
de
Oro. Desde allí se contempla la silueta de Soleimán, desierta a las ocho de la tarde, donde uno puede levitar -yo casi lo hago- escuchando las suras. En O Mascote de Atalaia, una tabernita del Bairro Alto de Lisboa, escuché los fados más auténticos que haya escuchado nunca. Hay un lugar en Tánger, las Tumbas Fenicias, que uno no debe dejar de ver cuando se pone el sol; si allí la piel no se te pone de gallina, cambia de piel o lánzate al vacío. No lejos de allí, junto al estadio, en una plaza desabrida y polvorienta plantada de eucaliptos y frecuentada de moscas, uno puede escuchar interminablente una tuba andalusí por el módico precio de alejarse un poco de los itinerarios turísticos. En Sevilla hay un ciprés escondido en un viejo claustro (hoy hotel) donde cada tarde se cobijan millones de pájaros: si en algo aprecias tu vida, no dejes de dejarte ir por aquel rumbo. En la calle Regomir de Barcelona había un bareto con los suelos de madera, ya blancos por la lejía, donde creo que me sentí como en mi casa o tal vez mejor que en mi casa. Por fortuna, a ninguno de estos lugares les alcanzan las guías de viaje.
Los lugares predestinados a la peregrinación, me joden. Las colas me matan. Lo siento, no tengo alma gregaria. En la Madeleine, junto a una figura de Juana de Arco cubierta de polvo, escuché el concierto mejor de mi vida. No eran los músicos, sino el sosiego y esa rara por perfecta combinación del alma con la música y con el espacio. Me gusta entrar en una iglesia perdida y sentarme a descansar, oler un mercado, saber de qué coño va un gulash o un gyro con todos sus avíos. Me gusta ver la podredumbre de las ciudades que visito, la costra, la vida cotidiana, contemplar los ojos de los niños, la sombra de los árboles, el viejo solitario que apura su grog o su té, su grappa o su pastis. Me interesa más ver a una viejita regateando en un mercado cochambroso que a los centinelas del palacio cambiando de guardia (puafff). Entrever un trio de vecinos que merodear por un palacio real y toda su indecencia. Y eso, dibujar, dibujar una farola, un tejado, la soledad de una plaza, una fachada, un árbol solitario, el ambiente de una calle, la soledad de una esquina.
Y eso, que estaré fuera nos días. y que os dejo dos cosas. Un micro y, palabras mayores, mi taducción de Tabaqueria, acaso el mejor poema de todo el siglo XX, de Álvaro de Campos, Pessoa. Es largo el poema, pero lo juro, merece la pena leerlo e incluso copiarlo en papel y dejarlo para esa horas negras, cuando el espíritu se anubla.
PARAÍSO
(I)
Lo pasé fatal en el paraíso. Todo el rato desconfiando de todo y de todos. No quería que me pasase lo que a ese tal Adán. Cuando mi mujer decidió dejar de hablarme por no prestarme a sus jueguitos, yo, créanme, no saben cuánto se lo agradecí. Todos se pusieron de su lado, perdí peso y el galeno me recetó ampollas de ésas, que acabaron por provocarme unas arritmias insoportables, pero nadie me hizo caer en la pueril trampa de la manzana. El día que me fugué, todos se quedaron admirados, creyendo que me había vuelto a dar una ventolera. Me hice un adosado a las afueras y aquí vivo, divinamente. A veces me veo en secreto con Caín. Tenemos nuestros planes.
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