las fotos son de Poseidonia, Paestum (2010)
LA
ARPÍA O LA NEGACIÓN DEL TIEMPO
Nada
nos vede aceptar que el hijo de un curtidor de Éfeso sueñe a las
orillas de su río con la invención del universo y que de su magín
se alcen cordilleras, los insectos, la Galatea, el concepto de
libertad, Freud, la hermosa y a la vez temible arpía y, para
concluir, a un tal Borges, valga la inmodestia, que estará
escribiendo un cuento en el que el hijo del curtidor se echa a rodar
con su mundo ladera abajo del sueño para introducir ese algo que sin
demasiada precisión llamaremos tiempo y en el que cabrá Dios, la
evolución, y cada uno de los accidentes y circunstancias de la
eternidad por mínimos que sean, así como sus impredecibles
consecuencias, como este texto redactado por Borges pero firmado por
un español llamado Manuel, en el que no sólo quedará constancia de
todo cuanto se ha descrito, sino la interpretación de cada uno de
sus lectores hasta su total olvido, si bien hasta el propio hijo del
curtidor no ignora que este tal Manuel no es más que el personaje al
que yo presto sus palabras, que soy, como se ha dicho, un tipo de
Buenos Aires que concibe el sueño del hijo de un curtidor de Éfeso,
mientras allá arriba un imdugud planea haciendo círculos, fija en
él sus pupilas y se dispone a convertirme en su presa.
LA
MALETITA ROJA
Vivíamos
entre mequetrefes hasta que el Ismael apareció con aquella mujer y
su maletita roja que se había encontrado, dijo, en la parada del
autobús. La mujer era tan guapa que iba dejando a su paso, como
pequeñas y brillantes lucecitas. Y eso, cuando ya creíamos que era
de tanta felicidad que la luz se nos entraba por mitad de la casa, la
Esmera dijo que ni loca pensaba darle de comer a pirindongas y cogió
su petate y aquí nos dejó, sin que ninguno lo lamentáramos. Pero
luego, ya sin la Esmera, el Ismael y el Gerardo se pusieron cómo te
diría por la cosa de a ver quién se la llevaba al catre y entonces,
compadre, la brillante luz se volvió polvo de cantera y de allí a
las facas sólo había un paso. Los enterramos en el corral y ella,
figúrese, se marchó apenas en la última paladita con su maleta
roja y yo se la llevé hasta la estación y al despedirse me dijo que
qué lástima todo y que se llamaba Pandora y que no, que sería
mucho mejor para mí que no me fuera con ella.
NARCISO
(II)
“Lo
admito, mi extrema belleza acabó siendo mi perdición”, se dice
que Helena le dijo a Narciso, que de ningún modo parecía dispuesto
a ser menos que ella.
TEORÍA
DE LA DIALÉCTICA (BY ZENON)
Todo
ñu querría que la aporía de Zenón resultara irrefutable, pero es
el instinto de toda leona conspirar contra ella.
LABERINTO
Es
a ti, sí, a ti, que me has recriminado tantas veces que fuera
demasiado complicada, que no supiera exactamente lo que quería ni
adonde iba, que me dejara embaucar por los más peregrinos vendedores
de humo y que a todo le sacara complejas dudas y bifurcaciones, es a
ti, a ti a quien hablo, a ti, que cada tarde te sentabas frente a ti
mismo, que nunca hacías nada nuevo por un temor invencible a
equivocarte, que todo lo tenías calculado y requetecalculado, que
observabas con pánico una y otra vez cómo me perdía entre el
marasmo de intrincadas situaciones y callejuelas, ya digo, es a ti, a
ti, maldita sea, que a todo buscas una explicación, que no te mueves
de tu sitio a menos que bombardeen tu sofá favorito, a ti a quien
una vez más me he visto obligada rescatarte de las fauces del
Minotauro.
