Me cuenta Chus Visor que el Campos está ya en el andén. Qué alegría. 1200 páginas de vellón. Poesía en estado de gracia. Nunca Pessoa llegó más lejos como poeta que con Campos.
Ayer mismo también me llegaron las primeras galeradas del Caeiro, que publicará Baile del Sol. Ah, no hay nada como una primavera pessoana.
En fin os dejo hoy con el prólogo a la edición del Campos de Visor, para ir abriendo boca.
Ayer mismo también me llegaron las primeras galeradas del Caeiro, que publicará Baile del Sol. Ah, no hay nada como una primavera pessoana.
En fin os dejo hoy con el prólogo a la edición del Campos de Visor, para ir abriendo boca.
ÁLVARO DE CAMPOS, COMPAÑERO DE
VIAJE
“Álvaro de Campos nació en Tavira el día 15 de
octubre de 1890 [...] es ingeniero naval (por Glasgow) […] alto
(1,75 m de estatura, dos cm más que yo), delgado y con cierta
tendencia a encorvarse […], entre blanco y moreno, tipo vagamente
de judío portugués, pero de cabello liso y normalmente echado para
un lado, monóculo […], tuvo una educación normal de instituto,
para después ser enviado a Escocia para estudiar ingeniería,
primero mecánica y después naval”. Es así como Fernando
Pessoa describe al poeta y polemista Álvaro de Campos, autor de las
más grandes odas del futurismso lusitano, su verdadero compañero de
viaje a lo largo de más de veinte años, ese hermano que no tuvo (o
que perdió pronto en la figura de Sa- Carneiro) y a quien de alguna
forma vino a sustituir.
Es posible que los principales heterónimos pessoanos no
hayan nacido según una estrategia fija, pero a medida que penetramos
en ellos, estamos más convencidos de que cada uno responde a una
lógica personal, bien definida. Al familiarizarnos con ellos,
tenemos la impresión de que cada uno ocupa un particular espacio en
el complejo universo pessoano y pocos poetas han conseguido pergeñar
un universo tan vasto como FP. Si otros poetas estimables han escrito
escarbando en sus limitaciones, Pessoa consigue rebelarse contra esos
límites construyendo un entramado calidoscópico y revelándose allá
donde parecían diluirse los límites de su persona. Pessoa consigue
crear no una identidad, sino un microcosmos, una dialéctica. Una
literatura.
Su primer gran heterónimo fue Alberto Caeiro. De él
sabemos que fue un pastor desconfiado y observador de la Naturaleza,
un pagano convicto que no se dejó embaucar por lo que otros pensaran
del mundo y de sus engaños. Caeiro fue un hombre de ideas poderosas
y claras, pero fijas y limitadas, pues veía el mundo por un
estrecho ventanuco. Sin su clarividencia y sin su mirada
incontaminada Pessoa no hubiera llegado a ser él mismo, quien hoy
todos admiramos. Digamos que Caeiro más que un heterónimo es una
revelación: el cuadro fijo desde el que emanará todo el fluido
pessoano. Caeiro, es el tronco vital y filosófico del que Fernando
Pessoa necesita sustentarse para crecer hacia adentro. Hasta dar con
él en la famosa noche triunfal, el poeta duda, fluctúa, intuye,
pero no acaba de romper consigo mismo; sólo tras incluirlo en sí
mismo, su universo cobra una dimensión precisa. Caeiro va a cambiar
definitivamente el sentir y el pensar pessoano. Sin él Pessoa sería
un poeta sin mundo propio, sin revelación. Caeiro, pues, es el
maestro.
Del académico Ricardo Reis podríamos afirmar que es
una presencia intelectual y no vital, la del discípulo
estabilizador. En una personalidad como la de FP, tan llena de dudas
y de paradojas, se necesitaba alguien con una capacidad real de
ordenar y fijar todo ese fluido magmático que se le escapaba de las
manos. Sobre esa necesidad nace Reis. El pagano Reis supone en el
paganismo caeriano lo que Pablo de Tarso para el cristianismo. Para
Pessoa, Reis era el hombre metódico capaz de estructurar las
intuiciones del maestro Caeiro. Reis era lo que tal vez el jovencito
Fernando quiso ser cuando desembarcó en Lisboa, un lejano día de
1905, antes de que sus intereses sociales se torcieran o se
disiparan. Reis, era el personaje que al padrastro de Fernando le
hubiera gustado ver en su hijastro, un tipo burgués y confortable.
