales e imagino que en pocos minutos sacarán en procesión a la patrona. En el aparato suena Whole lotta love, de los Zep y en mi corazón -cualquier cosa que sea mi corazón- hoy descansa el pajarillo: esta nocche, sobre las doce de la noche, lo dejaré volar hacia los cirros violetas del océano.


POBRES
Según me contó Don Nepomuceno, el señor aquel de San Gabriel, luego que se fueron de casa se habían hecho pirujas porque según él, eran muy pobres y retobadas. Desde chamaquitas ya eran rezongonas, me dijo. Y tan luego que les repuntaron los pechitos se ve que les dio por andar con esos bueyes y que bien que se enseñaron en lo peor, de forma que entendían tantito así cuando las chiflaban por la noche, me refirió. Después ya no hubo manera y a cada rato estaban metiendo la cabeza por esos pajonales y a veces se las encontraba uno detrás de las bardas, encueradas vivas y con un zopilote de esos bien resubido en sus meras madres, dijo, y yo pues se comprende que vine a conocerlas y a ver si hay tantico de malo en eso.

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VOCES DE LA TIERRA

Hace ya algún tiempo el amigo Manuel Garrido Palacios se acercó por Fuenteheridos a recabar algunas informaciones antropológicas. En ese interín Rafael Vargas y el que les cuenta andábamos inmersos en la aventura de Huebra, una colección de literatura serrana que andaba ya por su décimo número o así. Manuel anduvo por estos pagos recabando información sobre lo divino y lo humano con su grabadora en ristre y tantos años de experiencia en estos rituales de sacar información de donde casi no la hay. Anduvimos de un sitio para otro del pueblo, buscando testimonios e informaciones sobre enfermedades, padecimientos y remedios. El trabajo, su espléndido trabajo, lo publicó Manuel en nuestra colección de Huebra con el título de Voces de la Sierra, un título que anda agotado y supongo que descatalogado, y es una pequeña joya del saber popular, de manera que hoy me atrevo a dejaros todo el artículo que Manuel decicó a sus informantes de Fuenteheridos, entre ellos mi propia madre (Ana Escobar), o Magdalena, que murió hace unos años, Perico, un pastor que también murió al poco, Emiliano, tambiuén pastor o Lorenza.




LAS VOCES DE LA TIERRA (Fuenteheridos)

 
MANUEL GARRIDO PALACIOS


`[extraído de VOCES DE LA SIERRA (ed. Huebra, 2002)]

I. LAS VOCES DE LAS CASAS
 

Sombra festoneando la cornisa
de una serrana casa, que azulea
loca de cal..

JESÚS ARCENSIO


Ir a Fuenteheridos cruzando por Castaño de Robledo es asistir a la gran fiesta de la Naturaleza en su forma primaria. Tras las serenas dehesas de encinas y alcornoques surge un marco de gigantescos castaños que doran el aire, el suelo, el alma. Todo adquiere una fuerza madura, una talla precisa que achica, enmudece al que pasa.

Vengo tras el rastro de la hierba calimenta. Según Héctor Garrido, a Miguel Pineda se la dieron aquí porque curaba algo, sin aclarar qué. Contacto con Manuel Moya y quedamos en la plaza a ver quién nos da norte. Moya localiza la calimenta con el nombre de ananeota; incluso tiene una en la mano cuando llego.

Como preveo una veta recia de sabiduría popular me quedo a indagar más allá de lo que busco, a ver qué sale; compruebo otra vez que el cofre de las memorias, seco en apariencia, vuelve a liberar palabras, alivios, bondades: tesoro oculto de los trabajos de campo etnográficos.

Fruto de una primera cala (octubre 1999) son las cuatro primeras voces que vienen, que aportan en conjunto 136 recetas, consejos, secretos traídos del pasado, documento que plasmo con el grado de pureza debido. Primer mosto que entra en la bota, tiempo habrá para que tome cuerpo. El resto corresponde a una segunda encuesta (agosto de 2001), con ocasión de completar este libro.

Inmerso en la magia del bosque encantado del camino, escucho las voces reales que flotan en las casas, en la plaza, en la Posada de este pueblo llamado Fuenteheridos, donde desemboca la belleza.

                           

 

 

1

La voz que estrena este Macer Floridus serrano es la de Ana Escobar, de 69 años. Lo mismo habla en pasado que en presente, en dudas de si alguna de las prácticas que recuerda mantiene su vigencia o no.

 

[1] La calimenta es la ananeota; se toma para hacer buena digestión. No conozco que sea para nada más.

 

[2] Para la úlcera de estómago vale la hierba que le dicen paletosa.

 

[3] También se ha usado poner encima de la parte dolorida un talegón de arena caliente. Se calentaba la arena en una sartén y así se calmaban los dolores.

 

[4] Para el cabello que se cae se ha gastado el brótano macho hervido con vino y untado en la cabeza con un algodón.

 

[5] Para teñir el pelo se usa un cocimiento de cáscara de nuez cuando aún está verde en verano. Se quitan las canas la mar de bien.

 

[6] Los ojos se lavaban con agua y aguardiente, o aguardiente un poquito rebajado, aguao. Se daba con eso y al momento se quitaba la infección, tanto en los niños como en los mayores; era que se pegaban los ojos y dolía mucho.

 

[7] Lo mejor del mundo para la diarrea fuerte es la cebá que le echan a los caballos, verde, sin tostar. Se hierve y se toma ese agua con sacarina, no con azúcar. Mi Manuel casi se me muere cuando chico por causa del azúcar. Le entraron a mi niño unas diarreas infecciosas y los médicos le mandaban las medicinas a base de suero y el niño cada vez peor. Entonces había aquí un practicante ya mayor y le dije que iba a llevarlo a Huelva, que tenía un año y se me moría. Y dice él: «¿Tú lo quieres curar al estilo de pueblo?. Pues no le des ninguna medicina; las tiras. Hiérvele una poca de cebá verde y le echas una sacarina». Mire, con dos tacitas se le cortó. La cebá es el desinfectante más grande que hay.

 

[8] Los repiones de jara hervidos valen para la diarrea.

 

[9] La miel era buena para todo; si tenías pupillas o llagas en la boca, una cucharadita de miel las castraba.

 

[10] Las boqueras se quitaban frotándoles una llave de hierro por la mañana en ayunas. Cualquier llave.

 

[11] El dolor de muelas se iba de veinte mil maneras. Si la picadura era grande, se metía en ella un clavo de olor, de los de cocinar, de especia, o una mijilla de picadura de tabaco, o una jilá mojada en colonia, o mojaíta en yodo.

 

[12] También desaparecía el dolor de muelas con la flor del lobo, que tiene un botoncito y cuatro hojas grandes; se deshoja pronto; se cocían en agua bolitas nones, nunca pares; no sé por qué era así, pero así era.

 

[13] Para los flemones se daban buchás de malvavisco hervido calentito con tal de que aquello saliera a flote y reventara.

 

[14] Cuando uno se relajaba un pie o daba un recalcón que sufría al andar, se ponía manrrubio, o marrubio. La hoja se machacaba con sal en el mortero y se emplastaba con una venda encima. Lo más eficaz que he visto.

 

[15] Era muy bueno para lo mismo un cacho de hoja de pita, la del pitaco, o pirulito, con un buen manojo de retama, que se parece a la acendaja. Se hervían las dos plantas y en el agua calentita se metía el pie. Con dos veces se le curaba el dolor o lo que tuviera.

 

[16] Cuando los niños se herniaban, había aquí una mujer que los vendaba con una faja que le decía de los siete nudos. La mujer murió hace tiempo; era Josefa la del Coto, que tenía muchos niños que quebraban de tanto llorar. Una vecina de Aracena la enseñó a curar la hernia. Al bañar al niño le ponía esa faja y la hernia bajaba por día, hasta que se iba del todo. Tardaba a veces un mes, pero sanaba. La faja era de seis dedos de ancha y la tenían las madres en las casas.

 

[17] En Linares de la Sierra se pasaba al niño herniado a través del mimbre. Lo hacía una mujer, Emilia la de Linares. Decía ella que pasaba al niño por una vareta. En Santa Ana la Real se curaba la hernia pasando al niño bajo el arco formado con una mimbrera sobre un arroyo (16).

 

[18] Cuando alguien se hacía un degince le vendaban con un paño mojado en clara de huevo, que cuando se secaba parecía yeso.

 

[19] Para las almorranas aún se cuecen castañas indianas y el agua se echa en la escupidera para que el enfermo se ponga a tomar los vapores.

 

[20] Para lo mismo hay quien lleva una castaña de Indias en el bolsillo porque dice que así se le alivia el dolor.

 

[21] Cuando a un niño le dolía el vientre traían a las mellizas para que una de ellas le diera una friega con un poco de aceite. Si era niña tenían que traer mellizos.

