200, VASQUES & CIA

 
Un servidor en Sevilla hace unos días. El libro que reposa bajo
la aldaba es APUNTES DEL NATURAL, que acaba
de salir en la colección Vandalia, Fund. J.M. Lara.
No sé a qué esperas, vete a pillarlo o pídeme
que te lo mande en PDF. I´m sorry
Con ésta, hemos llegado a las 200 entradas. No es ningún hito, pero, bueno, conociéndome, sabiendo que la continuidad no es mi fuerte, me siento más o menos satisfecho. Bueno, en estas páginas hemos hablado un poco de todo, de la situación social y económica de este occidente en decadencia, de la ventana que me permite ver modestamente el mundo (por cierto hoy todo tiene un poco ese color gris sucio del invierno. Un mínima claridad se transparenta por entre las nubes menos opacas y eso es todo, porque hace frío, el cartel de "se vende" sigue en su peculiar transformación del rojo al verde y a veces, solo a veces, ladra un perro o el gallo ronco alza su quiquiriquí jopliniano)... Hoy parece un día apto para los balances, pero nunca me he sentido tentado por los balances. Sé que no he hablado de la tragedia última de Bangladesh, del segundo aniversario del 15 M, ni de Siria, ni de Bankia, creo, ni de tantas cosas que me hacen hervir la sangre de una realidad cada vez más opaca -como el día- y cada vez más sangrante. Tampoco he hablado, ahora que lo recuerdo, de la guerra en Mali o en Sudán, ni de tantas cosas y libros de los que me hubiera gustado hablaros.
 
Por cierto, que ayer acabé Los detectives salvajes de R. Bolaño, libro que he disfrutado un huevo. Una novela que se me ha parecido bastante a En el camino de J. Kerouack, pero mucho mejor escrita, mucho mejor hecha, muchísimo más interesante. Una novela que habla del camino, de esa cosa que es caminar, de seres perdidos en el desierto de la vida, seres que se buscan sin encontrar nada. Ahora que estoy realizando una selección de Libro del desasosiego (Vasques&Cía), libro donde unos seres rutinarios se enfrentan a su propio vacío, leer Los detectives salvajes, me ha resultado también abrumador porque en el fondo, unos desde su rutinaria quietud y otros desde su trashumancia, todos esos personajes se mueven como muñecos traspapelados, mordidos por una existencia banal y desintegradora. En ambos, en Pessoa y en Bolaño, tras esa primera película de puro nihilismo, se esconde una profunda ternura, una comprensión jonda de lo humano.
 
Pero bueno, hoy toca hablar de las 200 entregas y de la gente que se acerca a esta pequeña ventana que da al mediodía, o al menos ahí es donde quiero que dé, porque hay días que no tienen mediodía como hay sombras que nos muerden los tobillos o jueves remisos o desaparecidos que s acuestan con una polaca. Sin vosotros esta ventana no tendría mucho sentido, esa es la verdad. A veces me sorprendo por toda esa gente extraña que pasa, siquiera someramente, equivocados tal vez, por este foro. Hoy, por ejemplo, la radiografía quedaba así:
 
España 128, Estados Unidos 47, Rusia 24, México 8, Argentina 7, Alemania 7, Colombia 6, Guadalupe 5, Chile 4, Ecuador 4. Hasta Colombia todo bien, porque son asiduos en el ranking, pero a ver quién en Guadalupe puede sentirse interesado por estas páginas, o en Ucrania, Chequia, Indonesia, Australia, Bielorrusia, Malaisia, China, Perú, Bolivia, Salvador, Francia, Italia, Dinamarca, Noruega, Gran bretaña o Grecia, pongo por caso, donde de cuando en cuando aparecen visitantes. A todos vosotros, muchas gracias.
 
Nos vemos en las 300.
 
 

DEVASTACIÓN 


Durante meses reconstruí
aquel mapa según los dictados de mi enfermo padre. Tracé así carreteras que apenas llegaban al papel se cuarteaban ante el empuje feroz de las raíces de las ceibas; tendidos ferroviarios que se deformaban y quedaban inservibles horas después de haber sido trazados por la plumilla; pueblos que nacían aquí y allá, al albur de la costa y de las plantaciones, y cuyos muelles y pantalanes daban cobijo a inverosímiles cargueros que horas después aparecían orillados en las ciénagas, pecios descarnados y hundidos en la arena, ya pasto del olvido; durante días dibujé palacetes rodeados de vastas y geométricas plantaciones de cacao y caña de azúcar, donde antes, en los esplendorosos tiempos de la esclavitud había cuajado la felicidad, pero ahora, cuando ni siquiera terminaba de completar su dibujo, aparecían devorados por la espesura. Cuando al fin le entregué el mapa, mi padre quiso alzarse de su sillón. Temblando de ira, pidió que lo lleváramos a la ventana, apartó los visillos y durante un largo rato no dejó de imprecar y manotear en el aire, hasta que se sumergió en el vacío y observamos con resignación con qué voracidad la carne le iba siendo absorbida por los huesos.

