HASTA ENTONCES, ZAQUI

Barcas y barcos


Esta mañana ha muerto Zaqui, nuestro perro. Ayer ya estaba muy mal y hoy ha venido el veterinario. Después de quince años, hoy, en plenas fiestas locales, se nos ha ido. El año pasado, por febrero se fue Chispa, su madre, que es la perra que aparece en la foto del blog, a mi lado. Han pasado ya quince años. Tanto, tanto tiempo, tantas cosas. Los críos eran pequeños, nuestros padres aún se sostenían sobre sus piernas... Ahora Zaqui duerme bajo un nogal, junto a su madre, donde un día alguien habrá de esparcir mis cenizas. Ahora, más allá del dolor y de esta sensación de estar atrapado en la vida, me siento cansado de cavar el hoyo donde descansa. Sé que tras la sensación física de fatiga, como agazapado, está el dolor, ese dolor pequeño e intenso. Estaba la tierra tan dura que era como cavar sobre piedra; el cielo sobre las hojas del nogal, aparecía manchurreado de nubes, dorado y quebradizo el heno... al otro lado de la cerca pastaban tranquila, mansamente los caballos. Mientras yo abría la hoya, Julio regaba los cipreses. Ahora, aquí, a mi lado, suena The partisan de Leonard Cohen, esa voz extrañamente melancólica, que parece surgir de la tierra. Aunque, como ayer escuché en una peli  "la muerte no es propicia para el reencuentro", hoy quiero acabar con un hasta entonces, Zaqui.

Hace mucho mucho tiempo escribí un relato que apareció en la colección La sombra del caimán y otros relatos (si alguien está interesado el leer este libro agotado, se lo puedo mandar por PDF) en el que aparecía un personaje llamado Zaqui y que luego dio nombre al perro. Está dedicado a Rafael Pérez Estrada porque se lo envié y le gustó tanto que me llamó por teléfono (no nos conocíamos personalmente) y estuvimos hablando durante una hora larga sobre el relato y sobre el mundo. Para entonces yo había leído mucho a Rafael, ese mago, y era una de mis referencias literarias. El relato es este:




DÍAS DE SUERTE

para Rafael rez Estrada, in memoriam
Por fin, niño, la cosa salió como esperábamos. Después de una larga temporada de vacío, encontramos uno como dios manda. Ya antes de salir de casa tuve la intuición de que la suerte nos iba a cambiar esa noche. Así ha sido. Con esto de que a los ricos les ha dado por utilizarlos para decorar sus niditos y sus cosas, cada día es más y más difícil dar con una pieza en buen estado. Mira, en todos estos meses de servicio no nos había entrado nada mínimamente aprovechable. Los compañeros no hacían más que quejarse de la falta de trabajo y de oportunidades. Hombre, los más veteranos están hechos al asunto y se lo toman con tranquilidad, así que parece como si la crisis no fuera con ellos. Para nosotros, los de la última promoción, con tres meses de nada en el cuerpo y con el contrato de prueba, la cosa era distinta: había que mojar, fuese como fuese.
Marcelo, el del parche en el ojo, me lo refería muchas veces:
-Mira, Zaqui, lo último es perder la cabeza. En estas cosas hay que relajarse. Total, todos se tienen que morir alguna vez, y ya sería mala suerte que precisamente a nosotros nos faltara el trabajo. Eso, Zaqui, sería el fin del mundo.
-No sabes cómo me tranquiliza oírte.
Marcelo, con veinte años a sus espaldas en el servicio municipal, los contaba como si fueran bonos de autobús o llaveros de propaganda, pero, eso sí, aseguraba muy circunspecto, que el primero no se olvida. El primero -repetía- nunca se te va de la olla.
-Es como perder el virgo, niño, luego ya todos son igual, qué quieres que te diga.
A éste lo he montado en la moto y me lo he traído a casa con el corazón dándome bofetadas en el pecho. Una vez aquí, le he quitado los zapatos, el reloj, la cazadora... Le he prestado mi albornoz nuevo y mis zapatillas de gamuza azul. Más tarde, en el sofá, le he puesto una copa y acariciado el pelo. Al final, cuando la cosa estaba a punto, lo he besado con avaricia, para que no se me olvide.
Los compañeros, informados del asunto, han estado a punto de fastidiarme la noche.
-Qué, Zacarías, cómo te va con el gachó.
-Niño, si necesitas que te subamos algo, no tienes más que pedirlo.
No me ha importado nada su timidez extrema, nada que me mirara como un portero de discoteca, que se dejara desvestir con la estupidez de un portero de discoteca. Es lo que yo andaba buscando y, desde luego, no entra en mis planes deshacerme de él en una buena temporada; menos aún abandonarlo en medio del parque, que es donde luego los encontramos nosotros, desguazados e irreconocibles por el abuso. Tampoco, es evidente, tirarlo por la ventana o endilgárselo a algún amigo en horas bajas, como sé que se ha hecho durante años en nuestro cuerpo para así abultar el número de capturas.
Lo voy a conservar. Sí. Me alivia saber que cuando regrese de esas noches infernales en las que toda búsqueda se vuelve infructuosa, él estará ahí para que yo le quite los zapatos, para que le corrija entre caricias el nudo de la corbata, para que le ponga una copa mientras observo cómo, rendido, se desploma sobre la cama... Todo, claro, con esa franca y sólida estupidez de los cadáveres, niño, de todos los cadáveres.