MARIAS

Hoy toca escribir en el blog. Por la mañana ha llovido un poco, lo que me ahorrará ir esta semana a regar los árboles de El Rodeo. Iré, con todo, el jueves a darme un garbeo. Veré además, cómo carajo están las cerezas. Bueno, la verdad es que apetece que en pleno junio caigan unas gotas -tampoco han sido muchas más. Ya todos nos vamos a tomar ese acento distendido y playero del verano.


E. Munch. Chica en el agua.
Os recuerdo que si pasais por Oslo o ya estais alli,
no se os lvide pasar por la gran exposición
que le rinde la capital noruega.
Bueno, antes de ayer, acabado Irving, me propuse empezar el nuevo libro de Javier Marías, Los enamoramientos. No es la primera vez que me las veo con una novela de Marías. Recuerdo que Rafael Suárez ponderaba mucho su obra y Rafael es un buen lector (saludos, Rafa, a ver si me pones unas letras, majo). Bueno, he visto que muchos críticos de prestigio la ensalzan, incluido Fernando Valls, a quien le tengo singular aprecio y el propio Bolaño tiene a sus cuentos y a los de Vila Matas -otro que para mí baila talmente que Marías- como los mejores. Bueno, sea. Pues bien: no puedo con Marías. Lo siento. Lo he probado varias veces, en distintos estados de ánimo, con diferentes intenciones y posturas y siempre, lo juro, con el propósito firme de entenderlo, de dejarme llevar por su escritura, pero me es imposible. Ya sé que es demasiado arriesgado enfrentarte a las plumas críticas más señudas con un asunto como el de Marías, pero, de verdad, no aguanto la escritura de Marías (y su figura me cae bien: oh paradoja, el tpo me cae del puto carajo: ¿esto cómo se come?). Dios, pero en punto a escritura, niño, es que no sabe escribir. No tiene ni idea de puntuación, está constantemente metido en digresiones y fluctuaciones que nada tienen que ver con la novela, su prosa carece de chispa y de ritmo, es tremendamente cándido en sus digresiones, adjetiva como el culo, desfallece, repite cosas sin importancia, avanza a trompicones, sin que parezca que hay un control sobre la materia narrada ni sobre su forma. Sus novelas parecen un mecano mal construido, con piezas que aparecen donde no corresponde... y sin embargo, pese a todo, el tío tiene miles de lectores, gente que come en su mano, tipos que hacen unas lecturas acojonantes de sus cosas, críticos honestos y escritores de talla que lo ponen en los cuernos de la luna. Te lo juro, yo no lo entiendo, auneque me alegro por él, de verdad.  Pero hay cosas que me cuesta entender. Recuerdo que cuando hacía Sin embargo nos llegó un relato de Marías. Creo que fue en el primer número: lo juro, no había por dónde cogerlo: parecía puntuado por un nubio harto de sake o por un niño de sexto al que le hubiera quedado lengua. Su redacción era pésima y el relato en sí era realmente un bluffff. Luego he intentado leer al menos 3 de sus novelas, la última, ya digo, Los enamoramientos, que he dejado en la página 100 sin, lo siento mucho, poder preguntarme nada acerca de ella, como no sea que quién carajo lo enseñó a puntuar o quién carajo le hace las ediciones.
E. Munch. Bocetos de mujeres. Lo dicho.
 Es que sus lectores no ven esto, joder. Es que les resulta normal que un tío que se dice y es escritor no domine, siquiera mínimamente, esta cosita sin importancia de la puntuación. Es que la puntuación, compadre, es fundamental, no ya para la corrección estilística que se le debe pedir a un escritor, a todo escritor, sino por la la cabal comprensión del texto (a Marías hay que leerlo a veces dos veces para entender qué carajo quiere decir). Es que se pierde el ritmo de lectura, es que acaso no haya  ritmo, sino una pallaipacá completamente cuarteado y sin compás, sin ningún compás, como hecho por un aficionado que tocaca desganadamente los bongós mientras sigue el ecorrido de una salamanquesa en la pared. No tengo nada en contra de Marías -te lo juro, tronco, nada, nadita, nada, lo diré por activa y por pasiva-, pero me resulta fascinante que la caterva de gente que lo lee lo pondere como una de las plumas más interesantes del panorama. ¿Cómo? Me gustaría verlo así, lo juro, pero es que no puedo. Me ocurre lo mismo con Hemingway o con Kundera, a quines creo muy sobrevalorados. Miren, a uno De Prada le cae como el culo -y el chico era majete en su día, lo juro por Snuppi, o al menos escondía bastante bien sus trasnochadas ideologías paleto-cristianas-, pero, coño, Prada escribe bien, uno lo lee de un tirón, tiene swim, porque el tío se curra la escritura; luego, será lo que sea y pensará como un godo del Pórtico de la Gloria, pero lo cortés no le quita lo caliente.
He encontrado en internet un relato de Marías. No es ni mucho menos el peor de los suyos. De hecho, sus hagiógrafos hablan muy bien de esta pieza que he elegido por lo mínima. Me gustaría que alguno de los lectores y seguidores confesos de Marías me hiciera una defensa de este relato o de su autor, que publicaré con sumo gusto y la humildad debida. Una curiosidad: yo he encontrado el relato así, como escrito a media res, pero creo que comienza tras la gran pausa. Es así? Yo al menos no encuentro justificación en ese detalle y sospecho que hay un error de comienzo, pero es así como lo he encontrado en internet y no me atrevo a modificarlo.

