CORAZÓN DE LA SERPIENTE (4 poemas)

4 poemas de

CORAZÓN DE LA SERPIENTE


Manuel Moya

Pre-Textos






HEART OF THE SNAKE BLUES


Well I was standin’ at the crossroad, and my baby not around.
Well I begin to wonder, ‘Is poor Elmore sinkin’ down

                                                ROBERT JOHNSON


en la muerte de BB King (15 de mayo de 2015).




Nadie va a Hopson para quedarse. Si no eres uno de esos locos por el blues,
aquí pierdes el tiempo. No es un lugar para turistas,
sólo tiene un bar donde se toca por las noches, una comisaría
y una vieja fábrica de algodón que se cae a pedazos.
Ni siquiera el diablo pernoctaría aquí más de dos noches seguidas
a no ser que estuviera muy colocado
o de nuevo hubiera venido a tentar al primer borracho
que se hiciera pasar por un tal Bob Johnson,
pero si se te enturbian los ojos con la leyenda de John Lee Hooker,
si la palabra algodón te llega lastimada de látigos y culebras,
quizás sea este tu sitio.
Una vieja camioneta pintada de azul, la mítica estatal 49,
un motel de mala muerte, y un poco más allá, caminando hacia Clarksdale,
un cruce de carreteras con tres guitarras cruzadas
y un cartel oxidado que indica que Memphis queda 76 millas al norte
es todo cuanto encontrarás en Hopson, quedas advertido.
Hopson sería un lugar como otro cualquiera
si antes no hubiera sido un inmenso campo de algodón
y los negros no hubieran muerto allí como ratas,
pero un viejo negro que cada tarde se sienta en el porche de su cabaña
a escuchar la radio y seguir sin atención el vuelo de los estorninos
te recordará que estás justo en el sitio, en el mítico crossroad, en la encrucijada.
Así que con mucho tiempo por delante para acudir al club de blues,
con pocas ganas de hacer turismo por el condado,
me siento junto al viejo Ray, un tipo al que le faltan dos falanges
y que apenas si se ha alejado un par de veces de su tierra y de su río.
Con lentos sorbos de cerveza, fijando sus ojos en las nubes
que corren como palomas escopeteadas hacia el Este
me pregunta si vengo de muy lejos
y luego, tomándose su tiempo, me cuenta que una vez tomó el tren para Memphis,
cree que fue en verano del 77,
recién muerto Elvis, pero maldita la gracia que a él le hacía Elvis,
él fue porque en su entierro al menor de sus hijos lo atropelló un coche,
y le rompió la pierna por tres partes. A eso fue él a Memphis,
a eso y a hablar con un abogado para que le sacara las entrañas al conductor borracho
que atropelló a su hijo y mató a dos más en el maldito entierro de Elvis.
Pero en sus palabras no aparece nada parecido al rencor.
Como si cantara,
como si una canción le surcara las venas.
No le gusta Elvis, eso es todo. Todo el oropel, toda esa carraca que llevaba encima.
Un hombre no necesita de nada de eso para ser un hombre.
Por cada libra de carne, explica, un hombre ha de llevar encima cien libras de tierra.
Cuando llevas tu propia tierra en los hombros se va libre por el mundo,
y uno es alguien en las nieves de Canadá o en las playas de California:
cien libras, no hacen falta más, para ser alguien y ser libre.
El viejo Bob Johnson, sin ir más lejos.
Cien libras, una armónica y una estación de tren le bastaron
para entenderse con el mundo
y hacerse entender entre todos esos blancos que querían sacarle los ojos.
Elvis ya estaba muerto cuando lo del accidente de su hijo, así que eso no cuenta.
Sin embargo podría hablarle durante horas del viejo Bobby Johnson
(“I want you to squeeze my lemon / until the juice runs down my leg.”),
que era amigo de francachelas de su padre y más de una vez durmió en el cobertizo,
o de BB King, que hoy se ha marchado para siempre,
según acaba de escuchar en la radio que le trajo su hijo la última vez que vino a visitarlo.
No lo dice porque sea negro, pero el viejo Bobby,
ése sí que sabía cómo poner a bailar a las culebras,
él sí que podía echarse por lo alto el río Mississippi
y hacer que moviera su culo de lodo para volver tarumbas
a unos peces tan grandes como caballos
porque se alimentaban de la carne de los negros.
Entonces, cuenta, no hacía falta coger el tren para Chicago o Greenville
para escuchar a los mejores. Bastaba esperar en el cobertizo de casa
a que el bueno de Bobby o cualquier otro pasara
y quisiera invocar a todas esas culebras azules de los algodonales.
Quizás le suenen Muddy, Muddy Waters, o John Lee Hooker
o quizás el pobre de Charley Patton,
tipos que venían por aquí, bebían con el viejo
y les salían ampollas en las yemas de los dedos y en las entrañas de tanto sobar sus guitarras.
Al bueno de BB King él sólo lo ha escuchado en la radio,
pero tampoco hace falta haber estado en Las Vegas
para saber todo el jugo que ese gran hijo de puta podía sacarle a sus Gibsons,
de modo que no le hable de Elvis, por favor.
Porque fue el viejo bluesman y no Elvis el que en verdad tuvo la culpa de todo,
BB King y la radio, esa preciosa radio que los chicos arrancaron de un Chevy del 56
abandonado al lado de la estatal, allá donde aquel árbol.
Porque aquí, me dice señalando la distancia, en estos acres desnudos que usted ve,
nació el blues. A latigazos, a pura sangre, como usted quiera,
pero fue aquí donde nació.
You can run, you can run, tell my friend-boy Willie Brown