[22] Si los niños tenían empacho y se les soltaba el vientre se les daba un espurreo de aguardiente, una buchá. Cualquiera podía hacerlo, aunque solía ser la madre.

 

[23] Las sanguijuelas se han usado para las sangrías. Un hombre se cayó de un castaño, se dio un golpe muy grande y trajeron sanguijuelas para que le chuparan la sangre mala.

 

[24] Para el corazón se usó tomar una taza de digitalini cocida; la planta es una cosa así como unas trompetas que salen por mayo; le dicen alcahueta de las cerezas porque cuando va a haber cerezas salen ellas antes.

 

[25] De la tensión se sabía poco. Quien tenía un mareo se decía que le había dado un aire, un mal aire, una congestión. Era fatal y se solía esperar a ver.

 

[26] Para el azúcar en la sangre se tomaban unas ramitas de perejil.

 

[27] Aquí hay una mujer que se llama Magdalena, que para los dolores en los huesos dislocados pone un puchero de barro a hervir y cuando está hirviendo lo planta bocabajo en una palangana y se comprende que por el calor el agua se recoge en el barro y no se derrama. Así lo cura. Ella reza una oración mientras está en la faena, pero yo no la sé.

 

[28] Para los catarros se tomaba la flor de la jara hervida con miel.

 

[29] El orégano, el poleo, la hierbaluisa, la tila, juntas en una tacita de flores rebujadas eran cosa buena contra todo lo que fuera tos y catarro.

 

[30] Los higos pasados secos se cocían con vino y se tomaba el caldo contra el resfriado.

 

[31] El vaho de eucalipto se usaba contra los resfriados. Lo ponían a cocer y cuando hervía tapaban al enfermo con una manta para que respirara aquello.

 

[32] La pulmonía la curaban antiguamente con unos cáusticos. Se trataba de una cataplasma en el pecho y en el costado. Era una mujer que se dedicaba a ello. También se ponía una rodilla o rodela de trapo manchada en aceite caliente en el costado. Era bueno para los dolores. Antes, el dolor de costado era señal de pulmonía. Y fatal.

 

[33] Para la piedra del riñón había la hierba rompepiedra, que se cría por las calles aparranaína entre las piedras cuando va a llegar la primavera. Se tomaban tazas del cocimiento.

 

[34] Para el cólico de riñón, de tanto dolor, se ponían bolsas de agua caliente en el sitio.

 

[35] Para la vejiga era buena la cerda del maíz, o sea, el pelo de la mazorca hervido.

 

[36] Para quitar las tercianas se pasaba a la gente por la mimbre en Linares de la Sierra, igual que con la hernia.

 

[37] Cuando se perdía algo se le rezaba a San Antonio:

 

San Antonio de Padua,

que en Padua naciste

y en Portugal aprendiste,

estando predicando

se te perdió el misal.

Antonio, Antonio,

lo que por ti será perdido

por ti será aparecido,

lo que por ti será olvidado

por ti será encontrado.

 

[38] Para las tormentas había un conjuro:

 

Santa Bárbara bendita

que en el cielo estás escrita

con papel y agua bendita

en el aro de la cruz.

 

[39] A las parturientas se les daba chocolate y una rebaná grande. Eso las ponía en pomporetas.

 

[40] Si una mujer no tenía leche para amamantar se le daba a beber carquesa hervida. Esto era magnífico para las personas y para los animales.

 

[41] Se creía que si el vientre estaba un poquillo picudo, sería niño, si se veía redondito, niña.

 

[42] Con el cuajo de chivo o el cardo en flor se hacía el queso. El cuajo era el estómago de un chivo matado que sólo hubiera comido la leche de la madre. Se raspaba una migina y con ello se cortaba la leche y se hacía el queso.

 

[43] La tila para los nervios.

[44] A la sarna le echaban azufre directamente. Se quemaban las pupas.

 

[45] Pedro el cabrero quitaba la gota, el reuma, a las cabras, haciéndoles un corte en la pezuña y se las estrujaba para que les saliera la sangre negra. Él se lo explicará mejor.

 

[46] A la ropa de los recién nacidos y a la de las madres no les podía dar el reflejo de la Luna porque se alunaban. A los chiquillos se les descontrolaba el cuerpo y a ellas se les ponían los pechos malos. Se les prendía una medallita de la Reina de los Ángeles como protección.

                                              

 

 

 

2

La segunda voz es la de Lorenza Pérez Sánchez, de edad aproximada a la de Ana, que vive en Fuenteheridos pero es de Los Marines. Dicen que tiene mano maestra para la cocina y que le gusta hablar de cosas de curar. El nieto, de 6 ó 7 años, se sienta a su lado e interviene para apuntalarle la memoria, como si el discurso de las hierbas fuera algo vivo en la casa y el chiquillo estuviera al queo.

 

[47] Del brótano hay dos, uno hembra y otro macho. El macho tiene desde la planta de una sola cabecilla, que se cocía y con eso se daba en el pelo.

 

[48] Los repiones de la jara son buenos para la diarrea. Hay que echar a cocer siempre nones.

 

[49] El orégano para la tos; yo lo pongo mezclado con menta y poleo.

 

[50] La hierba junciana es como la berza, aunque más parecida a la alfalfa; se cría en matojos grandes; cocida y puesta es buena contra las inflamaciones.

[51] El marrubio se seca, se muele y se amasa con vinagre como si fuera una torta y se pone como emplasto donde se tiene una la torcedura o un esguince. Se aprieta con un trapo, se tiene toda la noche y por la mañana ya no hay dolor.

 

[52] Para el empacho se cogía una hoja de col, se le quitaban las venas por el revés, se le ponía manteca de cerdo y se aplicaba en la barriga. La hoja se secaba rápido, y cuando al cabo se quitaba era como un papel de estraza. Dicen que el cuerpo se bebía aquello y se curaba.

 

[53] Para los vientres duros se le hacía a los niños un espurreo de aguardiente con la boca. Dicen que esa impresión en la barriga les daba alivio.

 

[54] Mi abuela tenía una cesta de más de arroba llena de flores de remedios. Mire, en el monte hay una que se llama murta. Pues las hojas van muy bien para el sudor de los pies. La secaban, la majaban y ese polvillo lo metían en los zapatos. Era bastante.

 

[55] Las boqueras se curaban con la llave de hierro o poniéndose en ellas un granito de sal.

 

[56] Para el dolor de muelas se tomaba tila porque se creía que era de nervios. O se ponía una jilá, que era una mijilla de algodón mojado en colonia metido dentro de la boca, si era posible, en la misma picadura.

 

[57] Para el dolor de muelas valía una buchá de aguardiente, o de vinagre retenido en el lado.

 

[58] Las hierbas curan más lento que la medicina, pero curan. Para los ojos vale la manzanilla, que se hace por la noche, se pone al recencio y se lavan por la mañana. Esto contra las infecciones esas que se quedan los ojos pegados.

 

[59] Contra los ojos malos y pegados se ha usado el árnica.

 

[60] El árnica para las hemorragias. En casa siempre había un brazao de árnica. Se cría en los alcornoques.

 

[61] La carquesa era buena para aumentar la leche de la madre.

 

[62] Si una gata de cría se comía un resto de comida que hubiera dejado una madre, a ésta se le retiraba la leche porque la gata se la llevaba. A mi me advirtieron.

 

[63] La luna llena pone a los niños malitos, lloran mucho; se dice que están alunados. Si se ve despacio, algo hay, porque en la luna llena los perros ladran mucho, los gatos andan revueltos. Pasa igual con los niños.

 

[64] La hierba de siete nudos sirve casi para todo, el corazón, los dolores de cabeza, la inflamación...

 

[65] La marioleta es para la fiebre de los resfriados.

 

[66] La hierba jarilla para los dolores de la boca.

 

[67] En las heridas se pone un emplasto de hierba jarilla.

 

[68] Contra el reuma se hace un cocimiento con hierbas de todas clases, pero de monte, por ejemplo, jara, tomillo, carquesa... se cuecen juntas y se toman tacitas durante días nones, las hierbas siempre se toman nones, yo no sé por qué.

 

[69] A mi abuela le dio una congestión y una entendida le dijo que cogiera todas estas hierbas del monte, las cociera en un caldero grande y la bañaran en ese agua. Le fue muy bien.

 

[70] Los restallones son buenos para el corazón. Se crían en los castaños. Son varas como de metro y cuarto. Al final echan unas campanitas por parejas, florecitas, y se toman solamente tres flores porque dicen que es muy fuerte.

 

[71] El gordolobo sirve para el corazón. Lo de las hierbas se va perdiendo. Ahora se cura con medicina, pero le voy a decir una cosa. A usted le dan algo de botica y lo mismo le cura esto que le perjudica en lo otro. Sin embargo, la hierba no perjudica en nada. Lo más que puede pasar es que no haga efecto.