Pessoa se las ingeniará para condenar a Reis a un destierro que a la
vez es espacial (Brasil) y temporal (alguien ha afirmado con tanta
ironía como perspicacia que Reis es el mejor poeta portugués del
siglo XVIII).
Bernardo Soares, claro, es distinto, incluso en su
propia identidad: F(B)ernan(r)do PesSoa(res). El autor de los últimos
trechos de Livro do dessassosego es un casi Fernando Pessoa,
si no fuera porque es casi siempre Fernando Pessoa, peregrinos por
una Lisboa de cuestas cada vez más en pendiente, de noches cada vez
más solitarias, de trabajos cada vez más desabridos y fríos.
Soares es acaso lo que acabó siendo el joven iluso y prometedor
Fernando Nogueira Pessoa, el personaje en el que Fernando quedó
finalmente atrapado y constreñido, el que usaba sus mismos trajes,
almorzaba en las mismas casas de comidas baratas y dudaba de sus
propias dudas. Soares era en cierto sentido el que iba por él a la
oficina a traducir inhóspitas cartas comerciales y trasegaba
aguardiente en ese universo de Rua dos Douradores tomando las lentes
de Fernando. Soares, es de todo el universo heteronímico, al que más
le pesa vivir en Pessoa, sencillamente porque es pessoa -sic-. Es el
que sube las escaleras y se resguarda tras una cristalera de las
tormentas. Es quien entiende -y perdona y hasta admira- a Vasques y
su estrecho código de valores, quien se lamenta de una vida anodina
y estéril, quien hace de Lisboa un intrauniverso, capaz de reflejar
todos los universos.
¿Pero quién era el ingeniero y poeta Álvaro de Campos
en el ecosistema literario de FP? Por de pronto es el único
heterónimo puro de Pessoa que evoluciona y que parece llevar una
vida propia, independiente, cosmopolita y viajera. Es también el
único que se inmiscuye en la vida del traductor por horas, el que
mejor lo conoce personalmente, y el único que se le opone de manera
formal y sicológica. “Álvaro de Campos es un personaje de una
pieza, lo que falta es la pieza”, lo llega a definir Pessoa. Si
Caeiro es un retrato poderoso pero quieto y Reis una presencia
lejana, el poeta de Tavira es el insolente, el polemista, el vividor,
el triunfador sin fe, el valiente, el que es capaz de tomar la
antorcha de la vanguardia, sin ser en lo esencial infiel al maestro.
Si Caeiro es la revelación, el maestro, Álvaro será el que lleve
más lejos su doctrina, reviviéndola, superándola, colocándola en
el tiempo. Si Reis era el poso, el orden, Campos será el tumulto, la
aventura, la pura genialidad, el viaje entendido como emoción
intelectual. La vida con sus flujos y reflujos. El Fernando Pessoa
que la vida dejó en promesa. Álvaro de Campos comenzó siendo una
máscara que ocultaba el rostro de su artífice, pero también el
polemista rudo y despiadado que Pessoa no se atrevía a ser, el
hombre cuyas ideas estéticas destrozaban el panorama literario
lusitano y el poeta cuya obra, desafiante y moderna, condenaba a toda
la poesía portuguesa acodada en el saudosismo melancólico y
provincial. Campos, desde su cosmopolitismo y su propensión al viaje
/real e intelectual es el gran rompicoglioni, junto a
Sa-Carneiro, de la vida literaria lisboeta.
Pero es también quien mejor nos muestra la estrategia
heteronómica de Pessoa, la prueba más fehaciente de que los
personajes pessoanos no nacen y se desarrollan al albur de un
capricho, ni son fruto de ningún venturoso azar. Campos avala desde
su nacimiento, la necesidad que Pessoa tenía de él. El ingeniero
Campos no es sólo una máscara literaria, sino un compañero de
viaje, un interlocutor, alguien con quien discutir, con quien
construir en vivo una dialéctica y tras el cual hacerse invisible.
