CEREZAS





Hoy vamos con el segundo de los relatos de "Ningún espejo"



CEREZAS


a ginés, que sabe de cerezas
a pilar y a lalle

   
Su padre, un pobre minero que perdió un ojo en la mina, lo decía con mucha claridad: Avelino, niño, he visto mucho mundo y los hombres se dividen en dos, los que sí y los que no. A él le había inculcado que fuera de los del sí y él se lo tomaba muy a pecho. Avelino Rivero llevaba sobreviviendo lustros en los límites de la ciudad y de sí mismo, pero no se quejaba ni de lo uno ni de lo otro. Desde que abandonó su casa y su tierra, había llevado una vida bronca y difícil, pero qué vida bien mirada no lo es. Desde que se posó en las afueras, llevaba bregando cuarenta años y allí seguía, firme como un palo. Mientras él se había quedado en su casucha, la ciudad se le había ido acercando, pero por lo que se refiere a él, no había dado un paso atrás. Cambiaron gobiernos, carreteras, alcaldes, y hasta el clima, pero él seguía allí, en los límites de la ciudad, aguantando mecha. Lo uniquito que para él contaba era que sus hijos les hubieran salido todo lo buenos que pueden salir los hijos de un pobre. Lo demás, se decía a sí mismo, son cuentos.
    Con las cuatro perras que se sacaba con el cobre y la paguita de la beneficencia, Avelino Rivero vivía una segunda juventud. Se levantaba en cuanto salía el sol, se ponía en marcha bicheando las obras y en llegando el mediodía cargaba el carro de tubos y de alambres y se ponía en camino hacia el Sernita, que le compraba todo lo que llevaba. Tal vez en lo del Sordo San Juan le dieran más pero quién se andaba una pila de quilómetros para allá y otros tantos para acá empujando el carro. Eso lo hacía cuando tenía a los niños en la chabola y le sobraban los cojones. Ahora ya tiene bastante con el Sernita. Después de descargar el cobre, nada más doblar la esquina, Avelino se toma una Cruzcampo en lo del Juanín el Palanca o como se llame y, si hay tiempo, se pone a bichear por las inmediaciones, unas veces a espárragos, otras a tagarninas, en fin, lo que dé el tiempo y la salud. La ciudad, lo que se dice la ciudad, le quedaba casi tan lejos como cuando salió de la mina, un porrón de años antes, cuando a su padre le diagnosticaron aquello tan malo y él dijo que por bien que pagaran, la mina no era para él. Cosas de la oscuridad, de esa cosa que le entraba con la oscuridad. Y lo que son las cosas, él, que huía del cobre, hacía lo menos diez años que vivía del cobre. Lejos ya quedaba la etapa de la gaseosa, cuando se pasaba el día cargando cajas de gaseosa por esos barrios de dios y con cuatro bloques y cuatro chapas se fue haciendo la casita. Ahora tenía bastante con ventear el cobre y cargarlo hasta el Sernita; más lejos todavía el tiempo en el que a pique estuvo de perder la cabeza con la desgracia de la Santos, su mujer, que un día desapareció sin más ni más y hasta hoy, Lucas. Para él que a la Santos se la mataron, o, probecita, que se la llevaron a quién sabe dónde la gente de la prostitución, pero es como si le hablara al viento, pues hasta sus hijos le dicen que se olvide, que tire para adelante y se olvide porque eso son películas de la policía y ganas de desbarrar. Ellos sabrán. De todo eso hace mucho; tanto, que cuando se acuerda, ya no le hierven los ojos ni siente como que le empieza a picar el corazón.
    Perdida su mano contra la fortuna, lo que de verdad le reconforta ahora, cuando ya son otras cosas las que empiezan a fallarle, es tener unos hijos tan buenos y honrados como los que tiene, aunque los pobres no tengan tiempo de venir a verlo. La Paca y el Ignacio, el Ignacio y la Paca, eso es, ésos son sus nombres. Parece mentira, se dice, mirando a su alrededor y sintiendo que la vida, bien mirado, no lo ha tratado tan mal. Sus hijos y este cielo que disfruta desde los mismos límites de la ciudad, pueden corroborarlo. Sólo le falta la Santos, su mujer, pero a la Santos se la llevaron los de los puticlubs y eso no hay manera de quitárselo de la cabeza.
    El caso es que hoy Avelino anda cabizbajo, medio malote, con un retintín en la cabeza, y eso que para un hombre que ha vivido como él, hay ciertas cosas del ánimo que parecen más bien lujo, cosa de señoritingos. No es que haya vuelto a ver a los de la constructora andando por ahí. No. El hombre anda hoy medio tristón, como si el mundo se le hubiera vuelto bocabajo y él no diera con la tecla. El que se hubiera convertido en el día más feliz del año, le ha salido, cómo decirlo, un poco rana. Rana, sí, eso es, rana. ¿Por qué? Esto es precisamente lo que tratamos de explicar.


