LOCURA


Extracción de la piedra de la locura, de P. Brueghel.
El sol  revienta en mi cara. Cae. No puedo mirar hacia la ventana. Tengo, además, cierta tortícolis. Hoy no podré mirar hacia afuera. Miraré entonces hacia adentro. ¿Hacia adonde? Después de semanas de bastante agitación emocional e intelectual, ahora mi mente descansa. Estoy como quemado, indispuesto. Apenas si logro empalmar unas frases, nada. Frente a mí, un poster de los 120 años de Álvaro de Campos. Tavira. Un dibujo de Julio. Una foto de Helena, un pendiente engastado en plata, con una piedra color vino tinto, otra foto de Julio. El sol me da en la cara. La tarde languidece, deja sus esporas sobre la terraza. Apenas si se ven pájaros ya o están quietos, escondidos en el naranjo. No sé. Vienen a mi mente los días, las conversaciones de Córdoba. Recuerdo, sobre todo, la cara y ese andar desacompasado de Leopoldo María Panero. Su voz de caño, la sensación de verlo atrapado en una galería. Siempre he temido a la locura. Si escribo es para escapar de esa odiosa mujerzuela que tantas mentes de mi familia paterna doblegó. Mi abuela me contaba la cien veces desdichada historia familiar, en la que la locura causaba tan serios estragos. Mi abuela sabía contar las cosas y tenía una especial habilidad para describir esa atmósfera de insania que envolvía a toda la familia. Ella todo lo atribuía a su padre, el Loco Ventura, un tipo que, sin embargo, a mí me caía extrañamente simpático y no exactamente loco. De él contaba ciertas cojudeces, como que le había impuesto un collar de manzanas a una reina o princesa -no sé- que había pasado por La Peña, tal vez por el año 25. Contaba también que había quemado en un arrebato de locura los cuadros familiares. Había hecho una pira en el corral y los había quemado todos.  Frente a la habitación donde siempre dormí. Muchas veces imaginé aquella pira, aquella potente luz invadiendo la habitación en la que dormía. Crepitando. Imagino que aquel acto lo sería de consciente sacrilegio, pues mi abuela hablaba de cuadros religiosos y de libros. Un Quijote en la familia, dios. Después, la locura, la esquizofrenia, se cebó con parte de su familia. Mi tía abuela Ignacia se colgó, tal vez asqueada por la vida que le daba el famoso Coyote, el tipo más abyecto que ha dado jamás este pueblo. Contaba mi abuela cómo la jugaba a las cartas o cómo le llevaba hombres a su dormitorio y la obligaba a copular con ellos. Remataba  los fusilados de la represión franquista y murió -eso sí- como un perro olvidado de todos hasta el punto que sus familiares debieron pagar a hombres para que lo llevaran al cementerio. Sus hijos, los hijos de Ignacia, todos acabaron abonados por las cenizas intempestivas de la locura. Yo creo que no pudieron vivir con la "deuda" adquirida por el padre. Un padre así devora a sus hijos. Uno se quitó la vida en Charleroi, Bélgica, otro acabó en un pabellón siquiátrico de Palma, el tercero no me acuerdo, pero creo que acabó igual. Una familia desdichada, atrozmente desdichada. Por eso la figura de Leopoldo me ressultó o tan patética. Había en él cierta lucidez, cierta necesidad de razón, pero a la vez el vuelo del cuervo, las alas negras de la locura.




CON PERMISO DE BROD
 
El carruaje se detiene frente a la puerta del sanatorio, a la salida de Kierling. De él desciende un paje de librea que sostiene un sobre con membrete oficial. Llama primero suave y luego, en vista de que no le abren, con algo más de rudeza, hasta que escucha pasos en el interior.
Después de unos segundos, una mujer joven y muy triste sale a recibirle y en silencio le conduce hasta el aposento del señor K, aquel hombrecillo de rostro anguloso y ojos muy fríos, casi inaccesibles. El paje, intimidado por la extrema palidez del enfermo, inclina la cabeza y alarga el sobre en un gesto que, dadas las circunstancias, le resulta tenso.
"Hoy, 3 de junio de 1924, a las cinco en punto de la tarde, un coche pasará a recogerlo —dice la carta que el hombrecillo abre temblorosamente, después de interrogar con la mirada al oficial—. Lo espero impacientemente en el castillo".
 
* * *

Otro carruaje se detiene frente a la puerta del sanatorio a las cinco en punto de la tarde. De él desciende un coracero. Golpea primero suavemente y en vista de que no le abren, con algo más de rudeza, hasta que le parece escuchar pasos en el interior.
Después de unos segundos, una mujer de ojos enrojecidos, como de haber llorado, aparece tras la puerta. El coracero, intimidado por la sensación de vaciedad que emana del rostro de la mujer, se cuadra y dice:
—Perdone. Vengo a por el señor K. Veo que está listo.

0 comentarios: