TIEMPO DE HENO Y DE CEREZAS

Tarde luminosa de junio. Tarde serena de junio. Los corrales se llenan de pájaros exultantes y dicharacheros. Brilla la tela metálica sobre el muro de ladrillos. La hoja de la adelfa -adelfas, ay adelfas- parece transparentarse con la luz de la tarde de junio. Tiempo ya de heno y de cerezas. Siempre me he sentido atraído por esta época del año. Supongo que el motivo será que cuando estudiaba en Sevilla, estos días suponían ya los primeros días de vacaciones y aunque solía trabajar durante los veranos, suponían una especie de reencuentro con todo lo mío y, cómo no, el reencuentro con toda esa gente -pero tú, tú, tú- que sólo veía durante el verano. Entonces verano e invierno eran dos estaciones distintas, completamente distintas. Pero, bueno, no quiero que me abrume hoy la melancolía, pues estos días de principios de verano no son ni lo fueron nunca de melancolía.
Hace unos días acabé 2666, de Bolaño y ahora he acabado Personas como yo de John Irving. Dos novelas poderosas, sin duda. Entre medias, relecturas. Si, es cierto, llega un momento en la vida en que uno se orienta mucho mejor por el pasillo tenebroso pero seguro de las relecturas, mucho más fiables siempre y también, por qué no, mucho más inquietantes.

2666, la novela póstuma del chileno despista al principio. La subnovela de los cuatro profesores que abre el volumen, me parece que no es el mejor de los pórticos. De hecho hace un par de años abandoné la novela en esa suerte de baile insustancial y endiabladamente irónico, eso sí, que parecen marcarse los cuatro estudiosos, pero luego, en cuanto la novela se ancla en Santa Teresa, en cuanto aparece el viejo profesor, la atmósfera cambia y su armazón crece drásticamente (para mucho mejor). Luego ya no declina su ritmo y su precisión dramática va en constente aumento. Interesantísima la tercera parte, donde aparece el periodisdista que va a cubrir un evento deportivo y se encuentra con la hija del porfesor chileno y toda la tostada. Demoledoramente bien escrita la parte de las desapariciones (con esa letanía periodística de los casos combinada con la narración o narraciones que su investigación va suscitando) y, aunque menos, la parte final dedicada a conocer la historia de Archimboldi. Me parece, sin embargo, que la historia de la hija del profesor queda en el aire y que debiera dar paso a una última novela no escrita, pero ya delineada. Con ella, es posible que la historia se cerrase mucho mejor. En todo caso esa sensación de inacabada, de novela hecha bajo otros mimbres, me interesa. Ya estas "disfunciones" estructurales, estaban bastante presentes en Los detectives salvajes, donde el hilo que va pespunteando las distintas partes se presenta como demasiado fino y alocado, pero es tal vez esta finura, esta sensación de inacabamiento, este desdén por la perfección lo que acaso produzca en el lector una experiencia de extrañamiento, que yo creo que un buen lector debe apreciar. Pasa, supongo, como con Libro del desasosiego, donde su propia imperfección es la que nos sobrecoge, acaso porque la obra humana, cualquier obra humana es imperfecta, y si no lo es en el momento de acabarse, lo será después, cuando el tiempo le arranque sarpullidos y desconchados.