You can run, tell my friend-boy Willie Brown.
Desde el modesto porche de su casa nos quedamos absortos ante la llanura
y, en efecto, no lejos, se recorta un solitario árbol
donde acaso vayan a descansar todos los pájaros de diez millas a la redonda.
Aquél, me dice, apuntando en dirección a Clarksdale, es el famoso crossroad.
En otro tiempo esto fue un bosque pero desde que llegaron los esclavos
no ha sido más que una inmensa llanura de algodón,
que es lo mismo que decir una tierra condenada,
añade alzando la lata de cerveza en dirección a las nubes.
Un día, me dice, el río se tragará todo el Estado y hará bien:
fue ahí mismo, en ese cruce, donde se cuenta que el viejo
Bobby Johnson invocó al diablo,
no te olvides, aquí donde tantas criaturas murieron como
perros, peor que los perros,
sangrando ante una bala de algodón.
Sus huesos forman parte de esta tierra, y uno debe llevarlos consigo
camino adelante en esas cien libras de tierra, pero tampoco
tiene que hacerle mucho caso
a un negro idiota que ni siquiera va a llegar con todas sus falanges a la tumba.
La naturaleza siempre acaba por ganar y si no que se lo pregunten a los pobres nepalíes
que, según ha escuchado en la radio, acaban de sufrir dos terremotos
y han muerto como conejos aplastados en sus casas.
También aquí murieron como conejos, de modo que lo que el pobre Bob Johnson
creyó ver en el cruce, no fue al diablo, sino a las miles de almas errantes que quedaron aquí,
sepultadas por las crecidas del Mississippi para servir de abono a los algodonales.
Fue a ellos a quienes se encomendó, fue a esos pobres diablos
a quienes se metió en las tripas ese día.
La vida de los pobres siempre es igual en todos lados,
tienen que comer lo que les echen y cada tarde dar gracias al Señor por seguir vivos.
Y cantar, cantar mucho para que los otros se paren a escuchar sus lamentos.
Pero todo eso acabó en el 46, cuando los mismos
que nos habían explotado durante generaciones,
decidieron que les sobraban los negros y pusieron máquinas para recolectar el algodón
y los muchachos tuvieron que poner a enfriar sus negros culos en las nieves de Chicago.
Él se hizo carpintero de un día para otro.
Durante años tuvo una carpintería en un cobertizo cercano a su casa.
Entonces no venía un alma al famoso cruce de la 61 con la 49 y esto estaba muerto.
De la carpintería ha vivido y no es que le gustara demasiado
trabajar la madera, ni tampoco puede decir que fuera un virguero
con las gubias y las garlopas, pero desde entonces fue su propio patrón
y en algo tiene que trabajar un jodido negro como él, dice.
La madera es tan buena como cualquier otra cosa para ganarse los cuartos
y nunca faltará la madera ni el trabajo de la madera en el Estado de Mississippi, no señor.
No hay cerca de pino a treinta millas a la redonda que no haya pasado por sus manos,
ni negro que no se haya ido en uno de sus ataúdes,
puedo apostar mi culo, si es que dudo de sus palabras.
Su hijo, dice, alzando la lata ya vacía al moribundo cielo, él sí que era bueno,
hubiera sido el mejor ebanista del Estado, pero, lo que son las cosas,
le dio por la jodida guitarra y en esta tierra cuando a alguien le da por la guitarra
es como si hubiera vendido sus manos a un ángel, eso es,
o al maldito diablo, nunca se sabe, como se cuenta que hizo
Bobby Johnson justo ahí, en ese cruce.
Y todo por esa radio que los chicos arrancaron de un Chevy del 56,
todo porque según Bobby, ese tal Willie malvendiera su alma por ganarse la vida tocando,
todo porque ese maldito río se haya llevado por delante a tantas criaturas
y haya tantos a los que le han sangrado los dedos rasgando unas cuerdas
tan cabronas como el espinoso algodón,
todo porque este sitio no da otra cosa que vagabundos y guitarreros de voz rota,
de modo que su hijo no paró hasta tocar con BB King, ese sí que era bueno, hermano,
pero todo se quedó en eso, en una vez y ayer, según he escuchado por la radio,
ha muerto el gran BB King, que dios lo acoja.
Por esa sola vez sacrificó mi hijo su trabajo de ebanista y eso no es justo, no señor,
o vaya usted a saber, igual sí que le mereció la pena,
porque, pensándolo mejor, lo que no merece la pena
es dejarse los dedos en una maldita sierra,
llegar solo a esa edad en la que uno espera las nubes
no para que descarguen todo lo que llevan en sus entrañas
sino sólo para verlas pasar, pero mi hijo, bueno, mi hijo
tocó una vez junto al gran Riley King y eso es algo de lo que ya ni usted ni yo podremos presumir
y ahora seguirá por Baltimore con su cojera y su vida y su guitarra, y seguramente
hoy es un día muy triste para él y es que la vida se lo acaba llevando todo, como el jodido río.
Mis dos falanges, por ejemplo.
I’ve got a sweet little angel / I love the way she spread her wings
Yes got a sweet little angel / I love the way she spread her wings
y todo ese pedazo de cielo ahí, no sé cómo explicarme, bah,
lo mejor será que vaya a por otras dos cervezas,
antes de que se ponga a soplar ese maldito viento de Arkansas
o que al diablo le dé por hacer un agujero del tamaño de una sandía
en el corazón de la noche y tenga que lamentar toda su vida
el haber arrastrado su blanco trasero por el arrabal de Hopson.