Domingo de carne





Javier Marías
Intenté calcular hacia qué punto podían dirigirse los ojos fijos del hombre, de mi vecino y , logré acotar un espacio no lo bastante pequeño para que mi vista reposara del todo y se tomara interés en lo interesante, pero al menos de este modo, copiándole en su mirada o intentando adivinársela, pude descartar la mayor parte de la extensión que tenía ante mí, una playa.
-¿Qué miras? -me preguntó mi mujer desde la cama.
Hacía mucho calor y se había puesto una toalla mojada sobre la frente, casi le tapaba los ojos, que no se interesaban por nada.
-No lo sé aún -dije sin volverme-. Estoy tratando de ver qué es lo que mira un hombre que está aquí al lado, en otra terraza.
-¿Por qué? Qué más te da. No seas curioso.
Me daba lo mismo, en efecto, pero en verano se trata de perder el tiempo más que de ninguna otra cosa, si no no se tiene la sensación de estar en esa estación, que ha de ser lenta y sin objetivo.
Según mis cálculos y mi observación, el individuo de mi derecha tenía que estar mirando hacia una de cuatro personas, todas ellas bastante cercanas entre sí y alineadas en última fila, lejos del agua. A la derecha de esas personas se abría un pequeño hueco, también a su izquierda, eso fue lo que me hizo pensar que miraba a una de esas cuatro. La primera (de izquierda a derecha, como en las fotos) me mostraba o nos mostraba la cara, ya que estaba recibiendo el sol de espaldas: era una mujer aún joven, estaba leyendo un periódico, tenía desabrochada la parte superior del bikini, no quitada (eso está mal visto en San Sebastián todavía). La segunda estaba sentada, otra mujer, de más edad, más corpulenta, con traje de baño de una sola pieza y un sombrero de paja, se untaba crema: sería una madre, pero sus hijos la habían abandonado, tal vez jugaban junto a la orilla. La tercera persona era un hombre, quizá su marido o su hermano, era más esbelto, tiritaba por capricho de pie sobre su toalla, como si estuviera recién vuelto del agua (tiritaba por capricho porque el mar no podía estar frío). La cuarta era la más distinguible porque estaba vestida, al menos el tórax cubierto: era un hombre mayor (la nuca canosa) sentado de espaldas, erguido, como si a su vez estuviera observando o vigilando a alguien en la orilla o unas filas más adelante, la playa como un teatro. Fijé mi mirada en él: estaba sin duda solo, no tenía que ver con el que estaba a su izquierda, el hombre que tiritaba en falso. Llevaba puesta una camiseta verde de manga corta, no podía ver si debajo tenía el traje de baño o un pantalón, si estaba vestido, inadecuadamente en aquel lugar, de estarlo llamaría la atención por eso. Se rascaba la espalda, se rascaba la cintura, la cintura era gruesa, debía pesarle, sería uno de esos hombres a los que les cuesta mucho incorporarse, para hacerlo tienen que echar los brazos hacia delante, con los dedos estirados como si alguien fuera a tirar de ellos. Se rascaba la espalda, un poco como si se señalara. No pude esperar a comprobar si se incorporaba así, con dificultad, ni a ver si llevaba pantalones o traje de baño, pero sí a saber que era él el objetivo de mi vecino, porque de pronto, con mis prismáticos fijos por fin en su cintura gruesa y su espalda ancha, vi cómo se derrumbaba, caía hacia delante, sentado, como caen las marionetas cuando las abandona la mano que las sujetaba. Había oído un golpe seco y amortiguado, y aún me dio tiempo a ver que lo que desaparecía de la terraza de mi derecha no era ya el brazo de mi vecino con los prismáticos, sino su brazo y el cañón de un arma. Creo que no se dio cuenta nadie, aunque el individuo que tiritaba se quedó parado, ya sin frío.