 

[72] Para las almorranas se corta la raíz de una planta que ahora no me acuerdo, que se cría en todas partes, se trocea, se mete en una bolsita y se cuelga del cuello hasta que se le quiten. Mi marido la llevó un tiempo y hasta la fecha no ha vuelto a tenerlas.

 

[73] La castaña de Indias con un poquito de eucalipto es buena para las almorranas. Se hierve y se toman vapores.

 

[74] Las heridas sana con árnica seca y molida.

 

[75] Aquí, para una torcedura de hueso hacen una cosa con un puchero de barro. Lo llenan de agua y lo ponen al fuego. Cuando hierve lo colocan bocabajo sobre un plato. Se entiende que si tiene mucho daño, no se vacía, y si tiene poco, se va vaciando. La oración la sabe Dominga y la Paca. Tiene que hacerlo tres veces y se le quita lo que tenga.

 

[76] Los callos se quitaban majando un ajo y poniéndolo encima bien apretado con un trapo. Se tiraba del emplasto y salía el callo.

 

[77] Un ojo de gallo es como un callo. Pues le ponen media aspirina encima, se lía con un trapo y se cura de la noche a la mañana.

 

[78] Los dolores de costado suponían muchas veces una pulmonía y había una cosa llamada mostaza, que la he visto en granillo, parecida a la semilla de las coles. Se molía con vinagre y se ponía en emplasto con un trapo en el costado un día. Y luego se ponía otro hasta que se aliviara.

 

[79] Para los culebrones se usaba una masa de pólvora negra y vinagre. Se esparcía por el culebrón. Se quemaba así.

 

[80] El te amarillo subía el ánimo. A este te se le decía matulero. Siempre hubo muy poquino. En los Conejales había más. La planta es muy parecida a la del restallón, una hoja y la vara llena de flores, como la marioleta, ésta que la flor es amarilla, como los castilletes de los chochos bravos. Servía para estimular, quitar la tristeza. Mi madre lo tomaba migao. En vez de café, te. Era la flor en infusión.

 

[81] Los mellizos venían a refregar con aceite el vientre duro de las niñas. Si el enfermo era niño, tenían que ser mellizas.

 

[82] Un oído que doliera se aliviaba echando dentro unas gotas de leche de una madre que estuviera criando una niña, no un niño.

 

[83] Los dolores de cabeza se quitaban con unas tajadas de papa amarradas con un trapo en la frente, y también con un paño empapado en vinagre en la nuca.

 

[84] Las parturientas tomaban canela, tazas de canela, porque daba mucha fuerza. Canela en rama hervida. Cuando había una parturienta que llevaba muchos días, se le daba.

 

[85] En las muelas hay quien se ha metido un clavo de los de cocinar para quitarse el dolor.

 

[86] Para el insomnio, que la gente no duerme, hay una cosa que se llama borraja, de flores violetas, que son muy buenas para dormir y descansar. Se toma en infusión.

 

[87] Un sedante muy bueno para los nervios es la tila.

 

[88] La malva era para las almorranas, los dolores de huesos y para el resfriado. Cuando se tenían varias cosas lo normal era que se hiciera una infusión que le llamaban una liga, un rebujillo de varias hierbas y ya cada una iba a lo suyo dentro del cuerpo.

 

[89] Los granos se reventaban con sanalotó, que tiene una pelusilla y es una hoja larga y redonda. Le pone usted encima el sanalotó al grano y abre. El sanalotó se pela por el revés de la hoja y se coloca directamente con un trapito.

 

[90] Se revientan los granos con un trozo de tomate o de tocino de cerdo. Si es grande, se cuecen unas malvas, no tiene que ser la flor, sino el matojo entero; se escurre, se unta de manteca de cerdo hasta hacer un emplasto y se pone encima de lo malo. Si no a la primera, a la segunda, lo que sea, revienta. La malva es bajita pero cuando espiga se hace grandota.

 

[91] El ajo crudo va muy bien para el reuma. Hay quien se come un ajo crudo cada día.

 

[92] En la garganta apretada se ponía juncia de gallina. ¿Sabe lo que es?. Cuando se abre la gallina tiene abajo dos pellas de grasa amarilla. Eso era la juncia.

 

[93] La hoja del castaño era para teñir el pelo. Y la cáscara y la hoja de la nuez. Si usted quiere teñir un hilo, entonces se cuece una hierba del color del hilo, si es verde, verde, si es marrón, hojas secas. Se hierve el hilo dentro y se saca el color.

 

[94] Un hechizo es una superstición. En mi pueblo hubo cinco o seis personas que veían cosas raras y padecían dolores y parecía que se iban a morir. Decían que era un hechizo. Y ellos iban a curarse a una hechicera que había en Nerva.

 

[95] El mal de ojo se hace directo, con la vista, a seres más débiles. Dicen que existía, pero yo no lo he visto.

 

[96] El paludismo se curaba yendo una mañana al ser el día, sin salir el sol ni volverse de espaldas, a tirar un puñado de sal en contra de la corriente del río. Y había que volver al pueblo sin mirar el agua.

 

[97] Al que tenía la tiricia se le llevaba a ver correr el agua y el río arrastraba el mal.

 

[98] Las tercianas salían del cuerpo con la hierba hiel de la tierra. Una hierba muy bonita, florece en la primavera. Tiene las flores rosa. En infusión.

 

[99] Las manchas de la cara se quitaban con la hierba sanjuanera. Florece por San Juan. Se cogía la víspera, se echaba en remojo, se dejaba al recencio y antes de salir el sol se colaba el agua y con eso se untaba la cara y se quedaba la mar de bonita. Es una mata muy frondosa y en la punta echa un cogollo de flores menuditas, amarillas. En otoño están marrones.

 

[100] La noche de San Juan se cogían tres cardos borriqueros que se turraban un poco y se ponían en agua. Cada uno llevaba el nombre de un hombre que a la mujer le gustara. Y entonces, uno de aquellos florecía, o los tres, y por eso se sacaba quien quería a la muchacha. Si eran los tres, pues los tres iban detrás de una y se podía escoger. Lo malo era cuando no florecía ninguno.

 

[101] Para la tos, el orégano seco en infusión. Con tres o cuatro tazas, vale.

 

[102] También sirve la flor del jaramago blanco, que es planta corriente; no el de los cementerios, que es el jaramago bravo, con un verde distinto.

 

[103] El dolor de la péndice era el cólico miserere. Pater Noster.  

 

[104] El dolor de riñón era un cólico pelao. A esperar a lo que Dios dispusiera.

 

[105] En la noche de San Juan rozaban los muchachos las plantas, las macetas de la vecindad y le ponían a las novias ramos de flores. Rozando es rozar, de hacer la roza. De cortar. La gente metía en las casas las macetas esa noche para evitar la roza.

 

[106] En mi pueblo, la víspera del Corpus se pone un chopo, y le dicen el Día del chopo. Por San Juan se quitaba el chopo y se ponía un guindo, con sus guindas pertenecientes, y entonces también rozaban macetas y le colgaban las flores al guindo. Yo no sé lo que significaba, pero así se hacía. Era como una costumbre.

 

[107] A las mujeres que curaban las hernias de los niños no les decían un nombre especial. Lo hacían porque tenían gracia. Les ponían una faja y unas monedas para que apretaran.

 

[108] En los chichones igual: monedas apretadas con un trapo.

 

[109] Para bajar los chichones se untaba manteca de cerdo y se apretaba la parte con un trapo.

 

[110] (Le digo que en Asturias vi unos sombreretes que se criaban en las paredes y que si se frotaba con ellos una verruguilla de la mano, se quitaba). Lorenza los llama colecitas y aquí sirve para lo mismo.

 

[111] Otra planta del campo se llama leche interna; se derrama el jugo sobre la verruga y se quita. Es como la flor de la hortensia.

 

[112] También sirve para la verruga la leche de higuera.

 

[113] Hay unas lagartas en los cerezos que son grandes (señala unos 8 centímetros) con unas patitas como si llevaran zapatos; por donde pasan dejan un rastro de erupciones, si es por la piel de alguien. La lagarta de los pinos es chiquitita y negra y también es mala para la piel. Conforme pasa deja la piel con la marca, un escozor que puede aliviarse con aceite.

 

[114] La ortiga, que también llaman magarza, si te roza te pica; son las agujillas que se van quedando. Entonces se moja un paño en aceite y se pasa por encima. Se quita el escozor.

 

[115] Las sanguijuelas se cogían en los charcos y se las ponían a las personas para sacarles la sangre mala. El animal es como un papel de seda y se transparenta cuando se moja, que si bebe usted de un pozo no se da cuenta y se cuela con el agua. Entonces se pega a la garganta y empieza a chupar la sangre hasta que se llena tanto que explota como un globo y parece que es la persona la que sangra. Una hemorragia falsa.

 

[116] Se hacían sangrías a los guarros. Si se les veía malos, o tristes, se les rajaba la oreja de manera que soltara sangre por ella y se mejoraban.