Desde hace una semana no sabe qué hacer con los chorlos que se le posan en el cerezo del cimbarón, cuando ya la ciudad definitivamente ha dejado paso al campo campo. A tres patadas de su casita, todo lo más. Parece que el cimbarón y los alrededores son propiedad de una constructora que con su cartel amarillo anuncia que en esos terrenos se va a construir un barrio para ricos, un hipermercado y no sé qué más, pero el cartel lleva un año ahí y no parece que la cosa sea de hoy para mañana. El cartel, por tanto, no constituye ningún problema para Avelino, pues él calcula que para cuando comiencen a levantar el barrio residencial ese o lo que sea, él ya estará criando malvas en San Jerónimo y es que setenta y dos abriles alguna ventaja habrían de tener. No, lo que a Avelino le ha tenido en un sin vivir es que los chorlos se le coman las cerezas del cimbarón antes de que sus dos nietos, el Javier y la Vanessa vengan, como les ha prometido su padre, su hijo, quiero decir, a mediados de junio, en cuantito se acabe la escuela. Es por eso que se compró la escopeta en lo del Sernita, al que él, harto de que si esto que si lo otro, le vende los tubos y los alambres que bichea en las obras. Nadie se extrañe de que le haya soltado cincuenta euros por una vieja escopeta que sólo sirve para hacer ruido y espantar a los chorlos. Con ese dinero en la ciudad ciudad se hubiera comprado una como dios manda, pero para lo que él la quiere le sobra con esa. Por eso, para que sus nietos sepan lo dulces y buenas que son las cerezas corazón de gallo del cimbarón y las vean en las ramas y las disfruten y se suban al cerezo, mientras él, desde abajo, les vaya diciendo, tened cuidado con las ramas, que son muy traicioneras. Durante días, desde que el sol sale hasta que se acuesta por esos campos de dios, dejando todo teñido de rojo, Avelino ha estado vigilando las cerezas como el guardia jurado que no ha sido nunca y que ahora que conoce el oficio le hubiera gustado ser. Durante ocho días las ha visto madurar y ha contado las horas que faltaban para la llegada de sus nietos el Javierito y la Vanessa, la Vane y el Javierito, cuando por fin se puedan subir al cerezo. Ocho, siete, seis...
    ¿Desde cuándo no ve a sus nietos?, se preguntaba en esas hondas tardes de junio frente al cerezo. Cuatro, cinco años o más. Habrá que ver cómo andarán de crecidos y de mozos. Fijo que cuando los vea no los conozco, se dice. Entonces eran chicos, pero justito ahora que se bajan del coche, resulta que son igual de altos o más altos que él. Lo mismito, vaya, que su padre, parece que lo estuviera viendo. Sobre todo el Javier, que es esmirriado y larguirucho como él, ¿te acuerdas? Y luego, tan tímido y tan reservado, cristo, qué edad. Por eso, le ha faltado tiempo para decirles que por la mañana muy tempranito les esperan las cerezas. Al decirlo ellos, los nietos, quiero decir, han puesto una interrogación en sus ojos, y ninguno ha dicho, abuelo, esta boca es mía. Se han sonreído un poco, se han encogido de hombros, como si dijeran ¿nos lo estás diciendo a nosotros, abuelo? El Javierito ha mirado al suelo y se ha escondido detrás de su padre, como avergonzado. Tampoco a la Vanessa, tan guapa, tan no sé qué, niña, ya estás hecha una mujercita, como la Santos, tu abuela, se le ha encendido la cara. Se suceden segundos extraños e infinitos en la cabeza de Avelino el buhonero. Qué he dicho, piensa. Es su hijo Ignacio el que acaba de aclarárselo. Mira, papa, tú deja tranquilo a los niños. Los niños no quieren ir a por cerezas, sino al Hipercor. ¿Al Hipercor? ¿Qué se les ha perdido en el Hipercor?, replica confundido. Los críos de ahora