El tímido Pessoa encontró en el autor del Passagem das horas
ese personaje que él no se atrevía a ser, que él ya no podría
ser. Uno piensa en el primer Álvaro, el de las odas, el
sensacionista puro, como un buen salvage, un ser recién llegado,
libre por tanto para quedarse o para marchar, el provocador capaz de
enfrentarse al status provinciano de una ciudad que a la fuerza ha de
atosigar al joven poeta que no acaba de hacerse al ambiente lisboeta
tras su salida definitiva de Durban; Campos es el compañero capaz de
decir las cosas por su nombre, el bocazas por el que se expresa el
tímido poeta que fue FP. Campos es a la vez el super-pessoa, el
co-pessoa y el anti-pessoa. El cosmopolita y amoral Álvaro llegaba
justo hasta donde el ciudadano Pessoa no podía llegar y así, el
ciudadano fue descargando en su heterónimo toda la insolencia y toda
la provocación que salían de su chistera. En cierto sentido, Pessoa
siente a Campos como su complementario -en la manera en la que
Machado entiende el término- y tras la muerte de Sá-Carneiro, acaso
sea la persona “de carne y hueso” con quien Fernando llega más
lejos en su intimidad. Álvaro se convierte en el confidente y tal
vez en el interlocutor íntimo para el autor de “Mensajem”, hasta
el punto que llega a ejercer de ángel protector, de guía en ese
largo pasillo de la extranjería y de la soledad por el que
transcurre la vida de FP.
Campos se vuelve un autor y compañero necesario, una
especie de hermano mayor de ese hombre incapaz de entenderse con el
mundo y sus afectos. Campos resulta ser el elegido para compartir los
rigores de ese otro arduo exilio por las calles lisboetas y llega al
punto de que cuando parece que Pessoa se va a lanzar en brazos de ese
enigma que es Ophélia Queiros, Campos lo retiene y le dice,
“cuidado, muchacho: mejor ser un pobre traductor de cartas por
horas y seguir escribiendo, que convertirte en un asalariado y en un
burgués”. Campos se convierte así en el guardián de un Pessoa
tentado por las ínfulas del amor y de una vida regular, “casado,
cotidiano, fútil y tributable”. Pessoa encuentra en Campos un
aliado, un antagonista, pero también un parapeto para sus
inhibiciones. Así, el viajero Campos, oh paradoja, es el destinado a
quedarse a vivir con el sedentario Fernando.
A Álvaro se lo suele estudiar más como caso
que como evolución, pero lo que prima en Alvaro es su
evolución. En la relación de Campos-Pessoa se da una situación
extraña pero a la vez no del todo imprevisible. Campos crece junto a
Pessoa y Pessoa junto a Campos, hasta el punto que han sido definidos
como figuras convexas la una con respecto a la otra. Al principio,
cuando el poeta algarbio aparece en el horizonte de Pessoa, parece
evocar lo que el exilado lisboeta no se atreve a ser, yendo siempre
unos pasos por delante de él, pero a medida que pasan los años y
las complicidades, se cambian las tornas y Campos, mucho más
reposado, se aviene a solaparse en Pessoa.
La obra de Campos comienza básicamente con la escritura
de las Odas, influenciadas tanto por Caeiro cuanto por los aires de
vanguardia y de ruptura que recorren Europa, con esporádicas
influencias de autores como Whitman o Francis Jammes. Sus primeros
poemas, imbuidos por el futurismo de Marinetti, “más algo más”,
hablan del viaje, del dinamismo, de la actualidad y del progreso
industrial, lo que Teresa Rita Lopes califica como “el poeta
decadente” y al que yo prefiero llamar “efervescente”, por
cuanto todo en él es movimiento, estertor, bullicio. Toda esta etapa
la resume su texto en prosa Ultimatum, una verdadera bomba en
la vida literaria lisboeta, por cuanto supone la ruptura con un mundo
periclitado y rancio sobre el que el poeta sienta las bases de una
poética nueva y revolucionaria. Toda la obra de Campos está
radicada en el tiempo objetivo y subjetivo y así, lo que palpita en
esta obra primera de Campos es la impresión de la Gran Guerra y sus
consecuencias síquicas y morales. Es el horror, pero también la
imposibilidad de un tiempo mejor. La naturaleza ha muerto -Dios ha
muerto- y es el hombre el único responsable de su proyecto. Campos,
como Pessoa, se refugia en un feroz individualismo. Este período se
caracteriza por una libertad absoluta, donde la acción supera al
pensamiento, si bien poemas como A partida o Passagem das
horas, abren ya la posibilidad de un pensamiento complejo, en
ebullición.