ANTE “MUJER HACIENDO UNA PIZZA”,
DE EDWARD HOPPER



Querría comenzar este poema,
pero, lo sé, no tengo gran cosa que decir.
Porque, cómo lo diría,
todo cuanto ha de caber en él
debiera ser tan leve como tú,
mientras mezclas harina y agua para hacer una pizza,
esa manera tuya de saber que estás, que eres,
desnuda desde dentro y desde fuera,
ese estar conforme contigo y con las cosas,
con la harina y con las gambas, por ejemplo,
con la miel que dejas derramar sobre la masa,
con ese mancharte de las cosas,
con ese hacer que las cosas vivan
y sean vivas en tus dedos,
y querría escribir este poema tan desnudo como tú,
mezclando harina y agua, alcaparras, miel,
y no pedirle nada más al mundo,
sino ser consciente de mí mismo en este instante,
saber que el tiempo existe mientras escribo este poema,
que existes tú mientras mezclo todas estas cosas,
y tomar en mis manos miel y letras y harina y alcaparras
y saber que la vida, toda vida, cabe en esto,
en una mujer desnuda escribiendo un poema,
en unos dedos que nunca se cansan de ser dedos,
en la harina de estas letras torpes
manchadas de dedos y de vida.




Y NO HUBO TREGUA
(VISITA AL CROMLECH DE OS ALMENDRES)


