DIAS

Hoy es martes. Sólo martes. O miércoles. Qué importa.

Os dejo con el primer capítulo de novela La tierra negra, pero que funciona realmente como un cuento.



 

LA TIERRA NEGRA



Vito se quedó como único carpintero del pueblo desde que dos años atrás muriera Melchor de una cosa mala que le entró por el estómago y a la que ningún médico logró ponerle nombre. En un mes se le acabó la vida, sufriendo como un perro y aguantándose el dolor a base de inyecciones de morfina que compraban a cuenta en la botica de Galaroza. Fue Beatriz, la hija de Melchor, quien vino a encargarle el ataúd la mañana en que el médico, fatigado de luchar contra un enemigo anónimo, perdió toda esperanza.



Era una mañana clara de primeros de junio, tiempo de heno y de cerezas, y hasta el taller de Vito, en la calleja del Estanco, llegaba ese olor agrio de la hierba recién segada. Hacía horas que los hombres se habían echado al campo y la tranquilidad de la calle era tanta, que se escuchaba hasta el trajín de las gallinas cluecas de Purita La Machuca. Todo lo más, pasaba alguna que otra mujer con el cántaro al cuadril o a la cabeza, seguida de dos o tres niños sucios y revoltosos; quizás algún perro que olisqueaba por las paredes o se echaba, sin suerte, sobre su propia sombra. Como todas las mañanas de verano, desde el caserón de enfrente, llegaba hasta su banco el ir y venir de las hijas de María la Cumbreña, que se pasaban las horas oreando camas, barriendo la calle o aljofifando suelos, pero Vito, a fuerza de costumbre, ajeno a los enredos del exterior, seguía calentándose la boca con sus cantiñeos: enún cuartito lódó, veneno que tú tomará veneno tomara yo.
Beatriz, la melancólica hija de Melchor, fue tan precisa en su encargo, que Vito, con la gorra en la mano en señal de respeto, sólo pudo encogerse de hombros y prometerle que se pondría con la labor aquella misma mañana. En efecto, no bien Beatriz cruzó el umbral de ladrillo, Vito dejó de hacer lo que andaba haciendo, limpió la mesa de trabajo, quitó de los alrededores todo cuanto pudiera estorbarle y, con una escoba de lentisco, repasó una y otra vez el suelo hasta dejarlo como una patena.
—¿Trabajas para el arzobispo de Sevilla? —preguntó burlonamente Urbano Ventura, que, como cada mañana a eso de la una, venía a echar una parrafada con el amigo, antes de marcharse juntos al casino de Enrique el Cojillo a emboticarse dos medios litros.
En el ataúd de su compañero puso Vito el mismo afán que unos meses antes pusiera en el de Pedro Liara, un personaje con quien había trabajado años atrás y quien le había abierto los ojos sobre ciertas cosas. A Pedro le había hecho un ataúd forrado con trapos rojos y negros, emulando la bandera anarquista, cosa que su mujer, Candelaria, supo agradecer con un gesto de profunda gratitud. No sabría explicar la causa, pero desde entonces, el antipático oficio de construir ataúdes se convirtió en algo distinto, donde uno tenía que echar el resto. Por eso, en vez de las tablas de pino laricio que tenía apiladas en un lateral, comenzó a emplear una pila de tablas de castaño comisario que durante mucho tiempo reservó para unas puertas que nunca terminaban de encargarle. No contento con la buena calidad de la madera, una vez midió, cortó, lijó y encoló las tablas, lo que le entretuvo toda una jornada, pacientemente se puso a labrar sobre la tapa el nombre y apellidos del compañero, así como los datos de nacimiento, el año de la muerte y una cruz que había sacado de un periódico, lo suficientemente historiada como para dar a entender que más allá de viejas y pasadas rivalidades, en el gremio todavía sabían cómo despedir a los suyos; después forró la caja con un paño de luto que fue a comprar para la ocasión a la tienda de María. Aun así, no hacía más que encontrar defectos a su trabajo y no se resignaba a acabar la caja sin añadirle una nueva filigrana, un nuevo detalle de fantasía que le diera mayor empaque. Dos días empleó Vito en concluir la caja de Melchor, el otro carpintero. Una vez acabada la tarea, acomodó la caja en una esquina mal iluminada de la carpintería, le echó una manta encima y allí la dejó. Cuando al cabo de unos días oyó doblar a hombre, sin encomendarse a nada ni a nadie, labró la fecha precisa del fallecimiento y se echó el pesado cajón al hombro; con él ascendió por la calleja Pastora, hasta la casa de Melchor, casi a las afueras del pueblo.