no son como nosotros, ¿te acuerdas?, dice el hijo abriendo las manos y como aupando los hombros. Pero las cerezas, las cerezas, las cerezas, al viejo le cuesta arrancar, está aturdido, no sabe, le faltan las palabras... Cerezas ya las verán en el Hipercor, y mejores, padre, mucho mejores. Cualquiera sabe lo que le echarán a esas cerezas, replica Avelino, aturdido, cabizbajo. Además, padre, qué se las ha perdido a los zagales encima de un cerezo. Los zagales asienten, se escabullen, se miran entre ellos, suspicaces, como que se esconden y se alejan. ¿Entonces, las corazón de gallo? Las corazón de gallo, sí, también las corazón de gallo y las picotas y todas las que se les antojen, padre. No me digas que no has ido nunca a un hipermercado. Aquí mismo, dice Avelino, van a construir uno. ¿Un hipermercado? Eso dice el cartel, afirma Avelino, pero Avelino no sale de su asombro. Parece como si pasara por una de esas arquetas donde todo, de repente es oscuro. Igualitas van a ser las cerezas del hipermercado que las del cimbarón. Igualitas, se dice muy bajo, para escucharse, sólo para escucharse: igual por los cojones.
    El hijo, que ya ha notado en su padre una cierta lentitud, como si una nube lo recorriera por dentro, le pregunta por los vecinos, por Rosa, por el viejo legionario, por la mujer aquella, cómo se llamaba, sí, a la que metieron en el talego, por el viejo Palanca y su bujío de mierda, por si ya se sabe algo del nuevo plan urbano y qué harán con las chabolas, si es ya formal lo de la construcción de ese, como se llame, hipermercado, si antes de eso le van a reconocen la propiedad, si al final le darán o no los papeles o al menos una indemnización por la chabola. Lo primero que oye Avelino: plan urbano, propiedad, indemnización. ¿Qué propiedad, qué indemnización? ¿Esto no es campo campo? ¿Eso es que nos van a echar de aquí?, pregunta alarmado. Al menos, no todavía, suspira el hijo, que por si acaso piensa pasarse por el ayuntamiento a ver qué se sabe del plan y de las indemnizaciones o si al menos tienen previsto darle un piso en otra parte. Entonces lo de las cerezas... Javier vuelve a su gesto anterior y los niños, entre risas, ya han salido de la casucha. Antes les gustaba, dice. Se pasaban todo el día corriendo por ahí, con los pájaros y las cosas. No te hagas sangre, vamos, ¿no ves que son grandes y no están en edad de corretear por ahí? Avelino los mira y siente el escalofrío de un tiempo que se empeña en correr y correr, poniendo todo patas arriba. Estos críos crecen que es un gusto, papá, dice Javier, su hijo, pero no te preocupes, ellos se gobiernan solos, estaban locos por verte y aquí están, ¿no ves lo grandes que se han puesto? Pero entonces, las cerezas, las cerezas... ¿Desde cuándo no vas al centro, padre? ¿Al centro?, ¿qué se me ha perdido a mí en el centro? Mañana cogemos los cuatro y nos vamos al centro: allí comeremos como dios manda. En el Palanca..., comienza a decir. Anda ya, padre, el Palanca es un bujío de mala muerte. Allí no comen ni los perros. Avelino baja los ojos, pero de repente siente sobre sí el peso de sus setenta y dos años. Mañana será otro día.
    Ya al quitarse las botas asume por vez primera ese peso físico que lo vence hacia el suelo, como si fuera, no sé, una comezón de ausencia, una fatiguita que se le ha echado de golpe sobre sus huesos, hasta el punto de que ni en la cama consigue enderezar el sueño, él que es un reloj para lo suyo.
