ROTH, JOSEPH

Sigue lloviendo. La de hoy es una lluvia mansa, una lluvia sin vocación, que pide perdón por mojar las terrazas y las calles. Ayer acabé de releer un libro de Joseph Roth, Confesiones de un asesino. Hace una semana acabé Tarabas y estoy a la mitad de La marcha Radeztky, que me parece, contraviniendo la crítica, el menos interesante de los tres. Enseguida se ve que Roth es un tipo al que le gustan los personajes contradictorios, que luchan bien por salvarse, bien por no caer. En Confesiones el narrador se define como un mal bicho y en realidad apenas si logramos que alguna que otra vez no nos caiga antipático. Todo su problema es haber nacido en el lado equivocado y no ser capaz de superar eso por sí mismo, aunque hay veces que roza su liberación. Fantástico el personaje de Jänos Lakatos, una especie de personaje maléfico que todo lo infecta cuando se atisba en el final de ese túnel una salvación. Lakatos me parece exactamente ese personaje -he olvidado su nombre- que aparece de cuando en cuando en Viaje al fin de la noche, cuando precisametne se atisba alguna luz. Personajes de tal fuerza que nos hacen estremecer. Como ocurre con el loco Tarabas, un tipo inserto en el mal, un desgraciado que no estando conforme consigo mismo se busca un destino que lo excede, hasta que cae en la cuenta, en la gran cuenta. Me gustan estos personajes que viven en esa extraña ficción, en el sueño de sí mismos y eso los hace rodar y rodar por el abismo. Joseph Roth es un mago en eso. Se advierte en él el poso de la literatura rusa, cuajada de ángeles, idiotas y demonios.












U HRANY




a tras día me consagré a esa sola esperanza. Escribí cartas, soborné a los hombres de librea, con los que mantuve espúreas relaciones. Todo en vano. Me disfracé de echadora de cartas, envenené a un par de guardias, conspiré y logré verme con dos edecanes... Sólo con artimañas pude franquear las dos primeras puertas. Una mañana, mientras ascendía una vez más la empinada cuesta vi mi cara en el reflejo de un charco y caí en la cuenta de que se me había pasado la edad de seducir a los arqueros y que había consagrado mi vida a una causa imposible y estúpida. Descorazonada, volví a la ciudad donde me dí a los placeres de la madurez y a entender la compleja maquinaria que rige el universo. No me arrepiento. El hombre de los planos apareció un día por el mercado preguntando por mí y yo, desde lejos, me lo quedé mirando, sorprendida ante la finura de su ropa y esa esperanza que se le posaba en los hombros como si sobre ellos llevase el mismo ruiseñor con el que tantos años antes yo llegué. No escondí mi rostro cuando se detuvo ante mí, ni fingí estar transfigurada por la locura, como otros me sugirieron. Los más lo embaucaron, mientras se hacían invitar o lo maldecían entre dientes. No yo. Cómo espantarle el ruiseñor que aún portaba sobre sus hombros. Yo te creo, dije, seguramente te estarán esperando.

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