Como había hecho tantas veces, depositó la caja entre dos sillas y tras acomodar en ella al difunto, al que los estragos de tan corrosiva enfermedad le habían descompuesto el rostro, se hizo la señal de la cruz y con las manos a la espalda y la barbilla clavada en el pecho, musitó una oración. Recluido en la caja, con su única chaqueta y las manos cruzadas sobre el estómago, Melchor parecía sereno y resignado, como esperando la señal de un fotógrafo. La tela negra realzaba sus ojos abrasados, los rasgos cerúleos de la cara y los nudos de unas manos correosas que habían dominado como nadie la madera, pero que la enfermedad habían descarnado. Su mujer, Avelina, le retocó el pelo y ahogó un suspiro, mientras Vito, circunspecto, sin dejar de observar el cadáver, aguardaba una señal para ponerse a clavetear. La atmósfera que se respiraba en la casa parecía más cercana al cansancio que al abatimiento, consecuencia de una tan larga como inútil espera.
Cuando por fin la viuda se alejó del féretro, Vito colocó la tapa, tomó el martillo y sacándose las puntillas de los labios, comenzó a golpear, primero con timidez, pero luego con la habitual precisión. A pesar de que la escena la había vivido una decena y media de veces, no acababa de acostumbrarse a aquel mutismo denso que rodeaba la habitación mientras él, con paciencia, martilleaba, así que cuando de un par de golpes certeros vio desaparecer la última puntilla, no pudo evitar una mueca de cansancio, de timidez, de orfandad. Entonces, en un gesto aprendido, tomó aire, se enjugó el sudor que perlaba su cara y, sin darse tiempo para más, agachó la cabeza en señal de respeto, y dando media vuelta se volvió a su taller, caviloso. El aire tibio de la calle le refrescó la cara, pero el ánimo lo llevaba espantado.
En el taller, su hijo Juan José andaba trajinando con un asiento de anea, pero Vito, hundido en sus pensamientos, apenas si le prestó atención. Eran ya casi las once de la mañana y en lugar de seguir con la sillita alta que días atrás le había encargado Josefa la del Grillo, se puso a buscar aquí y allá unas buenas tablas de castaño. Cuando Sabina entró en busca del niño, viendo todo tan manga por hombro, quiso saber en qué nuevo encargo andaba ocupado.
—Encargo ninguno —respondió Vito con su habitual parsimonia—. Ando buscando unas tablas para hacerme el ataúd.
—¿Querrás decir el de Melchor? —le rectificó Sabina que creía no haber escuchado bien la contestación de su marido.
—No, el mío.
—Ay, hijo, desde luego que tienes unas cosas...
—Si me muero, ¿quién me va a hacer la caja? —dijo con una voz que sonara convincente—. Antes estaba Melchor, pero ahora...
—Ay, Jesús, María y José, mira si llevo años en este mundo y no he conocido a ningún muerto que se haya quedado sin enterrar.
 

1 comentarios:

Anónimo dijo...

uff..conozco el texto por haberla leído, y no imaginas todo lo que me evoca, pero cuando he visto la foto del pueblo...no hay expresión, Manolo... es como si se me hubiera abierto un agujero enorme en el alma, aquí dentro... como si ella me hubiera fotografiado a mí, algo así