 
 
 
 
 
Y ahora, como regalo del 200 edición, un relato de Bolaño, Jim.
 
JIM
Roberto Bolaño
Roberto Bolaño
Hace muchos años tuve un amigo que se llamaba Jim y desde entonces nunca he vuelto a ver a un norteamericano más triste. Desesperados he visto muchos. Tristes, como Jim, ninguno. Una vez se marchó a Perú, en un viaje que debía durar más de seis meses, pero al cabo de poco tiempo volví a verlo.
¿En qué consiste la poesía, Jim?, le preguntaban los niños mendigos de México. Jim los escuchaba mirando las nubes y luego se ponía a vomitar. Léxico, elocuencia, búsqueda de la verdad. Epifanía. Como cuando se te aparece la Virgen. En Centroamérica lo asaltaron varias veces, lo que resultaba extraordinario para alguien que había sido marine y antiguo combatiente en Vietnam. No más peleas, decía Jim. Ahora soy poeta y busco lo extraordinario para decirlo con palabras comunes y corrientes. ¿Tú crees que existen palabras comunes y corrientes? Yo creo que sí, decía Jim. Su mujer era una poeta chicana que amenazaba, cada cierto tiempo, con abandonarlo. Me mostró una foto de ella. No era particularmente bonita. Su rostro expresaba sufrimiento y debajo del sufrimiento asomaba la rabia. La imaginé en un apartamento de San Francisco o en una casa de Los Ángeles, con las ventanas cerradas y las cortinas abiertas, sentada a la mesa, comiendo trocitos de pan de molde y un plato de sopa verde. Por lo visto a Jim le gustaban las morenas, las mujeres secretas de la historia, decía sin dar mayores explicaciones. A mí, por el contrario, me gustaban las rubias. Una vez lo vi contemplando a los tragafuegos de las calles del DF. Lo vi de espaldas y no lo saludé, pero evidentemente era Jim. El pelo mal cortado, la camisa blanca y sucia, la espalda cargada como si aún sintiera el peso de la mochila. El cuello rojo, un cuello que evocaba, de alguna manera, un linchamiento en el campo, un campo en blanco y negro, sin anuncios ni luces de estaciones de gasolina, un campo tal como es o como debería ser el campo: baldíos sin solución de continuidad, habitaciones de ladrillo o blindadas de donde hemos escapado y que esperan nuestro regreso. Jim tenía las manos en los bolsillos. El tragafuegos agitaba su antorcha y se reía de forma feroz. Su rostro, ennegrecido, decía que podía tener treintaicinco años o quince. No llevaba camisa y una cicatriz vertical le subía desde el ombligo hasta el pecho. Cada cierto tiempo se llenaba la boca de líquido inflamable y luego escupía una larga culebra de fuego. La gente lo miraba, apreciaba su arte y seguía su camino, menos Jim, que permanecía en el borde de la acera, inmóvil, como si esperara algo más del tragafuegos, una décima señal después de haber descifrado las nueve de rigor, o como si en el rostro tiznado hubiera descubierto la cara de un antiguo amigo o de alguien que había matado. Durante un buen rato lo estuve mirando. Yo entonces tenía dieciocho o diecinueve años y creía que era inmortal. Si hubiera sabido que no lo era, habría dado media vuelta y me hubiera alejado de allí. Pasado un tiempo me cansé de mirar la espalda de Jim y los visajes del tragafuegos. Lo cierto es que me acerqué y lo llamé. Jim pareció no oírme. Al volverse observé que tenía la cara mojada de sudor. Parecía afiebrado y le costó reconocerme: me saludó con un movimiento de cabeza y luego siguió mirando al tragafuegos. Cuando me puse a su lado me di cuenta de que estaba llorando. Probablemente también tenía fiebre. Asimismo descubrí, con menos asombro con el que ahora lo escribo, que el tragafuegos estaba trabajando exclusivamente para él, como si todos los demás transeúntes de aquella esquina del DF no existiéramos. Las llamaradas, en ocasiones, iban a morir a menos de un metro de donde estábamos. ¿Qué quieres, le dije, que te asen en la calle? Una broma tonta, dicha sin pensar, pero de golpe caí en que eso, precisamente, esperaba Jim. Chingado, hechizado / Chingado, hechizado, era el estribillo, creo recordar, de una canción de moda aquel año en algunos hoyos funkis. Chingado y hechizado parecía Jim. El embrujo de México lo había atrapado y ahora miraba directamente a la cara a sus fantasmas. Vámonos de aquí, le dije. También le pregunté si estaba drogado, si se sentía mal. Dijo que no con la cabeza. El tragafuegos nos miró. Luego, con los carrillos hinchados, como Eolo, el dios del viento, se acercó a nosotros. Supe, en una fracción de segundo, que no era precisamente viento lo que nos iba a caer encima. Vámonos, dije, y de un golpe lo despegué del funesto borde de la acera. Nos perdimos calle abajo, en dirección a Reforma, y al poco rato nos separamos. Jim no abrió la boca en todo el tiempo. Nunca más lo volví a ver.
 
 
 
 

 
 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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