TRES
1
PITÁGORAS
SUEÑA CON LA BELLEZA
Número,
dame la belleza exacta de las cosas.
2
FIDIAS
ACARICIA LA MEDIDA
Belleza,
dame la medida exacta de las cosas.
3
ZENÓN
DE ELEA VISITA ATENAS
¿Lo
comprendes ahora? -dice Zenón señalando el templo de Fidias-. La
medida y la belleza se persiguen describiendo círculos, como dos
bravos hoplitas en el duro entrenamiento.
MANTIS
Ya
al salir de aquel garito me advirtió que no soportaba la vulgaridad
y sólo para corroborármelo me llevó a su casa y me mostró su
cocina, sus baños, su guardarropa, sus vajillas, pero me enseñara
lo que me enseñara siempre se las arreglaba para poner el énfasis
en el pastizal que se había gastado en todo aquello porque, claro,
no había más que ver lo exclusivo y fantástico de su diseño, y ya
saben ustedes que no aguanto la palabra diseño. Es una lástima –le
dije cuando ya ambos yacíamos sudorosos y ahítos junto a la
piscina–, porque se te ve tan terriblemente vulgar, tan, cómo te
lo diría, tan echo en serie, que todas estas cosas de diseño no te
pegan para nada. Tú, perdona que te lo diga, eres vulgar. Calló un
instante, se le quedaron los ojos turbios hasta que al cabo, como si
volviera de un largo viaje, con la más sincera de las sonrisas me
soltó: ¿sabes, guapo?, adoro a los chicos tan encantadoramente
frescos, malos y exclusivos como tú. Y se echó sobre mí, dispuesto
a devorarme.
Mi
nombre es Euríloco. Ítaca, mi tierra, queda lejos. Mi nave hace
mucho que partió. Si alguna expedición recala en esta isla
extraviada, sepa que no deshonré a mi patria con la traición, como
Odiseo y sus secuaces han hecho creer a ese poeta ciego, que los
hados confundan. Simplemente me enamoré del simpar Polifemo, los
dioses castiguen a quien lo cegó, y ahora purgo nuestra culpa
haciendo de su lazarillo.
ANTI-HIDRA
La
versión que Casanova diera ante el Tribunal de Justicia de Duchov,
el 29 de mayo de 1798, a pocos días de hallar la muerte, es
atractiva pero como mínimo resulta sospechosa. A la pregunta del
fiscal general de si era cierto que, como se jactaba en sus Memorias,
el interpelado yació con al menos 1390 mujeres, Giacomo Girolamo
Casanova hizo observar que el dato era rotundamente incierto, puesto
que él había yacido siempre con la misma mujer, sólo que con 1390
cuerpos diferentes.
Era
una mañana de noviembre. Tenía ocho años, estaba colgado por
Carmen y tenía que decírselo antes de que otra vez se me adelantara
Antúnez, pero al levantarme choqué con la mano del abuelo
extrañamente rígida. Entonces, llevado por un presentimiento, lo
miré. Yacía en su cama, con la boca entreabierta, el pecho hundido
y los ojos atrapados en el cielo raso. No sé lo que supe ni cómo lo
supe, pero dudé durante cinco, diez largos minutos. ¿Debía correr
a contárselo a mi madre? ¿Debía ocultarlo y llevarme el secreto
hasta la escuela, donde sabía que me esperaba Carmen, toda ojos?
Tragué saliva. Maldije mi suerte y supe que Antúnez se me
adelantaría otra vez, como siempre. Mi abuelo seguiría rígido en
su cama y yo caminaba hacia la escuela como si no me moviera de mi
sitio, temblando.
TEMA
DEL LABERINTO (V)
(Reflexiones
del esposo)
1
Uno
cree que todo consiste en penetrar el laberinto. Más tarde viene el
Minotauro para dejarte las cosas en su sitio.
2
Comenzó
siendo laberinto. Luego ya todo fue Minotauro.
