EL CIPRÉS Y LOS PÁJAROS

Hoy ha llovido con saña. En las escaleras de casa despertaba un pequeño río. El tiempo fluye inexorablemente. El Sombrerero loco corre hacia ninguna parte. La Tierra gira y gira y gira y tú, fortaleza de Hait Ben Addou, vas entrando lentamente en la nada. Nuestras huellas desaparecen mientras caminamos. La hierba nace donde una vez estuvieron alzados nuestros pies. El viento se encarga de borrar nuestras huellas. El agua lava nuestro paso. Pero uno se aferra a la memoria y en mi memoria queda, cómo no, el ciprés del SG a reventar de pájaros, las mesas donde vienen a dormir desde algún lugar del pasado, princessas árabes o walkirias, no sé. Miro hacia atrás y escucho el indescifrable griterío de los pájaros. Suena un teléfono. La voz queda embarrancada en la tarde. Un dardo sacude mi corazón y el corazón de los pájaros, que se amontonan bajo el ciprés. Antes fue la luz, la exquisita luz del mediodía, mientras las olas en su ir y en su venir, en su crepitar de fuego líquido, estremecían el corazón unívoco de los pájaros. Dejadme ser. Llevadme de nuevo a ese lugar sagrado. Parece cierto el mundo. Quizás sea verdad que nada se tiene, pero el ciprés del Sg sigue desde hace siglos convocando a los pájaros. El sabor salado del mar en la boca puede confundirnos, como nos confunden los caminos de la noche o la lluvia que azota el capó de los automóviles. Aquí ha caído el día. Ha llovido con saña. El agua se lo lleva casi todo. Quedan los pájaros, esos millones de pájaros que hoy se cobijan bajo tus ramas, oh viejo ciprés.


LA ISLA

a Lito, a Rosi

En el principio fue el clavicordio. No hicimos más que sajar y, zas, se nos apareció el clavicordio. No es que nos sorprendiera la aparición de un instrumento como aquél, lo que nos sorprendía era que saliera de aquel individuo, pero no habíamos acabado de recuperarnos de la sorpresa cuando al cortar un poquito más abajo del ombligo, apareció la esquinita de aquel Quijote editado en 1905. Fue difícil extraerlo sin destrozarlo, qué les puedo decir, pero no hicimos más que liberar el libro, cuando, ¡no podía ser!, escondido entre una masa sanguinolenta cercana al hígado creímos distinguir una granada con su espoleta y su todo. Durante un segundo el pánico se apoderó de la sala, pero Barceló, el más experto de los cirujanos, descartó llamar a anti-explosivos como la otra vez, y él solo, cortando aquí y allá con suma precaución, logró aislar la granada, para su posterior extracción. El tractor nos pareció excesivo y, ya de puestos, el ramo de gladiolos de plástico fue recibido con cierta decepción, pues ni siquiera era un buen ramo de gladiolos; no así el piano y mucho menos el submarino que conmocionó tanto a Marta, la anestesista, que advirtió que su corazón no conseguiría soportar más sobresaltos y que no seguiría un segundo más en aquel sitio, pero entonces, hurgando por la parte del bazo, apareció la bicicleta y enseguida el colega Barceló y la propia Marta se la disputaron sin tener en cuenta que en ese momento el que blandía el bisturí era yo (en toda profesión hay leyes no escritas). Pero lo que nos dejó completamente vencidos fue la isla. Uno ha pasado por cientos de experiencias en este oficio de cirujano pero la isla, la isla, la isla...

 

3 comentarios:

Anónimo dijo...

SS

Anónimo dijo...

SSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSS

MANUEL MOYA dijo...

Graciasss por tus eses, anónimo mío. Con tantas eses acaso uno pueda pasar un charco. Me gustaan las eses porque todo lo hacen plural, porque es como la cinta de moebius, pero con dos salidas, una arriba y otro abajo.