 

[117] Eran otros tiempos. Cuando se hacía una matanza, a renglón seguido de matar el cochino, nos poníamos a hacer las migas de invierno, fuera con papas fritas o cocidas, y con pan y un chorreoncito de mosto. Fritas las papas, se quitaba el aceite y se ponía mucho ajo, y sardinas embarricás. Al día siguiente se hacían las morcillas de macho, que aquí se llaman morcillas tontas; y se plantaba al fuego el cocido con esas morcillas o chorizos de macho, que eso hay que hacerlo y jerventarlo; y jamón, y tocino, y comía toda la gente. No es la memoria lo que deja atrás las cosas, sino los años que hace que estas cosas no se hacen.

 

 

 

 

 

3

Hablo con Magdalena González García, de 75 años, que compone tendones torcidos mediante el ritual, ya citado por Ana y por Lorenza, en el que intervienen un puchero de barro, agua, un plato, una cruz encima del tiesto (puede hacerse con dos palillos mondadientes), una aguja con hilo enhebrado y un rezo. Ella lo aprendió de su abuela y ahora se lo ha enseñado a su hija para que siga con lo mismo. Como la explicación del proceso para quitar los tendones torcidos me llegó en distintas versiones se me quedó algo confusa, ella acepta hacerlo en mi presencia, aunque no haya enfermo, para que me dé cuenta de cómo es.

[118] Calienta agua en un pote de barro; cuando hierve la vuelca sobre un plato llano y pone el pote caliente encima, pero bocabajo, y sobre él, la cruz hecha con palillos. Los presentes vemos cómo el agua vuelve a subir al pote poco a poco mientras ella cose con aguja e hilo sobre su ropa y reza esto:

 

Coso, qué coso,

miembro tortoso,

cuerda torcía;

miembro que te saliste,

cuerda que te saliste,

vuélvete a meter en el sitio

donde estuviste.

 

Repite el rezo mientras el agua sube desde el plato al pote de barro. Si no sube es que no es tendón torcido. Si se tiene, se quita así, ya sea del cuello, del brazo, de la muñeca o del tobillo. Y no hace falta que venga el enfermo todos los días. Lo del puchero de barro se puede hacer estando el enfermo ausente. Basta con decir que va por su salud. Añade Magdalena que esto no es cosa de brujería ni na. Lo puede hacer cualquiera que lo sepa hacer, claro.

 

 

4

Pedro Luis Carballo Bomba, Pedro, cabrero, de 73 años, está sentado en su solana con tres jaulas de canarios albinos recibiendo el sol de otoño. Le digo que él sabe y yo no sé, por lo que debe volcar su memoria en la mía. A partir de ahí el discurso sale casi sin interrupciones por mi parte, si no es para espantar alguna mosca o enderezar la charla cuando, como dice Joaquín Díaz: se va por los cerros de Úbeda.

 

[119] He tenido ganado toda mi vida. Mi padre trajo un golpe de cabras cuando yo tenía cuatro años y desde entonces he curado muchas. Me pasa que ahora, cuando yo me veo algo que se le parece, me curó igual. Tengo una alergia a los olores, y hace ya un montón de tiempo que no puedo comerme un puchero de garbanzos, ni unas papas fritas, ni un chorizo, ni na.

-¿Y eso cómo se cura? -intento la encuesta.

-¡Qué sé yo!. Lo mejor es huir para no oler. Sufrimiento por una cosa y sufrimiento por otra es mucho sufrimiento ¿sabe usted?. Ea.

 

[120] Yo le curaba los ojos a las cabras con sal y nunca entuertó ninguna; ahora que tengo yo los ojos malos me los curo lo mismo que curaba a las cabras. A ellas les echaba sal virgen machacada; me ponía al animal entre las piernas y allá que le curaba los ojos. Era cuando les entraba una raspa, que es la pajilla de una mata del campo que se clava dentro, y con la navaja o con los dedos la sacaba. Luego se le ponía el ojo blanco, que era cuando yo usaba la sal virgen, hasta que poco a poco volvía a su ser. Yo tengo los ojos malos no sé de qué. El médico me mandó unas medicinas y me daban unos picores como si tuviera un cesto de pulgas dentro. Así que yo me los siento mejor desde que me los lavo con agua con sal. Ya no me pican.

 

[121] A las cabras les curaba la gota. Cuando las veía cojas les cortaba una raspa de la pezuña hasta que sangraban. Les salía la sangre negra conforme apretaba. Se purgaban y ya salían adelante.

 

[122] Les sanaba los ubreros, que era cuando se les ponían las tetas malas con unos bultos mortales. Se les secaba la teta y la leche no salía bien. Se corrompía dentro. Las curaba con baños de agua fría en las ubres y jabón verde.

 

[123] Si le salen peras a las cabras se les pone el pezuño hinchado. Yo le descubría el bulto con la navaja hasta que le salía una presa viciosa, como carne viva, y entonces le echaba sulfato del de las parras, ¿de cobre le dicen?; es azul. Lo machacaba y se lo emplastaba en el sitio.

 

[124] La escarfia le sale a las cabras y a las bestias en los pezuños. Es una grietecilla de abajo; es un dañillo y por ahí sale la lacra. Se recorta hasta la sangre, se le estripa y echan una cosa como arena; esa es la escarfia, el mal. Esto en las cabras, en los mulos, en los burros y en los caballos.

 

[125] Cuando una cabra tiene pulmonía y se ahoga al subir una cuesta, le hago un corte en la oreja para que sangre un poco y luego le paro la hemorragia de este modo: cojo torvisca y trenzo unas cuerdas; busco rubira, una hierba que se cría entre los jarales; donde haya maleza, allí la hay; tiene las hojas como las del olivo. Entonces machaco unas hojas y se las pongo a la cabra como un emplasto amarrado con la torvisca. Así le corto la sangre y la curo. Esto lo mismo para las cabras que para las personas. Un guarda que estaba aquí, de Castaño de Robledo (18), vino un día con una herida; mientras segaba cebá se había pasado la palma de la mano con la hoz. Cogí rubiera (tanto dice rubira como rubiera), la machaqué con el garrote y se la puse bien fuerte amarrada con el pañuelo. Se curó. Mi hijo, igual. Tiró una piedra a un castaño y cuando bajó le rajó la cabeza. Con rubira machacada lo curé. Santa medicina.

 

[126] La paletosa es una hierba muy buena para el estómago. Hay que cocerla como si fuera un té.

 

[127] La flor de lobo para los resfriados. Tiene unas bolitas, se limpian y se cuelan por la boca con un poco de agua. Les llamamos píldoras.

 

[128] El brótano macho se seca a la sombra, se cuece en agua y se lava uno la cabeza. Así se conserva el pelo que se tiene.

 

[129] La hierba jarilla es buena para los resfriados. Se hace una cocción y se toma. Cuando las bestias tienen algo en el estómago se les da a beber.

 

[130] Para quitar un lacre, una postilla de una herida, es buena la hierba jarilla. Se cuece y se lava lo malo.

 

[131] La manzanilla agria es para el estómago. Sin azúcar.

 

[132] Ya tiene uno una edad en la que conoce a más gente muerta que viva. Para el culebrón había una mujer en Alájar, que me recomendó para mi mujer a otra de Almonaster, que curaba el culebrón con tinta de escribir, untando la tinta encima. Oye, pues se le quitó con eso.

 

[133] Para las quemaduras también se usaba la tinta.

 

[134] Cuando se le rompía un hueso a una cabra se le ponía un entablillado con una cáscara de árbol, de castaño, de chopo o del que hubiera; y entremedio un emplasto de jara cervuna machacada. Luego se apretaba con una cuerda y a los diez días se curaba. Durante este tiempo era bueno echarle agua fría.

 

[135] El palo sanguino se pela, se machaca, se cuece y se chupa para adelgazar. Es del monte, se cría en los jarales.

 

[136] Curé una cabra que tenía una hernia de un cornazo que le dio otra. La vi que no podía andar y la amarré, le abrí la barriga con mucho cuidado, desollando, le metí las tripas, la cerré por dentro y por fuera y sanó que parecía nueva. La cosí con seda y le eché alcohol. Se me derramó un vaso de vino y lo primero que hizo la cabra fue bebérselo. Lo di por bueno, porque, aunque a mi nunca se me derramó un vaso de vino ni se me cayó una mosca dentro, vaya, a lo mejor el animalito lo necesitaba más que yo en ese momento.

                                              

 

 

 

 

 

                                                                 

II. LAS VOCES DE LA PLAZA

 

...nunca he visto

otra plaza tan risueña

ni todo un mundo encerrado

en cuatro palmos de tierra.