Aquí estamos. Hemos venido a no olvidarlo,
eran duras las jornadas y la sangre ya tenía el dulce e intranquilo sabor de la sangre,
y a ella acudían los hombres como se acude al arroyo o al nido de cigüeñas.
Era dulce arrancarla, dulce era esparcirla por el polvo,
más dulce aún darla a beber a los muchachos
y a las mujeres encinta. ¿Recuerdas? En algún lugar de nosotros ya está eso,
en algún lugar de nuestra sangre está esa sangre dulce
como los madroños maduros o la leche de cierva.
No lo olvidamos, quién puede olvidarlo.
Alguien de entre nosotros dijo que eran hombres perdidos en las breñas,
volanderos hombres que se miraban los hombros
hasta quedar mortalmente extrañados
de haber perdido la gracia inconsútil de los pájaros.
Alguien nos dijo que miraban hacia el sol y, por más que caminaban, no lograban alcanzarlo.
Siempre un río se interponía entre ellos y el sol, siempre una nube o una montaña,
siempre un día de lluvia y una noche y una poza abierta,
la llamada de la sangre y de la orina,
siempre un niño enfermo, siempre una mujer pariendo,
un hombre descalabrado, (siempre un buitre haciendo círculos),
la piel de un lobo colgando de las ramas
y el color con que se tiñe la tarde, y el de los ingrávidos petirrojos
que sueñan desde entonces con el mar.
Y la lluvia. No se nos olvide la lluvia.
Pero nosotros, sabiendo todo eso, ajenos a todo eso,
giramos como peonzas por el bosque de piedra,
caemos absortos ante esa enorme boca con todos sus dientes,
en silencio andamos por el teatro de piedras hincadas hasta el tuétano,
hasta la misma matriz, escuchando un murmullo de ondas y de aljibes,
un ejército de piedras en armas contra la noche toda,
un archipiélago de piedras sobre un mar de estrellas y rescoldos,
y dentro de ese círculo de tierra y dentro del dibujo del sol
y dentro del meandro, esa gran boca, la hirviente constelación,
el gran murmullo, el tirón hacia las tripas,
la sangre que regresa hacia la tierra, que de nuevo empapa la tierra
para sentirla a la vez como amenaza y protección,
abrigo y nada. Dentro y fuera al mismo tiempo.
Y el universo todo sangra, se pone a sangrar, menstrúa, hierve,
nos salpica de su sangre y nosotros, ya perdidos
en la lengua del humo y de la espuma, brasas encendidas por el viento,
buscamos una palabra aquí y otra palabra allá
y al juntarlas, al trazarlas en el espacio vacío, sentimos
la sangre toda de ese universo, su oquedad,
su respiración, su sílex, su música cautiva, y algo en el peso y en los ojos,
algo en los quebraderos de la luz y de la fragua,
se pone a recordar, a escupir semillas hacia su intuición primera,
hacia ese acérrimo apalpón de la vida y del coágulo...
La llama que se quiebra cuando ya sabemos que bajo nuestros pies
la tierra no sólo nos sostiene, que la tierra no sólo nos condena,
sino que tira de nosotros hacia nosotros, como esas alas
que perdimos por las trochas y los ríos.
La gravedad de lo ingrávido, la sujeción del sol,
eso que los hombres pusimos ante el sol
para que el sol nunca se olvidara de nosotros, para que el sol supiera
que por allí pastaban los rebaños, que por allí los hombres
ya buscábamos a los dioses con nuestras enfermedades y sequías,
nuestras debilidades, nuestras hambres, ah, nuestras angustias
y que a falta de otra cosa, teníamos piedras, las más grandes piedras
y el común esfuerzo de traerlas y de alzarlas
para dibujar esa enorme boca que ha de devorar al sol o hacer
que se rinda ante su círculo perfecto.
Y no hubo tregua. Ya no hubo tregua. Y aquí estamos,
bajo la danza eterna de la sangre.



SIN HIELO, POR FAVOR
He sentido el viento de las alas de la locura pasar por encima de mí.
CHARLES BAUDELAIRE