El último libro de Irving, autor al que yo me había perdido hasta la fecha, me ha interesado mucho también. Quiero leer más cosas de este escritor norteamericano. Me gusta su manera de narrar, el tempo narrativo y esa distancia tan flexible que establece entre la complicada trama novelesca y la narración en sí. Estamos, claro, ante alguien que ha leído bastante bien a Dickens, que conoce y aprecia esa verborrea tan típica de Dickens y en general de la novela del XIX, pero que es capaz de ir más allá, mucho más allá, creando personajes poderosos y ambiguos y situaciones complejas, poniendo en la escena a no menos de 50 personajes, cada uno de los cuales con una clara impronta personal y con una limpieza y una profundidad realmente prodigiosas. La novela narra la historia de un chico que en su pubertad descubre su interés sexual tanto por las chicas como por los chicos y que trata de vivir su bisexualidad en un pueblo de Vermont, un entorno claramente hostil. Después la novela va girando sobre los conflictos de esa bisexualidad, incluyendo la "década reaganiana" del SIDA, que azotó atrozmente al colectivo gay de los USA. Esta parte no está demasiado conseguida, a mi juicio. El escenario, tan shakesperiano,  por cierto de First Sixter se diluye y eso acaba pagándolo la narración, de modo que acaso las últimas cien páginas, no estén en consonancia con lo anterior. Deduzco que a una historia tan compleja como la que aquí nos propone Irving, no es fácil rematarla. En narrativa es capital saber dónde acabar la historia, sin que nos parezca haber leído de más (Hemingway, Hemignway). El narrador nos ha de abandonar en el lugar exacto, en esa parada de autobús que nos deja más cerca de casa, pero no en casa, porque es al lector a quien corresponde unir esos flecos últimos, andar los últimos pasos y habitar esa casa. El encuentro final del narrador con el padre es, a mi juicio, insustancial y perfectamente prescindible, así como toda la parte de su regreso a First Sixter, la muerte de Tom Atkins, todo lo que viene después de su vida en NYC. Nada añaden de nuevo ni de sustancial al relato. La desaparición de Al Gran y de Kittregde, dos personajes centrales de la narración acaso debieran haber sido tratados con mayor extensión o entidad dramática: con ellos arranca la novela y acaso con ellos debiera concluirse. En cambio (incomprensiblemente) sí que se cuenta en detalle el fallecimiento de Delacorte, personaje que hasta entonces había sido poco o nada significativo en la trama. Personajes como el abuelo Harry, tan aficionado al transformismo, Kittregde, el enfant terrible, el tío Bob, la impagable señorita Frost y Elaine, todos ellos tan bien delineados, tan inolvidables, salvan con creces esta caída final de la narración.

Y bueno, que mientras escribo esto, se va yendo la tarde y se va yendo un día más de esta vida irreparable, de esta vida que camina, paso a paso hasta su término, que es el fluir.

Hoy os voy a dejar con un regalito. Un cuento de Miguel Torga, el escritor de Coimbra. Este es acaso uno de mis relatos favoritos. Pertenece al libro Bichos, que podría traducirse como Bichos o casi mejor, Animales. Espero lo disfrutéis.

También espero vuestros comentarios, porque a veces siento que a pesar de las estadísticas de visitas, ahí afuera no hay nadie y no sé si de verdad merece la pena que siga frecuentando esta pequeña ventana. Tengo mis dudas, os lo juro.