(continuará)
HYBRIS
Bueno,
las cosas siempre están a pique de liarse un poco más. Veo que
usted ignora lo que ocurrió. El marido de nuestra madre, quiero
decir, mi padre, la mujer del mayordomo, todo ese lío del diablo.
Sólo yo sé de qué manera esta casa fue arrastrada por el tifus de
la pasión hace veinte años y con cuánto dolor unos y otros se
llevaron su secreto hasta la tumba. Ahora, sólo su hijo me preocupa.
El hijo de mi padre y la mujer del mayordomo, quiero decir. Hasta la
fecha lo he mantenido encerrado en la torre y lo desconoce todo. Lo
que temo es que usted, apiadándose de su suerte, decida liberarlo,
le cuente y él se empecine en buscar la llave, acabe por conocer la
verdad y pueda cometer una locura. Exactamente como le ocurrió a mi
madre, la nuestra, quiero decir, que después de purgar su
desesperación con todos los que por aquí pasaban, se largó con el
hijo de un vil titiritero, perdón, no quise ser grosero con el
oficio de su padre, y ya nunca volvió a acordarse de mí.
JUICIO
Es
conocida mi adhesión a la causa persa. No la negaré en este alto
tribunal que hoy me juzga, porque quien vivió con virtud, no le ha
de importar morir con ella. No, no es cierto, jamás hubiera
disfrutado con la derrota ante los persas ni ver al gran Dario entrar
en la ciudad, pero lo hubiera dado todo porque mi amado Sogdiano
hubiera entrado victorioso y, a mi lado, recorrido estas calles y
contemplado esta ciudad que tanto amo. Con el persa a mi vera, estoy
seguro, hubiese llegado la dicha y con él la resurrección. Nadie ha
de reprocharme el pensar que Atenas junto a él hubiera sido cien
veces más hermosa. Pero él cayó abatido en las playas de Maratón
y ahora Atenas, perdonadme, me parece una ciudad demasiado triste.
DE
FALSAS ATRIBUCIONES (III)
(Prueba
segunda de que Jorge Luis Borges
es
el autor original de La
Iliada)
[...]
BPS:
–Dígame entonces cuál fue la razón por la que finalmente se
decidió a escribir La
Iliada,
una ficción extranjera.
JLB:
–Tengo que decir que la idea me la sugirió Adolfito [Adolfo
Bioy-Casares] que acababa de leer en La
Nación
una noticia descabellada y sugerente, la de un chico de Palermo que
habría raptado a la hija de un Comandante, quien despechado por la
afrenta, había llamado a varios milicos de parecida graduación para
perseguir y dar castigo al robador y a su rehén a quienes finalmente
hallaron en una localidad perdida de la Patagonia. Puede imaginar que
unos individuos tales debieron armar la de Troya. Yo sabía desde el
principio que la historia era más del gusto y de las aficiones de
Mújica, pero aun así me puse a su laboriosa redacción en
hexámetros, metro, que me es muy grato, como sabe y, bueno, acaso
deba perdonarme la inmodestia de pensar que la fortuna no me regateó
parte de fortuna.
[...]
*Extracto
de la entrevista de Bonifacio Pereira Siles a J. L. Borges, titulada
Borges, un hombre en su tiempo, publicada en el nº 235 de la
revista “Gaucho”, págs. 12-16. Corrientes, 1966.