 

JOSÉ MANUEL DE LARA

                  

 

 

Me siento en la plaza-mar de Fuenteheridos a escuchar. Mar, porque todas las calles lievan su corriente a ella, cuyo rumor de agua es constante: doce chorros que no cesan de manar. Bajo los gigantescos castaños de Indias que dan sereno cobijo, dejo que las voces broten desde todos los ángulos, se mezclen, tomen rango. Poco hablador, de buen oído, después de tantas recetas curativas en las casas, sigo esa senda anotando en el cuaderno a salto de mata, sin preguntar nada, sin entrar en lo que se dice si no es para enderezar el paso que pretendía tomar rumbo incierto.

 

[137] La manzana era una fruta roja de agosto y el pero más de septiembre. En ayunas hacen buen estómago. Son la misma cosa, una tempranera y otro más tardío. En el Seminario de Huelva hay un perero que le llaman Miguelito, porque uno de aquí que se llama Miguel, que estuvo allí de ordenanza, se llevó un plantón y lo puso.

 

[138] El tronco del castaño cría alrededor unas barbas, como un mujo, que se las lleva la gente para adornar los belenes. Este campo sería todo de roble en su tiempo. Basta que se deje un terreno sin labrar para que venga el roble a ocuparlo. Y la cornicabra. Nada más salir del pueblo se encuentran tres variedades de roble, entre ellas, el quejigo. Al roble se le castigó mucho para recoger más castañas, siendo el roble propio de aquí y el castaño no. Antes del castaño igual lo eran el pino que el roble.

 

[139] Sobre el origen de estos castaños... para mí que vienen de muy lejos, del Irán por ahí, o más allá. Mi abuelo me contaba cuando tenía ochenta años y yo doce, que él y sus hermanos iban a sembrar castaños. La madre cocía un cántaro de castañas avellanás para la comida. Ahora soy yo el que va para los ochenta. Hasta que un día los hermanos dijeron que no sembraban más castaños y se fueron a América. La castaña avellaná es la que se mete en un zarzo para darle calor y luego se le quita la cáscara. Es la castaña pilonga. Ya que se le consume el agua se queda dura. Está muy rica con un poquito de canela y matalahuga. Aquí se hacían potajes riquísimos. En una época era la comida de cada día.

 

[140] Si un castaño nace en una linde cada dueño apaña las ramas que caen en su parte. La castaña de Indias se lleva en el bolsillo para las almorranas. Y la bravía. Contra más picos tenga, mejor. Eso se hace en El Castañuelo, en Aracena y aquí.

 

[141] La castaña bravía es la del árbol que sale solitario en las lindes, que parece no tener amo. Es mejor que la de Indias. Un muchacho que se llama Manuel tenía almorranas y no mejoraba con nada. Un lotero le dio una bravía, se la metió en el bolsillo y a las vein­ticuatro horas le vino la calma hasta la fecha.

 

[142] También vale tomar de desayuno una infusión de bolitas de jara.

 

[143] Si con las almorranas salen manchas en la cara, se va a una fuente que hay en Cortegana, se cogen los limos, la nata del agua, se hierven, se dejan al relente y luego se ponen en el sitio. El alivio es sobre la marcha.

 

[144] En La Granada usaban para eso la paletosa.

 

[145] Cuando nos reuníamos la familia en el invierno alrededor de la candela, había quien echaba esas castañas que tienen forma de perita chica, para que se fueran secando, y si a alguna no se le cortaba el pico, explotaba y daba unos sustos hasta de correr...

 

[146] A los niños con tos ferina se les llevaba a que vieran correr el agua de un arroyo. Aquí se recuerda de cuando iban con el enfermo a la lieva del antiguo lavadero.

 

[147] En Calañas usan para que funcione bien el riñón una hierba que le dicen cascais. Es de color ceniza. Mi padre la secaba y le servía para yesca del mechero. En Calañas siempre hubo gente que curaba... Paco, para cosas de músculos, o Enriqueta, que se valía de una caña, o Victoria. En muchos pueblos se recuerdan nombres de curanderos, El Cerro, La Zarza, Santa Bárbara. Muy nombrados son Juan el Paymoguero, el Niño Sabio, en El Granado, y Antonio, en San Silvestre. Por aquí era muy concocida Rosa la de la Corte, que abría granos como latas.

 

[148] Yo soy de San Bartolomé, y cuando siento hablar del riñón me acuerdo que allí decimos el mal del cuadrí, porque antes la gente padecía mucho de esa parte por traer el agua en cántaros apoyados en la cadera: Se echó el tiesto al cuadrí.

 

[149] La orina y la saliva limpian las heridas y cortan la sangre si se está en ayunas.

 

[150] La orina de niño frotada en las grietas que produce el exzemas ayuda a su curación. En Huelva lo he visto yo en un patio de la Plaza de la Merced. Para las grietas hay muchos remedios... lavárselas con aceite virgen de oliva y azúcar, o con salvado.

 

[151] Esto de las curaciones tiene su misterio, aunque no se tenga creencia. Yo sé el caso de una muchacha que se llama Amparo, en Huelva, que dicen que tiene poderes heredados de la madre. Una vez fue una mujer a decirle que su hijo tenía los ojos amarillos. Ella dijo que era tiricia y lo puso a orinar en una fregona nueva. Luego pidió a la madre que metiera entre las tiras migajones de pan para que chuparan aquello y que saliera a la calle, buscara un perro para que se comiera el pan, con lo que el niño sanaría. Se curó. Parece ser que es por mediación de Santa Gema, de manera que cuando ella está curando, se mueve el cuadro de la santa que tiene en la sala. Un misterio.

 

[152] Unos rezos son secretos y otros no. Mi abuela, que era de Castillejos, decía éste cuando barruntaba tormenta:

 

San Bartolomé se levantó,

su pie derecho calzó,

con la Virgen se encontró.

-San Bartolomé, ¿dónde vas?.

-En busca de vos, Virgen, voy.

-San Bartolomé, vuélvete para atrás,

que no caerá piedra sobre tu tejado,

ni llorará el niño desamparado.

 

[153] Con las plantas se ha curado la gente desde siempre, y se sigue curando. Un hombre de Villalba, Pedro Espina, que por lo malo que se encontraba siempre decía: Tengo gusto a jarama­go, cantaba:

 

Una serrana en la Sierra

padecía de mal de amores,

como allí no había doctores,

ella sola se curaba

con la esencia de las flores.

 

[154] En Cala­bazares se han curado verrugas con el cardo de San Juan, y con un frote de tomate crudo, y con leche de higuera.

 

[155] La hierba sanalotó las achica o las quita. La simiente de hierba verrugue­ra las seca.

 

[156] Hay quien va a Villalba del Alcor a quitarse las verrugas. Fermina fue con 80 años. La curande­ra le cortó la verruga y le puso un parche de plata. Después le dijo que mojara el parche cada día con agua de malva y que cuando se le cayera, se secaría el muñoncillo. Así fue. Luego acudió al médico porque le entró miedo. Mariano contaba que el herrero de Villalba las curaba con una cataplas­ma que, al caerse, dejaba el agujero limpio. La hija del herrero heredó el don y lo mismo curaba con parches empapados en malva cocida para que la piel bebiera.

[157] Dicen que verrugas en la mano derecha anuncia riquezas. En Alosno dicen que salen por señalar las estrellas. Hay que decir en la noche de San Juan:

 

Verrugas tengo,

estrellitas vengo a contar

que me las quite ya.

 

[158] Poco bien que se cortan amarrándoles una cerda de caballo. Caen solas.

 

[159] Para las verrugas no sé, pero por los cortijos de la Chaparrera se usaba la argamula para las heridas.

 

         Éramos un grupo, luego un corro, ahora legión. Van y vienen. La plaza de Fuenteheridos se ha convertido -o ha vuelto a ser- en un foco de sabiduría popular. Estimulados unos por otros, todos intercambian fórmulas, recetas, elixires. Se puede apreciar que el manejo de plantas está más en manos de mujeres que de hombres. Es un gran tesoro oral que me sorprende, no sólo por lo amplio, sino por el desparpajo con que lo sacan de sus memorias, sus aplicaciones, las formas de hacer emplastos.

 

[160] Si nos ponemos a decir, hubo aquí en la Sierra uno que se tapaba las heridas con tierra del cementerio (20).

 

[161] Lo mismo en Calabazares que en Fuenteheridos o Almo­naster, de toda la vida se han curado heridas con la hierba sanalotó.

 

[162] ¿Y los huesos dislocados?. En La Granada de Riotinto buscaban un mellizo para que le refregara la mano por el sitio.

 

[163] Huesos y tendones. En Encinaso­la se curaba el mal de tendones de la misma manera que en Álora, de Málaga; para eso son pueblos hermanos con la Virgen de Flores por Patrona. En los dos se aliviaban torceduras, esguinces y huesos mal avenidos. Todo se hacía por la Gracia de Dios. Era que se cocía agua en un puchero, se volcaba el cacharro en un plato y se ponían unas tijeras abiertas encima, rezando unas oracio­nes secretas. Si el puchero chupaba el agua, el enfermo curaba, pero si la dejaba en el plato, hasta otra.

