EL PALO MÁS ALTO DEL GALLINERO

El vagón de tercera clase. Daumier.
Los vientres legislativos. Daumier
Ayer anduve visitando a un amigo. Terminamos, cómo no, hablando de la crisis. Hay -ay- que ver, nos decíamos, lo mucho que ha sufrido y está sufriendo la gente de a pie durante esta crisis en disminución de derechos y asunción de recortes y responsabilidades, y lo poco que lo están haciendo quienes nos gobiernan. Para ellos la crisis es una entelequia, algo que no les sacude y esa es la razón de sus actitudes chulescas e irresponsables. Y lo peor no es que se lo lleven crudo, sino que no ponen una sola idea encima de la mesa, aunque tamabién es posible que no la tengan. Se dedican a parlotear en los gallineros, a cacarear para que parezca que hay vida en los palos más altos del gallinero. No hay una sola cabeza en toda Europa capaz de salvarnos. Y cuando digo salvarnos, estoy refiriéndome a salvar todo eso que Europa ha construido durante al menos el último siglo y que constituye sus señas de identidad. Dónde carajo se han metido los políticos de otros tiempos, aquéllos que barajaban ideas, que parecían tenener capacidad de pensamiento y de decisión. Hoy toda nuestra política es ligh o superligh, gente que se mueve bien en los salones y va trepando sin una sola idea que llevarse a la boca. Trepas que siguen al primero que ven o al que le suena más el bolsillo o al que da las voces más fuertes. Ni un poquito de materia gris en toda Europa, que manda cojones. La política no está corrompida por lo que se meten entre pecho y pecho estos tarambainas -que también-, sino porque los políticos no aportan una sola idea, porque no son capaces de ver más lejos de sus propias narices y las siguientes elecciones. Como no pueden ni saben cambiar la realidad, buscan la manera de procesar -dicen maquillar- los datos que nos porporciona la realidad, de manera que parezcan menos sangrantes, mediante artilugios de propaganda y de alienación mediática. La propaganda sustituye a la política. Y ellos ni sufren ni padecen porque acaban por creerse lo que otros confeccionan para su tranquilidad y para sus fieles cortesanos. En fin...





 

 

 
A DEL LIBRO

 

Harto de esperar los papeles que no llegan, Alonso sale a escondidas de la casa y arranca su vieja furgoneta, que se cae a pedazos. Apenas ha recorrido unos metros, se encuentra a un vecino y ambos se ponen en marcha. Madrid es la meta. Por el camino le suceden las aventuras
s peregrinas: los fotografían ante unos molinos, los golpean en una gasolinera, los engañan en un ventorrillo, hasta tratan de trajinárselos a la llegada de la pensión, pero los dos infelices, no sabemos cómo, no sabemos por qué, continúan con su secreto propósito. Llegan a Madrid y van de ministerio en ministerio donde Alonso presenta un fajo muy sobado de papeles manuscritos en los que enumera las causas para obtener la paguita que considera merecer. Lo hirieron de gravedad en Sidi Ifni, después estuvo unos años en El Aaiún, trabajando para una mina de fosfatos, pero nadie le reconoce los años trabajados ni la herida que ahora, en su vejez, le impide ganarse la vida. Pregunta por unos y por otros, pero nadie lo recibe. Putas, presos, ujieres, secretarios, embaucadores y trileros se ríen en sus barbas o pretenden sacarle los cuatro cuartos que aún les quedan, pero a ellos no les arredra tener que dormir bajo los árboles del Museo del Prado ni ante los leones del Congreso. Cansados, viviendo de la caridad, Alonso se decide a escribir una carta al rey donde le cuenta cómo ha sido su vida y qué espera conseguir en justicia, pero la carta se pierde en el camino o vaya usted a saber dónde, porque contestarle, nadie le contesta.


***



El rey espera en el recibidor y abre el peri

ódico por la página donde aparece la foto de dos pobres pazguatos que llevan ya tres meses en Madrid malviviendo en una furgoneta para exigir no sé qué. Él no tiene tiempo ni humor para saber qué piden, pero la figura de ambos le resulta cómica y hace una broma sarcástica con ella, que todos aplauden. No le da tiempo a más, pues enseguida aparece el secretario.


—A ver si me entero —pregunta el rey, recibiendo la carpeta con el discurso que deber

á hojear en el coche, camino de Alcalá— ¿este es el cuarto o el quinto centenario? Es que no quiero volver a meter la pata, añade. El tercero, le responde su asesor, pero a ver, a ver que lo compruebe en internet.





 

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