VICENTE

Miguel Torga

Trad. Manuel Moya

 Aquella tarde, a la hora en que el cielo se mostraba más duro y más siniestro, Vicente abrió sus alas negras y partió. Cuarenta días se habían cumplido desde que, integrado en la nómina de los escogidos, entrara en el Arca. Pero desde el primer instante todos se dieron cuenta de que en su espíritu no había paz. Callado y sombrío, andaba de aquí para allá en una agitación continua, como si aquel gran barco donde el Señor preservara la vida, fuese un ultraje a la creación. En semejante barullo -lobos y corderos hermanados ante el mismo destino-, apenas su figura negra y seca se mantenía inconforme con el método de Dios. En su imaginación silenciosa, preguntaba: "Por qué carajo los animales tienen que estar involucrados en la confusa cuestión de la torre de Babel?" ¿Qué tenían que ver los bichos en las fornicaciones de los humanos, que el Creador quería castigar? Justos o injustos, los altos designios que determinaban aquel diluvio golpeaban una y otra vez un sentimiento profundo, de irreprimible repulsa. Y cuanto más inexorable se mostraba la prepotencia, más crecía la rebelión de Vicente.
Cuarenta días, pues, de pura hambre pasó allí. Ni siquiera él mismo podía contar cómo descendió del Líbano hacia el muelle de embarque y luego, en el Arca, recibió durante tan largo tiempo la ración diaria de las manos serviles de Noé. Pero podría vencer. Consiguió, al fin, superar el instinto de conservación y abrir las alas al encuentro de la inmensidad terrible del mar.
Tan insólita marcha fue presenciada por grandes y pequeños con un respeto callado y contenido. Pasmados y deslumbrados, lo vieron, temerario, a pecho descubierto, atravesar el primer muro de fuego con que Dios le quiso impedir la fuga, para luego sumirse en los confines del espacio. Pero ninguno dijo nada. Su gesto fue en aquel momento el símbolo de la liberación universal. La conciencia en protesta activa contra el arbitrio que dividía los seres en elegidos y condenados.
Pero aún en lo íntimo de todos, aquel sabor del rescate, ya desde lo alto, ancho como un trueno, penetrante como un rayo, terrible, la voz de Dios:
-Noé ¿dónde está mi siervo Vicente?
Bípedos y cuadrúpedos se quedaron petrificados. Sobre la cubierta barrida de las ilusiones, descendió, pesada, una mortaja de silencio.
De nuevo el Señor paralizó las consciencias y el instinto fue reduciendo a una pura pasividad vegetativa el residuo de la materia palpitante.
Sin embargo Noé era hombre y como tal se aprestó a las armas de defensa.
-Debe andar por ahí... ¡Vicente! ¡Vicente! ¿Dónde se ha metido Vicente?
Nada.
-¡Vicente!... ¿Nadie lo ha visto? ¡Búsquenlo!
Ni una respuesta. La creación entera parecía muda.
-¡Vicente! ¡Vicente! ¿Dónde puñetas se habrá metido?
Así hasta que alguien, compadecido de la mísera pequeñez de aquella naturaleza, puso fin a la comedia.
-Vicente ha huido.
-¿Cómo que ha huido? ¿A dónde ha huido?
-Huyó. Se fue volando...
Gotas de sudor frío ensancharon las sienes del desgraciado. De repente se le ablandaron las piernas y cayó redondo al suelo.
En la parduzca luz del cielo hubo un eclipse momentáneo. Por las manos invisibles de quien dirigía las furias, pasó, raudo, un estremecimiento de duda.
Pero la divina autoridad no podía permanecer así, indecisa, titubeante, a merced de la primera subversión. La perplejidad duró un instante apenas. Porque luego la voz de Dios retumbó de nuevo por el cielo inmenso, en una severidad tonante.
-Noé, ¿dónde está mi siervo Vicente?
Despertado del desmayo, tembloroso y confuso, Noé trató de justificarse.
-Señor, tu siervo Vicente se evadió. A mí no me pesa conciencia alguna de haberlo ofendido o de haberle negado su ración diaria. Nadie lo ha maltratado aquí. Fue su pura subversión lo que lo decidió a... pero perdónale y perdóname también a mí... Y sálvalo que, como mandaste, sólo lo guardé a él...
-¡Noé! ¡Noé!
Y la palabra de Dios, funesta, tronó de nuevo por el desierto infinito del firmamento. Después se siguió un silencio más terrible todavía. Y en el vacío en el que todo parecía flotar, se oía, infantil, el llanto desesperado del patriarca, que entonces tenía seiscientos años de edad.
Mientras tanto, suavemente, el Arca iba cambiando de rumbo, como guiada por un piloto encubierto, como movida por una misteriosa fuerza, apresurada y firme -la que hasta entonces bogara indecisa y morosa al albur de las olas-, se dirigió hacia el lugar donde cuarenta días antes se alzaran los montes de Armenia.
En la conciencia de todos, idéntica angustia e idéntica interrogación. ¿A qué represalias recurriría ahora el Señor? ¿Cómo acabaría aquella rebelión?
Durante horas y horas el Arca navegó así, cargada de incertidumbre y terror. ¿Obligaría Dios a regresar al cuervo, o qué? ¿Lo sacrificaría pura y simplemente como ejemplo? ¿Qué haría, finalmente? ¿Y habría resistido Vicente la furia del vendaval, la oscuridad de la noche y el diluvio sin fin? Y, caso de vencer los obstáculos, ¿a qué paraje arribaría? ¿En qué lugar del universo restaría aún algún cabo de esperanza?