Todo se acaba apagando como se apaga una caja de cartón en el agua
o ese cuadrilátero cuando alguien, casi inadvertidamente,
pone el dedo en el interruptor, dando su día por concluido.
No el lugar de los peces, no la ciudad donde dulces muchachas bailan tras el alba,
humedecidos los labios con sangre de estramonio.
Cuando vinieron a cubrirle la cara, aún volaba un mirlo azul entre sus párpados,
aún esa mujer brillaba lejana, extraviada en los puertos del pasado,
como dicen que brillan las estrellas.
Nadie recogió el mazo de folios que guardaba en el cajón de la mesilla,
un limpiador se puso guantes para echarlo a la papelera,
nadie se acercó a la ventana y miró hacia el manzano
donde acaso esa mujer se alejaba de sí misma y del mundo para siempre.
Al fin todo son sombras: unas nos llegan desde el fondo del mundo
y otras dan en salir en busca del huidizo horizonte,
unas rodando, como las piedras que arrastran lecho abajo las grandes crecidas
y otras quietas, viendo cómo hasta ellas se acerca la noche.
No hay grandes diferencias. Un hombre es siempre un hombre,
ya corra de aquí para allá, furioso, chocando contra todo y contra nada,
una y otra vez, como si el último escollo fuera el primero
y sólo quedase el mar entre la noche y la aurora,
o ya permanezca sentado en su respaldo,
haciéndose creer que la lluvia o el sol lo curarán todo.
No le ponga hielo, por favor, le pido. No soporto el hielo.
Entre la vida y yo prefiero que nada se interponga. Las cosas que están
entre las cosas y uno mismo no me gustan.
Prefiero caminar cuando hay que caminar y sentarme cuando me siento cansado.
El mundo a todos nos arrastra. Sin hielo, por favor. ¿Podría indicarme
dónde puedo encontrar un sitio para pasar la noche
que no sea muy caro?, acabo de llegar del Sur. Hágase la cuenta.
Alguna vez anduve por aquí, pero de paso. Había muerto mi padre
e hice aquí transbordo. Recuerdo muy poco de aquel día.
Alguien tirado en la calle, quizás un accidente. Mucho lío de sirenas y luego nada.
Yo no estaba para eso, créame. Sólo tenía en la cabeza la muerte de mi padre y la caja de cartón que me quemaba en las manos
porque no sabía qué hacer con ella, pero de repente apareció aquel hombre
con la cabeza abierta y temblando no sé si de puro frío o de qué.
¿Sabe?, mi padre era un hombre honesto. Se pasó toda la vida cambiando de trabajo,
una vez montó un tallercito de máquinas de coser y otras vendió tijeras de podar,
pero entre una cosa y otra se ganó los cuartos de cantero. Sí, de cantero.
De ésos que a base de martillos dan formas a las piedras. Trabajo duro, sí señor.
No le gustaba romper piedras. Odiaba las piedras tanto como yo odio el hielo.
Pero sabía de piedras, eso puedo asegurárselo.
Le chiflaba inventar cosas y llegó a inventar una lavadora a pedales.
Durante años, la paseó por todas partes pero nadie le compró el invento
y tuvo que seguir y seguir picando piedras hasta sangrarle las manos.
Quién iba a querer lavar la ropa dando a los pedales,
cuando ya hay máquinas a las que sólo tienes que enchufar a la corriente
y lo hacen todo. Completamente todo.
Un día tomó un tren hacia el Norte y ya no volvimos a verle el pelo.
Quizás, se me ocurre ahora, también buscase a esa mujer bajo el manzano.
Quizás le contaran que en alguna parte del Norte las piedras eran más blandas
o que allá arriba a la gente no le importa pedalear mientras hace la colada.
¿Quién en el Sur entiende el Norte?
No es que no quisiera volver, sino que se quedó como varado en mitad de la nieve,
chapoteando en la nieve, no sé si me sigue, él, que siempre anduvo huyendo de sí mismo
y de las cosas que la vida interponía entre él y sus sueños.
El caso es que no pudo o no supo salir de allí, ¿comprende?
Yo al menos nada quiero reprocharle:
unos se quedan en el fondo del mundo y otros se lanzan en pos del huidizo horizonte,
como dijo el poeta y en eso, ya ve, uno no manda.
Mire, déjeme que le diga algo importante:
no hay dos piedras iguales. Para romper una piedra hay que saber de la piedra.
Cada piedra tiene su punto donde rompe. Sólo hay que encontrarlo y el oficio de cantero
consiste en saber el punto exacto donde la piedra parte.
Mi padre, que entendía de piedras, no le tenía miedo a nada,
pero quizás le faltara una verdadera pasión,
tal vez encontrar el sitio justo donde la vida parte.
¿Sabe lo que quiero decir? Yo me he pasado la vida buscando esa pasión por todas partes.
Sí, gracias, llénelo pero, por favor, no le ponga hielo.
Sin hielo todo iría mucho mejor. No sé por qué todos se empeñan
en poner hielo donde no hace falta hielo. El hielo sólo hace que todo
sea menos de lo que es. No sé a quién le interesa el hielo,
cuando lo cierto es que todo lo fastidia.
Quiero echar unos días donde sea. Me han dicho en el tren que por aquí no falta trabajo.
Pintar pisos y esas cosas. No le temo a nada, créame.
Mire, le contaré por qué estoy aquí: no hace mucho que murió un amigo
y antes de morir me mostró un puñado de folios que él mismo había estado escribiendo.
En aquellas hojas figuraba una ciudad donde se bailaba tras el alba
y una mujer a la que él había querido hasta la ensoñación.
No recuerdo el nombre de la muchacha, pero sí el de la ciudad
donde alguna vez aquel amigo tuvo a mano ser feliz.
Acaso nunca me atreviera a preguntarle el nombre de la chica.
Acaso nunca él se atreviera a revelármelo.
Pero aquellos folios eran la sombra y eran la revelación.
Parecía echarla de menos. La echaba de menos. Se le notaba a leguas el vacío.
Había como una grieta en él y yo sé que era esa chica,
ese espejismo que se le había traspapelado en algún cruce de caminos,
la brecha donde la piedra quiere dejar de ser piedra.
La ciudad de las mujeres que bailan tras el alba, figúrese.
Él se pasó toda su vida buscando esa ciudad que es también y ante todo una soñera.
Ese amigo murió y yo estoy aquí,
porque me he propuesto encontrar a esa muchacha
para tal vez decirle que ella, acaso sin saberlo,
fue el centro mismo del mundo, el lugar donde el mundo se quebraba,
por eso le digo que si usted supiera de algún lugar barato donde dormir,
o de alguna ocupación, le estaría muy agradecido. Será cosa de unos días,
porque esa mujer me espera y esa ciudad me espera y no quiero demorarme,
porque no es bueno que esa mujer vuelva a huir y deje sobre la hierba
el rastro de su paso y de su huida.
(Viene acercándose en los pasos confusos,
viene acercándose en los ruidos dispersos,
viene en los ruidos mudos, en los confusos
viene acercándose, viene acercándose, viene acercándose)
... y, bueno, por acabar la conversación: al llegar a donde mi padre me esperaba,
sólo encontré una caja de cartón con sus cenizas.
Viajé con ellas hasta el Sur. Muy cerca ya de casa
había un río que corría, plácido, entre los álamos.
Me descalcé y me arremangué el pantalón hasta casi las rodillas.
Deposité la caja sobre las aguas y vi cómo se alejaba lentamente río abajo,
hasta que diez o quince metros más allá encontró una raíz
y allí quedó, cada vez más empapada y hundida. Y así mi padre se unió a la corriente.
Yo esperé al siguiente tren, porque siempre hay un tren que te aleja de todo
como hay un cubo de hielo que canta en el vaso la canción de la mentira y de la ausencia,
un punto donde hasta la piedra más dura parte sin esfuerzo.