Este período de efervescencia que comienza en 1913,
durará hasta 1923, dando paso a lo que Teresa Rita Lopes definirá
como el Ingeniero metafísico y que comienza en con Lisboa
revisited (el poema número 46
de la presente edición) y que concluirá en los primeros meses de
1931 (poema nº144). Tras una primera etapa vigorosa y rupturista,
Campos, que no dejará nunca de ser él mismo, remansa su escritura
y, si bien seguirá siendo un poeta llamado al exceso, su verso se
irá volviendo más ensimismado. Si antes su obra parecía volcada
hacia un mundo que declinaba y que auguraba un mundo nuevo, ahora su
escritura se volverá más personal, subjetiva e íntima. Pobrecito
Álvaro de Campos! / tan solo en la vida! Tan deprimido en las
sensaciones, se referirá a sí
mismo en uno de sus poemas. El ingeniero de los grandes poemas de
interludio (como FP los definía), irá dando paso a un hombre cada
vez más descreído e identificado con el fracaso, desembocando en
una metafísica de la angustia y de la paradoja, no lejana al
nihilismo, como refleja Tabaqueria (73),
acaso una de las cimas de la poesía contemporánea, y que viene a
resumir toda esa metafísica sin metafísica que aludíamos con
anterioridad. Es al final de este período, sobre 1928, cuando
Campos, se encuentra en Pessoa con el Soares de Livro do
dessassosego, en una especie de
apoteosis creativa, en una mística al revés. Nunca el genio de
Pessoa había alcanzado tal grado de madurez y de excelencia. Y hasta
el decorado donde Tabaqueria
se desarrolla nos recuerda el que preside la oficina de Vasques en la
Rua dos Douradores, y desde donde Soares/Pessoa se asoma una y otra
vez, con esa visión cenital sobre la calle y la sensación de que es
la mirada del autor la que planea sobre esa realidad sin más
metafísica que el puro existir. Claro que al final de esta apoteosis
se vislumbran los nubarrones de la decadencia personal y física del
poeta de Lisboa.
El período que
comienza en 1931 será definido por Teresa Rita Lopes como el del
ingeniero aposentado. A Campos le falta ya el aliento y el vigor de
antaño. Se trata, en general, de poemas de menor vuelo, los de un
hombre cansado y extraño que habita su soledad y se encamina hacia
la ya cercana decrepitud. Es interesante advertir cómo el declinante
Campos va dejando paso al Bernardo Soares de Rua dos Douradores. El
viajero incansable desemboca en el contable encorvado sobre el
pupitre que observa el mundo con esa distancia y generosidad que da
la ausencia de sí mismo y de todo. El barrunto de la ausencia. “No,
no es cansancio... / es una cantidad de desilusión / que se me
entraña en el pensar, / un domingo al revés / del sentimiento / un
festivo pasado en el abismo...”
(156).
Editar la obra de
Fernando Pessoa es una tarea difícil e incluso peligrosa, y la de su
heterónimo Campos no le viene a la zaga. Pessoa trazó algunos
planes para la obra de su “compañero-heterónimo”, pero, como
ocurriera con Livro,
jamás llegó a hacerlo. En uno de sus innumerables planes
editoriales, Pessoa llegó a garabatear unas líneas con el escueto
Livro de versos o
Intervalo, donde
recogería la obra poética de Álvaro, pero ahí quedó la cosa. Tal
vez intuyó que semejante labor excedía sus fuerzas. El caso es que,
excepto unos pocos poemas y textos en prosa que Pessoa fue dando a
conocer en revistas y periódicos de la época, la obra de Campos
quedó prácticamente inédita a su muerte, acaecida a finales de
1935, como se sabe. Desde entonces muchas han sido las vicisitudes
que ha seguido la obra de Campos, incluyendo la pérdida de valiosos
originales e incluso la publicación de poemas “construidos”
desde distintas variantes. El estado fragmentario y desorganizado en
que quedó la obra a la muerte del poeta, así como las posteriores y
a veces irreparables manipulaciones, han dado lugar a distintas
visiones, versiones y discusiones acerca de sus manuscritos, de
manera que no es nada fácil acercarse a Pessoa sin alguna que
otra reticencia editora.
Nosotros, puestos a
apostar por una versión, lo hemos hecho por la de Teresa Rita Lopes,
que es sin duda la mayor conocedora de la obra de Campos, quien nos
ha dejado una edición crítica sobre la misma (Álvaro de
campos, Livro de versos, 3º ed.