 

[164] Para los huesos torcidos había una mujer que los arreglaba con un ovillo de hilo y una aguja, como si cosiera. Decía:

 

Coso que coso

miembro tortoso

cuerda torcía

cuerda que te torciste

vuélvete a meter

al sitio donde estuviste.          

No sé qué coso

si cuerdas torcidas

o miembro miembroso.

 

[165] Yo que voy mucho a Villanueva de los Casti­llejos, sé que la señora Mariana lo hace allí. Lo llama membro torto, que más o menos es un esguinces, un hueso gualtrapeao, torcedu­ra de tendones o tortícolis. Reuma no. De verla me sé el rezo:

 

 Coso.

¿Qué coso?.

Carne quebrada,

membro torto;

membro torto a su lugar,

carne entorná.

Coso más bien

que la Virgen María.

La Virgen María

cose la carne;

yo coso por el boso,

y la Virgen María

cose mejor que yo coso.

Coso uno, dos,

tres, cuatro,

cin­co, seis, siete,

ocho y nueve.

 

[166] Para los calambres he visto hacer tres cruces sobre la parte dolorida con el dedo mojado en saliva.

 

[167] Lo más malo que yo he visto ha sido el culebro. Si la bicha junta el rabo con la boca muere el que lo tiene dentro. En Almonaster hay una mujer que lo cura.

 

[168] Hay sitios donde se les pega con un junco parío. Se desnu­da al enfermo y con lo que estaba clavado en la tierra, que es blanco, se le da en semejante parte buscando la cabeza del culebrón.

 

[169] En Fuenteheridos se usaba una amasijo de pólvora negra con vinagre. Olía fatal. Se echaba a lo largo del bicho para quemarlo.

 

[170] Y tinta de escribir. Una mujer hay en Almonaster que lo cura así y va mucha gente a verla.

 

[171] En Villalba sé yo por mi hermana que se curaba con una flor que le dicen cordial. Y en la Puebla lo mismo.

 

[172] En Cortegana ­se escribía al revés un Avemaría (21) para curarlo.

 

[173] En Paterna del Campo es muy renombrada la curande­ra Juana. Esta mujer señala el recorrido del bicho con puntitos de tinta china, luego le echa talco y en dos días se seca.

 

[174] Me han dicho que Maruja, de Jerez de la Frontera, pregunta el nombre al enfermo, lo sienta, hace en el aire unos signos con unas tijeras y dice unos rezos en los que nom­bra al paciente. En tres o cuatro veces así se va el mal. Un primo mío fue y al terminar el primer día ya le preguntó si sentía alivio. Mi primo dijo que no sabía si era por sugestión o por sus manos, la cosa es que entró con fuer­tes dolores y salió sin ninguno.

 

[175] Contra el dolor de muelas se lleva una cuerda con siete nudos. Si es de guitarra, mejor.

 

[176] A los dientes de leche infantiles que asoman de mala traza se les dice aquí que están enratonaos. Para arreglarlos se tira el primero que cae al tejado y se dice:

 

Dientecito, dientecito

te tiro al tejadito

para que me salgas

nuevecito.

           

[177] Los granos se han curado en otros sitios con enjundia de gallina.

 

[178] En toda la Sierra se aplica un gajo de haba partido por la mitad para que saque la raíz; y un tomate.

 

[179] Para los granos vale un cocimiento de jara cervuna, la paletosa y la sanalotó los revienta.

 

[180] Si los granos se resisten se lavan con agua de avena cocida; o se les pone una cataplasma hecha con sal, un huevo, aceite y azúcar.

 

         Se suman otras voces al corro. Se arrastran sillas. Flotan los ecos como si, de repente, se volviera a algo tan simple, y a la vez tan mágico, como hablar, comunicar lo que se sabe, traer a cuento lo que un día dijeron los mayores, orear la porción de pasado de cada cual. Inútil intentar poner nombre a las voces. Propias o añadidas, todas son de la Sierra, esa franja al norte de Huelva, hermana de la costa, el llano, el Condado, el Andévalo o la marisma. No hay en este foro improvisado en la plaza de Fuenteheridos ni grandes altavoces que importunen la charla, ni más ambición que ver pasar el tiempo mientras las memorias liberan sabiduría como un torrente de respuestas.

 

[181] Aparte de recomendar cebada fría y seca contra la fiebre producida por la erisipela, en Alosno se mete una cebolla almorrana (22) de marzo entre los colchones de la cama del paciente; a medida que ésta se seca la erisipela se va.

 

[182] A la cebolla almorrana sólo le rivaliza una cabeza de víbora macho, porque protege del mal. Se caza una, se decapita, se mete la cabeza en un escapula­rio o una bolsita y se cuelga del cuello del enfermo.

 

[183] Hay quien mete una lagartija viva en un alfiletero y conforme se muere se cura el mal.

 

[184] En la aldea de Castañuelo se ha considerado buena desde siempre la castaña bravía para curar la erisipela. Llevada en el bolsillo la evita.

 

[185] Se cura pintando la piel con sangre de gallina negra, quedando la persona inmune a partir de ahí, caso de que la enfermedad la hubie­ra cogido por prime­ra vez. También en las aldeas de Aracena.

 

[186] En algunos pueblos se usa el moco del caracol, o secreción de las babosas, o cataplasmas de hojas de valeriana machacadas con vinagre puro, o un emplaste de verbena; o se espolvorea la parte afec­tada con harina de habas.

 

[187] Las flores de saúco se echan a la lumbre, se ponen en un paño y sirven para aliviar las inflamaciones; huelen a bueno. La erisipe­la también cae con esto. En El Cerro y en Alosno se bebía el saúco para curarla.

 

[188] Los que se escuecen es porque los cogió la Luna; les salen puntitos en la piel y les sube la fiebre. Hay que tener cuidado, porque si la luna da en la ropa de los niños, se les pone el cuerpo en carne viva. Hay que volverla a lavar y solearla. Es bueno darles con la telilla que traen por dentro los huevos de gallina.

 

[189] ¿Sabes lo que es bueno para abrirles el apetito?. El regaliz, el citrato.

 

[190] Yo he escuchado a uno que para eso le daban a los niños carne de mochuelo. Pero no caigo ahora en qué pueblo.

 

[191] Tanto en Bonares como en Villanueva de los Castillejos, se dice para quitar el hipo:

 

Hipo tengo,

a mi amor se lo encomiendo,

si me quiere bien,

que se quede con él

y si me quiere mal,

que lo eche p'atrás.

 

[192] Una muchacha de El Cerro tenía el niño empachado, o empochado, le puso unos días cataplasmas de apio, hierbabuena y cebolla majada en crudo con un poco de vinagre y como nuevo.

 

[193] Contra males de estómago se hervía cal y se daba al enfermo un poco de la nata que quedaba a flote. Las aguas del hierro también se usaron; aunque feas y amargas, daban alivio.

 

[194] Cualquier fiebre se trataba de la misma forma. Por ejemplo, yendo de espaldas, sin volverse, a tirar un puñado de sal en contra de una corriente de agua. Luego había que regresar al pueblo sin mirar el agua.   

 

[195] Para quitar las tercianas se pasaba a la gente por la mimbre en Linares de la Sierra, la noche de san Juan, igual que se hacía con los niños herniados. Las tercianas salían del cuerpo también con la hierba hiel de la tierra. Una hierba muy bonita, florece en la primavera. Tiene las flores rosa. En infusión.

 

[196] Lo de pasar a través de un aro con mimbres servía igual contra las tercianas. Y también pasando junto a un pozo, por el que no deberían pasar más, en el que echaban un puñado de sal.

 

[197] Yo sé que en la Puebla, para las fiebres de la luna, la gente usaba la Cruz de Caravaca, un amuleto. Y en el Alosno las tercianas se curan yendo unas personas encargadas por el enfermo a una encrucijada de caminos, antes de salir el sol; allí cortan una vara de jara y la llevan detrás. Sin quitarla del sitio hacen tres cruces y dicen:

 

Dios te salve, cruz del camino.

Aquí vengo a dejarte las calenturas de...

Aquel si, aquí no

pues allí la dejo yo.

 

[198] El paludismo, las tercianas, las cuartanas, todo esto venía a ser lo mismo, o se creía así. Se usaban compresas en la frente empapadas en agua helada y vinagre, y de aguardiente. En Encinasola iba al campo al alba un pariente, cortaba una vara de adelfa, tiraba un puñado de sal y decía:

 

Tercianas son

cuartanas son

aquí te las dejo

quédate con Dios.

 

El que cogiera la vara pillaba las fiebres.

 

[199] En Nerva he visto yo, contra el dolor de garganta, meterse el pulgar en la boca, con el hueso hacia dentro, y apretarlo con los dientes. No sé yo si eso... lo que yo hago es lavármelas con aceite virgen.