Nadie daba respuesta a sus propias preguntas y los ojos se clavaban en la distancia y los corazones se apretaban en un sentimiento de rebelión impotente, y pasaba el tiempo.
De pronto un lince, de visión más penetrante, vio tierra. La palabra, gritada con miedo, por parecer alucinación o blasfemia, se propagó por todo el Arca como un perfume. Y toda aquella fauna desilusionada y humillada se posó sobre cubierta, en un alborozo grato y alentador por haber todavía suelo firme en este pobre universo.
¡Tierra! Ni mesetas, ni vegas ni desiertos. Ni siquiera la reciedumbre tranquilizadora de un monte. Apenas la cresta de un cerro emergiendo ante la multitud. Era más que bastante, con todo. Para todos cuantos lo veían, el pequeño peñasco resumía la grandeza del mundo. Encarnaba su propia realidad, hasta entonces transfigurado en meros y fluctuantes fantasmas. ¡Tierra! Una minúscula isla de solidez en mitad de un abismo movedizo y nada más importaba o tenía sentido.
¡Tierra! Desgraciadamente la dulzura del nombre traía en sí un amargor. Tierra... Sí, aún existía el vientre cálido de la madre. Pero ¿y su hijo? ¿Y Vicente, fruto legítimo de aquel seno?
Sin embargo, Vicente vivía. A medida que la barca se acercaba, se fue clarificando en la lejanía su figura esbelta, recortada en el horizonte como una línea severa que delineaba un cuerpo y era al mismo tiempo un perfil de fortaleza.
¡Llegó! ¡Consiguió vencer! Y todos sintieron en el alma la paz de la humillación vengada.
Lo que ocurría es que las aguas continuaban creciendo y el pequeño otero, segundo a segundo, iba disminuyendo.
¡Tierra! Pero en una porción tan exigua que hasta los más confiados la miraban con ansiedad, como tratando de defenderla de la vorágine. De defenderla y de defender a Vicente, cuya suerte estaba ligada al telúrico destino.
"Pero, ah, estaban rotas las fuentes del gran abismo y abiertas las cataratas del cielo". Y hombres y animales comenzaron a desesperar ante aquel sumergirse irremediable del último reducto de activa existencia. No, desde luego nadie podría luchar contra la determinación de Dios. Era imposible resistir ante el ímpetu de los elementos, regidos por su implacable tiranía.
Transida, la turba sin fe miraba la reducida cima y el cuervo posado en lo alto. Palmo a palmo la cúspide fue devorada. Apenas si quedaba de ella un peñasco, sobre el cual, negro, sereno, único representante de lo que era la raíz plantada en su justo medio, impávido, permanecía Vicente. Como espectador impersonal, observaba el Arca que ascendía con la marea. Escogió la libertad, y aceptó desde ese momento todas las consecuencias de tal opción. Miraba la barca, sí, pero para encarar de frente la degradación que rechazara.
Tanto Noé como el resto de los animales asistieron mudos a aquel duelo entre Vicente y Dios. Y en el espíritu claro o turbio de cada cual, este dilema: o se salva el pedestal que sostiene a Vicente y El Señor preserva la grandeza del instante genesíaco -la total autonomía de la criatura en relación al creador-, o, sumergido en su punto de apoyo, moriría Vicente y su aniquilación invalidaría esa suprema hora. La significación de la vida estaba ligada indisolublemente al acto de insubordinación. Porque nadie más dentro del Arca se sentía vivo. Savia, respiración, sangre de su sangre, era aquel cuervo negro, mojado de la cabeza a los pies, que, calma y obstinadamente, posado en la última posibilidad de supervivencia natural, desafiaba a la omnipotencia.
Por tres veces una ola alta, un principio de fin, lamió las garras del cuervo, pero tres veces se sostuvo. A cada tarascada, el corazón frágil del Arca, pendiente del corazón resoluto de Vicente, se estremeció de terror. La muerte temía a la muerte.
Pero en breve fue ya evidente que el Señor iba a ceder. Que nada podía contra aquella voluntad insoslayable de ser libre.
Que para salvar su propia obra, cerraba, melancólicamente, las compuertas del cielo.
 

1 comentarios:

Ignacio dijo...

Qué sí, hombre, claro que sí.
Te leemos siempre y sin descanso.
Hoy, además, nos recuerdas a Torga, el auténtico gran señor de las letras en aquellos interminables y tristes, aunque también algo añorados, años del doctor Salazar.
Tenía Torga la costumbre de numerar y de firmar todos y cada uno de los ejemplares de aquellas deliciosas ediciones que él mismo mandaba imprimir.
Tengo yo por casa alguno de estos volúmenes, rescatado del inconsciente olvido de los chamarileros de Alfama.
Se ha salvado así sólo de las inclemencias del tiempo para perderse de nuevo en el olvido caótico e inevitable de los anaqueles de mi despacho.
Tal vez regrese, quién sabe si pronto o tarde, a los tenderetes de otros chamarileros, quizás de ciudades lejanas, y quién sabe si algún día alguien no vuelva a fijar la mirada en sus gastados lomos.