13 comentarios:

Me lo llevo puesto!!!!! Gracias

Pasaba por aquí, ningún teléfono cerca y no lo pude resistir...

Hola Manuel.
Aquí Jesús Alonso. Me lo llevo, pero lo buscaré y lo compraré. Un abrazo.

Muchas gracias Manolo. Abrazos.

Manuel dijo...

Gracias Manué. Lo leeré lo antes posible. Abrazo

Manuel dijo...

Gracias Manué. Lo leeré lo antes posible. Abrazo

Lutgardo dijo...

Gracias maestro. Un libro espléndido. No obstante lo compraré y lo leeré de nuevo porque -como dijo JRJ- los libros en ediciones distintas dicen cosas distintas. Y en papel serán aún más hermosas.
Mi abrazp

Muy John Fante, querido amigo, muy angloamerican barroque, muy prosa descarnada con ritmo incesante. Mi más sincera enhorabuena; y un detalle que lo cuelgues circunstancialmente. En eso te pareces a los Radiohead :)

Sofía Serra dijo...

Me encanta tu versatilidad. Leído de nuevo: me sigue gustando mucho. Gracias.

Muchas gracias Manuel. Me lo llevo para leerlo en el viaje que empiezo el lunes. Cuídate.

Gracias. No lo conocía. Ya lo tengo.

JMAM dijo...

Listo para comenzar la lectura...

Anónimo dijo...

Esta vez también sucedió y fue (igual), es así, como tantas, al leerte (¿leerte?), mas bien oír tu voz recitando (que algunas han sido ya y, siempre, siempre ese placer de la escucha) cuando el palpo, la palabra, el verso, la significación del poema, de las entrañas del poema, es entregado al río del mundo y el mundo respeta esa verdad engendrada. Sí, querido Manuel, eres hondo e inteligente, muy sabio y muy escritor. Gracias.

Concha Gil