 

[200] Se usan todavía las barbas hervidas de la mazorca de maíz para mear claro y mucho.

 

[201] Cuando había sarampión se enrollaba a los niños en trapos colorados y se ponía a las bombillas papeles de color. Nunca he sabido por qué, pero en mi casa lo hicieron. Era yo así.

 

[202] Eso era para que le brotara enseguida, porque lo rojo atrae al sarampión. Eso dicen.

 

[203] La sarna se ha tratado con azufre.

 

[204] Aquí se ha usado la sal como curadora de los sabañones. Pero aquello tenía su gracia. El que los tenía, llamaba a la casa del vecino y cuando el dueño abría la puerta le echaban un puñado de sal encima y salían de estampida. Decía el tal: «¡Sabañones te traigo!». Esto era por la parte de Fuenteheridos. En Jabugo, Almonaster, Cortegana o El Repilado se los restregaban con un ajo limpio.

 

[205] En Las Chinas, aldea serrana, se cocía un pimpollo de jara y el aceite que soltaba los curaba.

 

[206] Para evitar las ampollas de las quemaduras se ha usado el aceite solo o con polvos de arroz, bicarbonato y algo de manteca para hacer el emplasto. Ya dice el refrán que Aceite de oliva todo mal quita; y otro: Quien tiene salvia en su huerta, buen remedio tiene cerca.

 

[207] Para prevenir los catarros se bebían los jugos de las lechugas y un cocimiento de higos con un chorreón de aguardiente. Aquí en Fuenteheridos he tomado yo la flor de la jara hervida con miel.

 

[208] El orégano, el poleo, la hierbaluisa, la tila, juntas en una tacita de flores rebujadas eran cosa santa. Los higos pasados secos se cocían con vino y se tomaba el caldo. Las hojas de eucalipto se ponía a cocer y cuando hervía tapaban al enfermo con una manta para que respirara el vaho. Una planta que lo mismo cura la melan­colía que un catarro es la mandrágora (24). Dicen muchas cosas de ella. Hasta que es afro­di­siaca.

 

[209] Una sopa de ajo recompone el cuerpo después de una enfermedad. Es bueno para el resfriado, la gripe, la resaca, las indigestiones y para todo.

 

[210] En Fuenteheridos la pulmonía la curaban antiguamente con unos cáusticos. Se trataba de una cataplasma en el pecho y en el costado. También se le ponían pieles de oveja y de cabra.

 

[211] Para quitar el ruido del oído se hace un cucuru­cho de papel de estraza, se mete en la oreja el pico y se enciende por la parte ancha, o sea, por el otro extre­mo. Se deja que arda en tanto se aguante. Así se calman las molestias. En El Granado lo hacía una tal Genara. Ella le untaba aceite en los bordes de la parte ancha. Decía esta mujer que el ruido era el mismo que la perso­na tenía dentro. Ponía a la persona de costado y así terminaba la operación. Los ruidos eran buenos o malos según el oído, derecho o izquierdo.

 

[212] Aquí cuando a uno le quedaba la cara torcida por congestión decían que le había dado un mal aire. Se ponían rodajas de papas en la cabeza, pero tenía mal arreglo.

 

[213] Cuando una persona tiene una insolación (25) se le quita con un vaso de agua tapado con un papel y volcado sobre la cabeza. Si se ven burbujas, es el sol que sale.

 

[214] Contra dolores de cabeza se empapa un trapo en vinagre, o agua helada, o café, y se pone; o rodajas de patata, pepino o calabaza. Mi abuela Carmen se ponía en las sienes monedas de cobre.

 

Se acaba el día. Se secan las gargantas. Se bebe. Se para. Se pregunta por fulano que se fue, por sutano que no vino. Se busca al niño perdido... Bien dicen en Alosno que «silencios largos y templaeros de guitarra dieron al traste con muchas reuniones».

        

                           

 

 

                           

                           

III. LAS VOCES DEL CAMINO

 

Hoy te escribo en mi celda de viajero,

a la hora de una cita imaginaria.

 

ANTONIO MACHADO

 


Emiliano y Francisco están a lo suyo en el campo. Los saludo desde lejos. Me dicen que entre en el cercado y que cierre la cancela para que no se salga un asno, al que le dicen el perro...

-...y un potro, que ya se está acostumbrando a que lo monte el zagal; más bueno no puede ser. Es terco porque se viene a la paja del burro y de poco sirve la traba. Luego quita el alambre, yo estoy en que el potro está encerrado y ya ve.

Marcelino trae en la mano una rama y una hoja con una especie de hongo blanquecino pegado.

 

[215] -Es un simbúscalo -dice.

Le pregunto por qué se llama así.

-Porque se encuentra sin buscarlo. Lo traigo para que lo vea y sepa que sirve para quitar los dolores de muelas; basta con guardarlo en el bolsillo.

-Parece un bicho, o una oruga...

-Sea lo que sea se agarra a la planta, a las piedras, a un palo... Lo mismo que el capullo de las mariposas o las teresitas.

No conocía a ninguno de los dos y el encuentro casual ha roto bien. Hable el que hable, el otro apostilla, asiente. Nunca va en contra su palabra. Al rato de estar con ellos llamo Emiliano a Francisco y Francisco a Emiliano. Son como un ser único salido del bosque de castaños que se ha dividido para contarme cosas. De todas formas, el dato es el dato:

-Ustedes son hermanos, ¿no? -me interno un poco más.

-Los dos, uno de otro -me estrechan la mano.

Son enjutos, secos, diría, pero fuertes y vitales como para pensarlos en los cincuenta. Error de apreciación. Francisco, el más alto, tiene setenta y siete, y Emiliano un puñado menos:

-Yo tenía los sesenta y nueve y he cumplido hace nada; ahora voy contando hasta que cumpla otros veinte. Así es mejor, menos molestia. Desde que éramos niños trabajamos en el campo con la siembra, las cabras, las bestias... Le enseñaría una corneta que tengo con la que hago el mugido de la vaca y la gente sale de estampida, pero no la toco porque ya sabe que a unos alegra y a otros molesta; no quiero líos.

-¿Para qué la corneta en el campo?

-Cuando estamos con las borregas y se acerca un perro lo asusto con eso -dice Francisco-. Pego un pitío como en las empresas cuando se da de mano.

-Ahí bajo ese castaño me puse un día que pasaba un grupo de zagalones, la toqué y el personal no encontró sitio para correr, pero enseguida empezaron a tirarme piedras, en fin..., se dieron cuenta. Ni toro ni vaca. Era una corneta.

-Pero antes se tropezaban huyendo el que iba monte arriba y el que bajaba.

Francisco quiere saber de mí:

-¿Y qué? A echar un paseíllo...

-Hombre, la verdad es que he venido a tiro hecho. Caminando por una calle del pueblo me he dado un torción en esta pierna y, mire, parece que se me ha hinchado. Moya me habló de ustedes y ya que me cogía de camino, dije, a ver qué resulta; y aquí estoy.

-Estamos en familia, porque somos pariente de Moya. Mire, la otra noche me saludó una muchacha en el pueblo y no la conocí al pronto. Luego me dijo que era de Linares, un pueblo que ahí para Aracena.

-¿Linares de la Sierra?

-El mismo, oiga. Así que me sale la muchacha diciéndome: «Emiliano, vamos a bailar un ratito» -se dirige a Francisco-: ¿No te acuerdas cuando le buscaste unas hierbas...

-Sí, porque traía la pierna hinchada, así como la suya.

 

[216] -...eso. Pues esa muchacha se dio un golpe y se le hizo un negral, y mi hermano arrancó un golpe de verbena lila como la que está ahí mismito -va por ella, la trae-. Se hierve, se empapa un paño, se pone en la hinchazón y baja. ¡Ay que si baja!.

-No tarda ni media hora en quitarse.

 

[217] -De hierbas, lo que quiera. Tiene la paletosa para el estómago y la jarilla para las heridas, el hinchazo y los negrales. Se lava bien, se planta encima y se queda como nuevo. El agua que sale de hervirla se mete en un bote y sirve para todo el año. Eso me lo enseñó un cabrero de Linares, que sabía mucho de estas cosas. El pobre ya está muerto.

-Los cabreros saben tanto porque están el santo día solos en el campo y tienen que curar lo que sea.

 

[218] -¡Ya ve!. Hace poco curé una oveja con la hierba jarilla. Se dio el caso de una cabra que se enganchó con unos alambres al saltar una cerca y tenía las tetas que se le salía la leche. Le dije al cabrero, arranca jarilla, hiérvela, échale una poca de sal y le das con un paño empapado en las heridas. Lo hizo el muchacho, que era uno de Valdelarco, y a los dos o tres días dejó la cabra de sangrar y se cerró el agujero. El hinchazo se le fue enseguida y lo otro. Se curó radical. Coincidió que habíamos ido a buscar gurumelos y él nos dijo por dónde se criaban mejor, total, que en esto se metió la cabra por mal sitio y se hirió con los pinchos.