Editorial Estampa, 1997) y quien ha rastreado mil veces entre los
originales. Arduo sería describir los aciertos de esta edición con
respecto a las otras existentes (la de Clarice Berdinelli o la mucho
más reciente de Jerónimo Pizarro), pero baste decir que es la que
hasta la fecha mejor fija los textos y la que procede con mayor rigor
al nacer de fuentes documentales y directas. Hemos seguido, pues, los
textos de TRL, si bien hemos preferido abandonar los arcaísmos
léxicos y utilizar la nueva grafía portuguesa en la versión
original. Por lo demás hemos descartado los textos que la misma
editora descarta como no inequívocamente de Campos, relegándolos al
final de su edición.
Queremos, pues, agradecer a Teresa Rita Lopes su
dedicación, su esfuerzo y su rigor, pues sin ellos esta edición no
sería posible, así como a Fernando Cabrita, la casa de A. de Campos
en Tavira por su encomiable trabajo, así como a todos los lectores y
lectoras de Pessoa que hacen que cada día que pasa, este universo
crezca un poco más.
Fuenteheridos, 6 de enero de 2014
Acabo con un muy conocido poema de Campos en versión nuestra:
Al
volante del Chevrolet por la carretera hacia Sintra,
bajo
la luna y el sueño, en la carretera desierta,
conduzco
a solas, conduzco casi despacio, y me parece un poco,
o
me esfuerzo un poco para que me parezca
que
voy por otra carretera, por otro sueño, por otro mundo,
que
sigo sin encontrar una Lisboa a mis espaldas o una Sintra por llegar,
que
sigo sin saber por qué seguir sino tan sólo en no poder dejar de
hacerlo.
Voy
a pasar la noche en Sintra porque no puedo pasarla en Lisboa,
pero
cuando llegue a Sintra, me apenará no haberme quedado en Lisboa.
Siempre
esta inquietud sin propósito, sin raíz, sin consecuencia,
siempre,
siempre, siempre
esta
angustia excesiva del espíritu por nada,
en
la carretera de Sintra, o en la carretera del sueño o en la
carretera de la vida...
Maleable
a los movimientos subconscientes del volante,
se
agita debajo de mí, conmigo, el automóvil prestado.
Sonrío
del símbolo al pensar en él y al torcer a la derecha.
¡Sobre
cuántas cosas prestadas me muevo por el mundo!
¡Cuántas
cosas prestadas conduzco como si fueran mías!
¡Cuánto
de lo que me prestaron, ay de mí, soy yo mismo!
A
la izquierda la casucha, sí, la casucha, al pie de la carretera,
a
la derecha el campo abierto, con la luna a lo lejos.
El
automóvil que hasta hace poco parecía liberarme,
es
ahora algo en lo que estoy encerrado,
que
sólo puedo conducir al encerrarme en él,
que
sólo puedo dominar si me incluyo en él, si él me incluye en sí
mismo.
A
la izquierda, mirando por el retrovisor, la modesta casucha, incluso
más que modesta,
la
vida allí debe ser feliz, sólo porque no es la mía.
Si
alguien me ha visto desde la ventana de la casucha, imaginará: ése
sí que tiene que ser feliz,
tal
vez para el niño apoyado contra los cristales de la ventana del piso
de arriba
he
sido (aunque con el automóvil prestado) como un sueño, un hada
real,
y
tal vez para la muchachita que miró, al oír el coche, desde la
ventana de la cocina
en
el piso de abajo,
soy
algo así como un príncipe en su eterno corazón de muchachita
y
ella me mirará de soslayo, tras los cristales, hasta la curva donde
me perdí.
¿Dejaré
sueños tras de mí, o será el automóvil quien los deja?
¿Yo,
conductor del coche prestado o el coche prestado que conduzco?
En
la carretera de Sintra bajo la luna, en la tristeza, frente a los
campos y la noche
conduciendo
el Chevrolet prestado desconsoladamente,
me
pierdo en la carretera futura, me diluyo en la distancia que alcanzo
y
en un deseo terrible, súbito, violento, inconcebible
acelero...
Pero
mi corazón se quedó en el montón de piedras, mientras me desvié
al verlo sin estar viéndolo
junto
a la puerta de la casucha,
mi
corazón vacío,
mi
corazón insatisfecho
mi
corazón más humano que yo y más exacto que la vida.
En
la carretera de Sintra, cerca ya de la media noche, bajo la luna, al
volante,
en
la carretera de Sintra, qué cansancio el de la pobre imaginación,
en
la carretera de Sintra, cada vez más cerca de Sintra,
en
la carretera de Sintra, cada vez menos cerca de mí...
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