RESPIRAR

La ciudad, de Rob Gonsalves.
Y sí, el cielo está hoy de un azul casi transparente. Oceánico. Uno de esos azules pálidos y limpios que preludian la luz de febrero, de entre todas la que más me gusta. A veces quisiera que estas páginas resultaran un reflejo de la realidad, de todas las realidades que vienen a ser en mí y me siento mal si no doy pinceladas de este tiempo de destrucción y de amnesia. Ayer me contaban que a un amigo lo habían despedido del trabajo. El año pasado supuso para él un verdadero calvario. De momento le detectaron un cáncer que venía dispuesto a llevárselo por delante, luego, al final de año, murió su madre (de la que di referencia en estas entradas) y ahora se encuentra con esto. Como yo tiene 52 años. Recuerdo ahora el escalofriante relato que Aurelio, el ex-alcalde de Galaroza leyó no hace mucho en el encuentro de escritores sobre su nueva condición de parado. Qué tristeza todo esto. Gente en la mejor edad para trabajar, con los mayores estímulos, con un oficio aprendido, valiosos profesionales... dios. A dónde carajo hemos llegado. Cómo podemos seguir permitiendo que estas cosas sigan ocurriendo. Estamos alienados y desnaturalizados hasta mucho más de lo imaginable. ¿Era esta la sociedad que alguna vez quisimos construir? Era esta la cara B de esta sociedad hasta arriba de morfina consumista. Me dan escalofríos la sola idea de pensar. Siento sobre el pecho una carga de asco y de impotencia que no me deja respirar. Quisiera poder respirar, pero me es imposible. Así, me es imposible. Cuál es el futuro, cómo carajo vamos a construir el futuro. Qué futuro. ¿El de ir destruyendo cuanto hemos levantado? El de rendirnos sin haber luchado siquiera un poquitín, el de ser esclavos de unas sociedades tan frágiles y amnésicas e insensibilizadas como éstas. Cada día tengo más claro que quiero vivir el resto de mi vida, lejos de todo esto. No sé qué haré con mi vida, pero en una sociedad así ya no se puede vivir. Esta ventana me trae hoy el azul del cielo y el gris terrible de la tierra. Uffffff.


Rob Gonsalves

LA ISLA


a Lito, a Rosi

En el principio fue el clavicordio. No hicimos más que sajar y, zas, se nos apareció el clavicordio. No es que nos sorprendiera la aparición de un instrumento como aquél, lo que nos sorprendía era que saliera de aquel individuo, pero no habíamos acabado de recuperarnos de la sorpresa cuando al cortar un poquito más abajo del ombligo, apareció la esquinita de aquel Quijote editado en 1905. Fue difícil extraerlo sin destrozarlo, qué les puedo decir, pero no hicimos más que liberar el libro, cuando, ¡no podía ser!, escondido entre una masa sanguinolenta cercana al hígado creímos distinguir una granada con su espoleta y su todo. Durante un segundo el pánico se apoderó de la sala, pero Barceló, el más experto de los cirujanos, descartó llamar a anti-explosivos como la otra vez, y él solo, cortando aquí y allá con suma precaución, logró aislar la granada, para su posterior extracción. El tractor nos pareció excesivo y, ya de puestos, el ramo de gladiolos de plástico fue recibido con cierta decepción, pues ni siquiera era un buen ramo de gladiolos; no así el piano y mucho menos el submarino que conmocionó tanto a Marta, la anestesista, que advirtió que su corazón no conseguiría soportar más sobresaltos y que no seguiría un segundo más en aquel sitio, pero entonces, hurgando por la parte del bazo, apareció la bicicleta y enseguida el colega Barceló y la propia Marta se la disputaron sin tener en cuenta que en ese momento el que blandía el bisturí era yo (en toda profesión hay leyes no escritas). Pero lo que nos dejó completamente vencidos fue la isla. Uno ha pasado por cientos de experiencias en este oficio de cirujano pero la isla, la isla, la isla...

 

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