    Los zagales, se dice, se va diciendo, han crecido, qué torres, madre, qué torres y no están en edad de subirse a los cerezos, porque los cerezos son traicioneros y ellos están hechos ya unos zagalones, dios santo, y vuelta a empezar, si la buena de la Santos los viera, pero al menos podrían haberse llegado al cerezo que está a cinco minutos y ver las corazón de gallo, dios santo, que a ver qué malo tiene eso.
    En cambio se han ido a dormir a una fonda porque dice Javier que aquí, en la chabola, quiero decir, no hay intimidad —¿intimidad?— y qué se le va a hacer, pero por Dios las cerezas, las cerezas... Y en el silencio hondo de la tarde le parece estar escuchando a los chorlos mientras picotean y picotean las cerezas corazón de gallo. Dios santo, se dice, mirando la escopeta con el ánimo espantado y una comezón de huesos que se aguan y que se vencen. Le duele lo de la fonda. ¿Quién se gasta dinero en una fonda teniendo techo? La casita es chica, muy chica, tendría que haber comprado unos ladrillos y hacerle un cuartito más, pero es cien veces mejor que una fonda. Quizás... Durante ocho días seguidos no ha hecho otra cosa que vigilar las cerezas y se ha gastado cincuenta euros para intimidar a los chorlos. Por eso anda como espantado, como si de pronto el mundo se hubiera puesto bocabajo y a él ya no le quedaran fuerzas y los huesos, Dios santo, los huesos se le estuvieran enguachinando. La cosa, vista así, podría ser hasta graciosa, pero para Avelino es más bien dramática. Esa es la palabra, dramática, así que en cuanto barrunta el olor de las primeras luces, una hora antes de que se echen sobre la ventana, se escurre de su camita supletoria, toma la escopeta y se marcha siguiendo el mismo camino de los últimos días, hacia el cimbarón del cerezo.
    Camina despacio, apesadumbrado, confuso, medio atontolinado por llevar la escopeta que hoy no le servirá ni siquiera para espantar a los chorlos. Cuando llega a la hondonada, se sienta al ladito de una piedra, como ha venido haciendo durante todos, todos los días. Poco a poco comienzan a abrirse grietas de luz aquí y allá y la ciudad, con lentitud, parece despabilarse. Él sabe de eso. Le basta poner la mano sobre la tierra para notar cómo todo se va despertando, cómo la tierra se va emberrechinando por dentro, entrando en sazón. Al cabo de más de hora y media, los pájaros comienzan a estirar sus cuellos y a tentar el aire con sus vuelos rasantes y nerviosos; el sol, cobrizo, se va erizando sobre un cielo lechoso e inmóvil. En el cerezo parecen pugnar los frutos carnosos y brillantes. Es un gozo ver tantas cerezas juntas. El cartel amarillo de la constructora, a sus espaldas, tan quieto, tan indiferente, parece puesto allí desde la eternidad, se dice, vigilándolo a él y a los cerezos. Gira el cuello. ¿Dónde pone lo de las indemnizaciones?, se pregunta. Después de mucho rato, los primeros chorlos tratan de acercarse a la masa compacta y verde del cimbarón, pero no acaban de decidirse. Su presencia los intimida, pero los chorlos no tienen ojos más que para las cerezas y giran y giran sobre la copa cada vez más enloquecidos. Él los observa, viendo como poco a poco estrechan el vuelo, y se van acercando al cerezo, cómo alguno más atrevido se posa brevemente en una rama y luego de picotear una primera cereza levanta el vuelo, previsor. Al cabo Avelino se echa la escopeta a la cara, cierra un ojo y dice muy muy bajito, para que no se oiga, pum pum, y luego, como cansado del esfuerzo, deja la escopeta en el suelo y restriega indolentemente la bota sobre la tierra. Quisiera echarse a llorar o, mejor aún, que ahí, no sé, mirando los diminutos corazones rojos que ahora se comen los chorlos, le llegara por fin el sueño.

1 comentarios:

ARME dijo...

Qué tierno, Avelino es la propia imagen de la fortaleza de salida. Enorme personaje. Gracias!