TELÉFONO

La tarde está nubosa. La humedad hace desvariar el teléfono, que suena como si su llamada llegara directamente desde las tinieblas. Cuando lo descuelgas no hay nadie o sólo hay esa mujer atrapada en su interior, que parece perfectamente satisfecha con su cautiverio y que se limita a decirme a mí ( el propietario del teléfono) que la línea está ocupada y que deje un mensaje tras aparecer la señal. En realidad esa voz debiera ser yo, pero no, es la voz de una mujer atrapada en alguna parte de mi teléfono, que salta desde la humedad, desde el más allá.
Desde el más allá parece llegar últimamente la realidad. Los padres se ponen de huelga para protestar por los recortes en la educación de sus hijos y el ministro -un bocazas de tomo y lomo, descendiente al parecer de los Wert de Riotinto- los tacha de antisistema o de izquierdistas recalcitrantes. Una campaña orquestada desde la extrema izquierda, dice este imbécil. Lo peor no es que nos gobiernen como lo están haciendo -desde el desgobierno-, lo peor es que son un atajo de imbéciles y embusteros. La derecha vasca o la derecha catalana, salvo excepciones, dan gente responsable y coherente, con un cierto tono y un cierto saber estar, pero la derecha castellana, gallega, levantina o andaluza lo que da son mastuerzos, señoritingos de mierda, explotadores de tres al cuarto. A este Wert, que parecía como más fino, le bastan dos telediarios para ponerse en plan Babieca. Pobres. A ver cómo le salen las elecciones de hoy en Galicia y País Vasco.


ESTORNINOS
 
Comprobé que ninguna de las cartas era la que estaba esperando. Entonces hice que Hamruch las pusiera en la bolsa y las metiera junto a las demás en el congelador. Pasó todo el invierno. Mi única esperanza al correr los visillos cada mañana era que al menos ya hubiesen vuelto.
 
***
Y volvieron. Eran muchos, demasiados. No recordaba tantos. En pocos minutos consiguieron oscurecer todos los árboles del jardín. El ruido llegó a ser ensordecedor, pero yo me sentía alegre, porque al fin habían vuelto.
 
No sé cómo, pero unos pocos consiguieron penetrar por la chimenea o tal vez por el hueco del buzón. Cuando escuché la bocina del coche de Hamruch y se marcharon volando, ya habían acabado con mi otro brazo. Ella misma cayó muy poco después, sin poder alcanzar el porche. Saciados, fueron a posarse en los álamos del río, como los otros años, donde yo pudiera verlos.
Mucho tiempo más tarde escuché el timbre: era el cartero. Su voz sonó nítida y entusiasta por el telefonillo: señora, señora, por fin ha llegado la carta, pero yo hace veinte años que no puedo moverme de la cama, Hamruch no estaba, y sin brazos no podía descolgar el telefonillo.
 
 

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