Estábamos alojados en el Hotel de Londres y durante las primeras veinticuatro horas en la ciudad no habíamos salido de la habitación, sólo nos habíamos asomado a la terraza para ver desde allí La Concha, demasiado llena para que resultara un espectáculo agradable. Sólo resulta grato lo que no es masivo y es distinguible, y allí no había manera de fijar la vista en nadie, pese a los prismáticos, el exceso de carne nivela e iguala. Los habíamos llevado por si algún domingo íbamos a Lasarte, al hipódromo, no hay mucho que hacer en San Sebastián los domingos de agosto, estaríamos allí tres semanas, nuestras vacaciones, cuatro domingos pero tres semanas, porque aquel segundo día de estancia era domingo y partiríamos un lunes. Yo me asomaba más que mi mujer, Luisa, siempre con los prismáticos en la mano, o mejor dicho, colgados del cuello para que no pudieran resbalárseme y caer desde la terraza al suelo, hechos añicos. Intentaba fijarme en alguien de la playa, escoger a alguien, pero había demasiadas personas para poder guardarle fidelidad a ninguna, hacía panorámicas con las lentes de aumento, iba viendo centenares de niños, docenas de gordos, decenas de chicas (ninguna con el pecho descubierto, en San Sebastián es aún infrecuente), carne joven y madura y vieja, carne de niño que aún no es carne, carne de madre que es en cambio la que es más carne porque ya se ha reproducido. En seguida me cansaba de mirar y entonces volvía a la cama, donde reposaba Luisa, le daba unos besos, luego regresaba a la terraza, miraba de nuevo con los prismáticos. Quizá me aburría, y por eso sentí un poco de envidia cuando vi que dos habitaciones más allá, a mi derecha, había un individuo que, también con prismáticos, los mantenía fijos en algún punto interesante, sin bajarlos más que al cabo de un rato y sin moverlos mientras miraba: los sostenía en alto, inmóviles, durante un par de minutos, luego descansaba el brazo y al poco volvía a alzarlo, siempre en la misma posición, no desviaba su mirada un ápice. Él no estaba asomado, al contrario, observaba desde dentro de la habitación, y por tanto yo sólo le veía el brazo con vello, hacia dónde, exactamente hacia dónde estaría mirando, me pregunté con envidia, yo deseaba fijar mi vista, sólo cuando se fija se descansa de veras y se pone interés en lo que se contempla, yo hacía barridos solamente, carne y más carne sin individualizar, si por fin salíamos de la habitación Luisa y yo y bajábamos a la playa (estábamos haciendo tiempo a que se despejara un poco, a la hora de comer previsiblemente), formaríamos parte del conglomerado de carnes idénticas en la distancia, nuestros cuerpos reconocibles quedarían perdidos en la uniformidad que procuran la arena y el agua y los trajes de baño, sobre todo los trajes de baño. Y aquel hombre de mi derecha no se fijaría en nosotros, nadie que mirara desde arriba -como él y yo hacíamos- se fijaría en nosotros una vez que formáramos parte del desagradable espectáculo. Tal vez por eso, para no ser divisados, para no ser enfocados ni distinguidos, es por lo que los veraneantes gustan de desnudarse un poco y mezclarse con otros semidesnudos entre arena y agua.







1 comentarios:

Anónimo dijo...

Reverenciadísimo maestro:
Sigo manteniendo que a Marías habría que darle de inmediato el premio Nobel, pero no el de literatura, claro, sino el de medicina, por su ardiente y constante defensa de los beneficios que conlleva el consumo de tabaco.
Tan sólo a una mente preclara como la suya se le han hecho evidentes, sin rendirse a las presiones de la OMS y de los tontos de los médicos.
Por si estos méritos no fueran suficientes, también ha descubierto el gran Marías las ventajas de descuidar el aseo personal, regalando sin tasa sus muchos y persistentes efluvios corporales, y de no acudir jamás a la consulta de un dentista, luciendo una cada día más escasa dentadura, propia de un desvencijado burro asmático.
Es, por tanto, toda una alhaja que embellece el erial patrio.
No me atrevo ni a pensar qué ocurriría en el Universo Orbe, que Marías cree que embelesado le contempla, si la criatura, además, supiera escribir siquiera un poco.