LA
SIRENITA
No
hace ni una semana que vi la sirena en el acuario de mi prima. Movía
su cola, su pecho y su larguísima cabellera de sirena como me han
dicho y he leído que hacen las sirenas de verdad. Yo me hubiera ido
con mi prima al jardín, pero me guiñó un ojo, agitó sus pechos,
me tiró un beso volado y me mostró su cola de una manera que no sé
no sé si es como muestran sus colas las sirenas. El caso es que
me quedé allí quieto, sin acabar de irme al jardín, e inventando
cualquier excusa para estarme allí con la sirena y sus cosas. Era mi
primera sirena y la verdad es que era todavía más guapa de lo que
pensaba. Mientras me hacía el loco, me la quedé mirando entre los
demás peces, que nadaban por allí tan ricamente, sin echarle mucha
cuenta. Incluso uno se acercó para decirme con esa boquita como de
gelatina que tienen los peces y que les impide gritar: está majarona
perdida, anda y vete con tu prima, chaval, antes de que te complique
la vida. Pero ella me hacía guiños, movía su cola y su melena y me
decía, ven, ven que verás tú... y a mí, si no era mi prima y las
palomas, no me esperaba nadie, aunque yo le daba a entender que mi
prima... pero ella seguía dale que dale y que me metiera, venga, que
te metas conmigo en el acuario, que verás, verás... Pero por más
que yo lo quisiera, cualquiera se metía en el acuario sin saber
nadar ni nada y, además, conociendo a mis tíos. No sé, que no me
decidía ni por una cosa ni por la otra.
En
un gesto de cobardía o de que me dolían todos los huesos por dentro
y por fuera, me fui al jardín con mi prima y lo primero que hice fue
preguntarle que desde cuándo tenía una sirenita en la pecera.
–¿Una
qué?
–Una
sirenita. Sí, esa sirenita que tenéis dentro del acuario.
–Oye
–me dijo mi prima, mirándome con desprecio–, tú sigues majarón
perdido.
Por
lo que se ve, no escarmiento. Cada vez que cuento algo de monstruos y
toda la pesca, acababa en casa de un señor que le decía a mi madre
que no me preocupara, que me iba a poner bueno, y que se tiraba todo
el rato preguntando y preguntando, como si lo que yo veo o no veo le
importara una pizca así. Por eso le pasó lo que le pasó, porque lo
uniquito que a él le importaba era el dinero de mi madre. Antes se
tiró todo el tiempo preguntando que si la sirena por aquí, que si
la sirena por allá. Que si era verdad que hacía esto y lo otro con
la cola y con los pechos, que si era verdad que me había dicho...,
que si además de la sirena había otros seres, cómo te diría, en
la pecera. ¿Seres? ¿Como qué seres -pregunté alarmado-, qué son
seres, qué quiere decir con seres? Monstruos, no sé, cosas
peligrosas, como dragones, dinosaurios, rinocerontes, mamuts, esas
cosas. Está majarón, pensé, este tío está majarón perdido. Cómo
iba a haber. Es una pecera, le solté. Pero... Los mamuts, los
saurios viven... Es una pecera igual que todas, sólo que con una
sirena así y asá, contesté de mala gana. Entonces, una sirenita,
eh, una sirena cómo, ¿de ésas que son mitad mujer mitad pez, con
los ojos azules y una diadema de oro en el pelo? ¿Estaba tonto o
creía que me estaba tomando el pelo?, me preguntaba. Y le dije cómo
era, cómo son las sirenas y él golpeaba con su bolígrafo de oro en
la mesa, toc, toc, toc. ¿Entonces? Entonces ¿qué?, pregunté. No
entendía nada, de verdad, yo no sé cómo puede haber gente así en
la vida, y encima que cobre por hacer esas preguntas. Pues eso,
chavalote, que has tenido la fortuna de ver nada más y nada menos
que a una sirena, ¿no es verdad? Claro, una sirena así y asado,
sólo eso, a ver, dónde está el problema ¿Usted no ha visto a
ninguna? Me miró sorprendido y dejó de hacer cloc-cloc con el
bolígrafo. Nunca, nunca había visto una sirena, mira que soy viejo,
pero... ¿Cómo son las sirenas, chavalote?, preguntó. De verdad que
de haber entrenado, no sería más imbécil. Escamas, pechos, pelo
rubio hasta la cintura, ojos pintadísimos, bocas de fresa, una larga
cola brillante... ¿Así era, dime, así era la sirena que tú viste?