Me da el ramo de verbena lila:

 

[219] -Esto se lo lleva, hierve la mata entera, se pone un trapo en la rodilla y verá.

-¡Qué mundo el de las hierbas...! -dejo caer.

[220] -La lengua del buey tiene la flor morada -la busca Emiliano, la trae-; se toma con miel. Es lo que no sabe hoy la gente, que sólo quiere ir a la botica, y la botica está en el campo.

-¿Para qué sirve la lengua del buey?.

-Para el cáncer -dice, tajante.

-¿Para el cáncer? -pregunta mi asombro.

-Como lo oye. Si lo supieran los médicos no moría nadie del cáncer. Aquí vino una mujer, la tía de uno que estaba en la fábrica, se la puso y mejoró bastante.

-Sabiendo tanto de plantas, ustedes apenas irán al médico.

 

[221] -Poco -dice Emiliano-, pero hay que ir; me entraron las cataratas y eso de las operaciones ya no lo entiendo; pero si es un porrazo me doy la verbena lila y santa cosa. ¡Ah!, sirve también para cuando vienen esos bichos que son como abejorros...

 

[222] -...al de la Camila le picó uno en el brazo y pasó unas noches de perro; ni el médico pudo; no había nada que hacer sino aguantar hasta que con el tiempo se quitara...

 

[223] -...y le dice la tía Marcelina: «eso tienes que ir al médico del campo». Así que vino, le herví la verbena y lo curé. Después le dije a la madre que le diera un par de baños más y ahí quedó el mal.

Les pregunto sobre lo de llevar una castaña en el bolsillo para evitar las almorranas.

 

[224] -Eso... puede que sea la castaña bravía, la que no está injertá, que es muy dulce y que igual quita también la erisipela, pero lo de las almorranas no sé...

 

[225] -El injerto mejora el árbol y el fruto. Lo endulza. Hay castaños que llamamos comisarios, otros, bravos, y otros se conocen como anchos, jelechal, dieguina; éste da una castaña con mucho vellillo en la cáscara.

-¿Cuál es la más rica?

-La comisaria. Es la que se pela. Los castaños se ven como nuevos desde que estamos nosotros cuidando este campo, porque pasa el agua cerca, le damos una roza, lo preparamos...

-... ya le digo, la verbena lila es maravillosa. Y también la hay con flores amarillas -se va para buscarla y grita-: ¡aquí está!.

La tierra de la que arranca la planta es de miga, tierna, oscura, húmeda. Se me ocurre:

-Buena para un papal.

-Es un papal -me confirma Francisco-; lo que pasa es que hay que dejarla descansar un año; la papa que da es recia, de buen sabor.

-Más hierbas -sugiero.

 

[226] -A su lado tiene la correhuela, que sirve para la diarrea; la flor es blanca, como una campanita hacia arriba. Lo mismo la corta la jara que no es cervuna. Los pompos de la jara no cervuna, sino la melosa, son para la diarrea. Se ponen en la mano, que son como bolitas, se toman con una poca de leche y ya está. Tienen que ser nones. Una jara tiene la hoja ancha y la otra larga.

 

[227] -...la vinagrera, la hierba loca... y los granos malos se abren con la hierba sanalotó. Siempre igual, la planta se hierve, se empapa un trapo y se planta encima, lo mismo que tiene usted que hacer con su rodilla en cuantito pueda.

-Lo haré dentro de un rato.

 

[228] -Para las quemaduras es buenísima la yema del huevo... y la tinta.

 

[229] -La carquesa es para cuando las mujeres no tienen leche suficiente; la aumentan.

 

[230] -Asperón le decimos a cuando sale el azúcar en la sangre; se cura con una hierba morada que tiene un jopito, pero no recuerdo el nombre...

 

[231] -...una planta que se usa para las heridas es la retama; se parece a la acendaja. Se cuece y se emplasta.

 

[232] -...y la pita para las mataúras de los animales.

 

[233] -...cuando el alacrán pica en un dedo vale como nada la cebolla almorrana. Se le hace una desconchadura, se mete en un brasero y ya caliente se mete en ella la picadura y se calma el dolor.

-Se les ve sanos. Pocos males habrán tenido.

 

[234] -Hombre, un dolor de cabeza puede tenerlo cualquiera; antiguamente hasta eso se curaba con hierbas. Hay que conocerlas. Ahí tiene el árnica, que sirve para los porrazos.

 

[235] -...aquí verá pocas hierbas; donde las hay es para aquella sierra alta donde se ve la aldea... se puede encontrar la colleja, que es muy fina y se come. Se fríe con huevos o se hace en tortilla. Con un manojo se tiene una fritá.

Emiliano rompe la conversación a tajo:

-Voy por el látigo -dice-. Verá cómo suena un buen trallazo en medio del campo.

Viene, se aparta para no hacerse sitio, revolotea el látigo sobre su cuerpo, le corta el aire en un quiebro y suena en el valle: ¡Traaa!.

-Con esto corren los perros que no se les ve. Hasta los guardias. Una noche vino uno corriendo hacia mí: «...he sentido un traquío y no sé qué es». Le enseñé el látigo con el nudo chico en la punta: «¿No será esto?». El hombre respiró tranquilo: «¡El susto que me llevé!».

-Donde suenan largos los traquíos es en el pantano. No estorba el monte y parece que se caen los árboles. Esto es bueno contra los furtivos. Escuchan el traquío, tiran las escopetas y a correr se ha dicho. Lo creen pólvora. Más de uno amaneció arriba de un árbol del miedo.

-...el nudo chico que lleva en la punta se llama rabiza; éste suena poco, pero ya sonará conforme se seque.

-¡Bueno...! -digo como quien pretende irse.

-Nada -cierra Francisco; hasta que usted quiera venir otra vez por aquí.

-La verbena lila se la pone en la rodilla y ya verá.

Al alejarme siento restallar el látigo como si Emiliano liberara con el traquío una fuerza contenida, una huebra (26) de sabiduría. Un alivio.

-Adiós -les digo desde una loma-, y se me vienen al pronto los versos con los que cierra un soneto Félix Grande:

 

Adiós es una rama seca y verde

que da su flor donde su flor de pierde:

como florece el grito en el barranco.

 

                                     

 

 

 

III. LA VIEJA VOZ DE LA POSADA

                                                                 

Qué irreal,

qué sorprendente es a veces lo conocido.

 

FRANCISCA AGUIRRE

 

Entro en la Posada por descansar y refrescarme un poco antes de seguir. En el frontal de una alacena reza un cartel: «Hoy no se fía». Veo que falta: «Mañana, sí». Pregunto por qué está incompleta la frase.

-Porque había dos muebles juntos, cada una con su manojo de palabras, y al hacer obra, quitamos uno y quedó en eso, en que «Hoy no se fía».

Una vez vi en una taberna un mensaje parecido con su esperanza añadida. Como un parroquiano sí y otro también venían a beber fiado, el dueño puso un cartel en un bocoy que decía: «Hoy no se fía. Mañana, a lo mejor».

Lo de fiar o no viene de lejos. Es una tradición escrita en el roble guardador del vino, como si el primero que lo inventó hubiera querido que fuera obra única. Lo recoge el maestro Correas en su Vocabulario... «Hoy no fían aquí; mañana sí. Leyendo esto cada día, nunca llega tal mañana». Covarrubias, en Thesoro...: «Mañana dizese del día que se ha de seguir inmediatamente, como: Oy no fían aquí, mañana sí». Sebastián de Horozco le dedica doblete en El libro de los proverbios... En el nº 254, dice: «siendo yo estudiante en Salamanca estaba allí un librero muy donoso y chocarrero y porque algunos estudiantes le pedían libros fiados puso sobre su tienda un rétulo de letras grandes que dezía: 'Oy no fían aquí, mañana sí'. Y algunos estudiantes noveles pensaban que aquel mañana era otro día. Y venían otro día a que les fiase. Y él dezía: 'No, hasta mañana'. Y aquel mañana nunca llegaba porque siempre era para adelante. Así que podía siempre el librero dezir: 'Nunca vi amañana, ni nayde lo vido'. Y así dize un proverbio latino: Cras, cras, crastinando, nunquan das». En el nº 274 repite que el librero [Alexo el Cojo] «ponía sobre la puerta de su botica este chiste [...]: 'Oy no fían aquí, mañana sí'. Y le suma: «aunque parecía cosa de burla es verdad infalible [...] Mañana nunca llega y siempre estamos en oy». Por último, para no alargar tanto la estancia en la Posada, veamos lo que Lope de Vega, en Pobreza no es vileza, pone en boca del Mercader:

 

Hoy solamente no fío,

vuelva por aquí mañana.

 

 

 

 

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