OCNOS

Vuelvo tras varios días de ausencia. Ayer estuve en la exposición de María Alcantarilla. Como comentaba Carlos Serrato, es difícil decantarse por su poesía o por su pintura. Tienen ambas algo de esa frescura que le está haciendo falta al ambiente. Porque el panorama, desde luego, está como el día, nublado, grisáceo, cetrino hasta la exageración. María es sun soplo nuevo, una luz en esta galería.

Pero no. No, no y no. Yo sentía sobre el cogote la cercanía de esa calle donde para mí suele nacer el día. Una calle azul donde siempre parecen rebrotar tacones lejanos. Al otro lado, reblandecidas por al lluvia,  regadas por el oro del otoño, quedaban las murallas, los portales que dan a las murallas, ese ir y venir de calles donde siempre me he perdido y ahora me pierdo muchísimo más. Porque, dios, cuánto me gusta perderme en esa ciudad laberíntica y sensual, cuánto me gusta perder el sentido del espacio y de la razón. Cuánto me gusta que la ciudad me saque de mis casillas y se me esconda y se me muestre, y juegue conmigo y me lleve de un lugar a otro, jugando conmigo, tirándome de la mano, ocultándose en la lluvia, protegiéndome en la lluvia, besándome en cada esquina, tirando de mí hasta el río o la Alameda, que son como esos muelles donde van a descargar todos los galeones que tras ese delicioso mar se pierden. Ocnos, la gracia, el misterio, esa conjunción de cosas que suceden, que van sucediendo en la embriaguez, en la dulcísma estela de la embiaguez sin límites. Y, sí, cada vez que voy a Sevilla no puedo dejar de sentir sobre mi piel, el dulcísimo temblor de los azahares azules agitándose sobre los naranjos.




U HRANY

 
María Alcantarilla Óleo.
a tras día me consagré a esa sola esperanza. Escribí cartas, soborné a los hombres de librea, con los que mantuve espúreas relaciones. Todo en vano. Me disfracé de echadora de cartas, envenené a un par de guardias, conspiré y logré verme con dos edecanes... Sólo con artimañas pude franquear las dos primeras puertas. Una mañana, mientras ascendía una vez más la empinada cuesta vi mi cara en el reflejo de un charco y caí en la cuenta de que se me había pasado la edad de seducir a los arqueros y que había consagrado mi vida a una causa imposible y estúpida. Descorazonada, volví a la ciudad donde me dí a los placeres de la madurez y a entender la compleja maquinaria que rige el universo. No me arrepiento. El hombre de los planos apareció un día por el mercado preguntando por mí y yo, desde lejos, me lo quedé mirando, sorprendida ante la finura de su ropa y esa esperanza que se le posaba en los hombros como si sobre ellos llevase el mismo ruiseñor con el que tantos años antes yo llegué. No escondí mi rostro cuando se detuvo ante mí, ni fingí estar transfigurada por la locura, como otros me sugirieron. Los más lo embaucaron, mientras se hacían invitar o lo maldecían entre dientes. No yo. Cómo espantarle el ruiseñor que aún portaba sobre sus hombros. Yo te creo, dije, seguramente te estarán esperando.



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