Hay preguntas estúpidas. Si uno ha dicho una cosa a qué viene
preguntarle otra vez si es así o asado... y, además, una sirena es
una sirena, no hace falta haber ido a la universidad, ni tener una
pluma de oro: más fea o más bonita, con los ojos azules o verdes,
una sirena es siempre una sirena, así que no tengo que explicarle a
nadie qué es una sirena, como no tengo que explicarle a nadie cómo
es un bonubús, un helado de tres bolas, un coche de bomberos o el
grito de Tarzán.
No
sé qué es lo que quería sacarme aquel señor, pero como veía que
por ahí no me iba a pillar, me preguntó muy muy serio que mirase
alrededor y le dijera todo lo que veía en el despacho. Un sillón,
le dije, extrañado de la pregunta. Un sillón, muy bien, qué más.
Unas paredes dije, todavía más extrañado. Ah, claro, unas paredes,
muy bien, muy bien, unas paredes recién pintadas, qué más. Un
almanaque, dije siguiéndole el juego. Muy bien, chavalote, un
almanaque, un buen almanaque italiano, qué más. Un bolígrafo de
oro, dije, importándome un bledo que el almanaque fuera italiano o
no. Un bolígrafo de oro, repitió como diciéndome, oro bueno,
chavalote, oro bueno, bueno. Qué más. Un aparato de teléfono,
dije. Qué más, una lamparita, dije. Qué más. Una ventana, dije
volviéndome hacia el ruido que desde hacía un rato se había ido
agrandando en mi cabeza. Claro, claro, una ventana, que da a la
ciudad, que forma parte del mundo. Qué más. Una cosa verde que está
entrando por la ventana y no sé cómo se llama. Qué cosa verde,
preguntó alarmado. Esa dije, riéndome para mí, señalando a ese
como cóndor prehistórico que ya iba derechito perdido hacia él,
para zampárselo allí mismo.
MEDALLÓN
DE CELLINI, CON EL
PERSEO
DE FONDO
En
su conocida Vita, Benvenuto Cellini narra con todo lujo de detalles
las muchas vicisitudes de la creación y fundición del Perseo, su
capolavoro, que aún hoy, pese al trabajo sordo pero persistente de
las palomas en detrimento del arte, podemos seguir contemplando en la
Loggia dei Lanzi, frente a la Signoria florentina y a escasos metros
frente a la copia del Davide del Bounarrotti, de quien Cellini fue
discípulo y a cuya obra maestra de juventud parece desafiar con la
actitud gallarda y arrogante de su Perseo. Como éste, Benvenuto hubo
de abandonar muy joven su casa, acuciado por su inestable
temperamento, que le habría empujado a cometer algún abyecto
crimen. Según cuenta en su célebre autobiografía, halló refugio
en Roma donde su indómito carácter y su talento hallaron un campo
abonado tanto para el exceso como para la genialidad. Desde el fuerte
de Sant'Angelo defendió al desdichado papa Clemente VII durante el
famoso Sacco di Roma, de donde él mismo se jacta de dar muerte a un
condottiero, pero no bien acabó el saqueo hubo de escapar a punta de
caballo de la ciudad, pues su vida disoluta y su temperamento
indómito no gustaron a quienes hasta entonces protegió de los
insensibles mercenarios. Como Perseo, se enfrentó tanto a la
arrogancia de los poderosos cuanto a la incandescente belleza de los
adolescentes, cuyas miradas herían con facilidad su carácter
sensual y tempestuoso, por eso, cuando ya en una edad madura Cósimo
I le encargó el Perseo, quiso descargar en él lo más sublime de su
arte y de su vida, liberando de las cárceles de sí mismo, no sólo
la arrogancia y la dignidad del Perseo, sino, ya en el pedestal, la
inconsútil belleza de la encadenada Andrómeda.
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