Pessoa: EL HOMBRE QUE NO EXISTIÓ






EL HOMBRE QUE NO EXISTIÓ
manuel moya

a Teresa Rita Lopes


Era viernes, veintisiete de noviembre de 1935. Bernardo Soares, como había hecho todos los días laborales desde hacía no sabía bien cuánto, dejó la pluma en el tintero, se levantó de su escritorio, saludó a Sergio, el mozo de almacén que en esos momentos andaba recibiendo órdenes de Moreira, vio a lo lejos, concentrado con el teléfono, al jefe Vasques (seguramente hablaba con su amante), se acercó a la percha donde recogió su chambergo y su sombrero, bajó resignadamente los tres tramos de escalera que lo separaban de la calle, saludó a la vendedora de frutas y dudó si comprar unos plátanos que no estaban ni demasiado maduros ni demasiado verdes. La mujer, que no ocultaba su origen insular, ponderó la calidad de sus plátanos y Bernardo, quitándose el sombrero, sonrió levemente y, algo cohibido, preguntó por el precio. La mujer, sin dejar de pregonar unos plátanos que llegaban diariamente de Madeira, se los envolvió en un papel de estraza. Bernardo pagó y marchó calle abajo, hacia el restaurante de comidas caseras donde a veces se encontraba con Fernando, el traductor de cartas comerciales con quien hacía algún tiempo que congeniaba. Pero el restaurante estaba cerrado. Un cartel recordaba que los viernes no abría y Bernardo, resignado, siguió calle abajo en dirección a otro restaurante barato de Campo das Cebolas, por donde sabía que Fernando solía tomarse un par de aguardientes a mediodía. Desearía hablar con él antes de marchar definitivamente hacia el norte, empujado no tanto por la promesa de un trabajo mejor remunerado, cuanto por una cierta incompatibilidad con el húmedo clima de Lisboa. Estaba a punto de doblar la calle cuando se encontró con el aprendiz del viejo Sanches, que llevaba colgado del hombro, sobre la bata blanca, un paño de lino también blanco y sencillo y que en ese momento salía de la barbería desierta a tomar un poco de ese aire salitroso proveniente del Tajo. Bernardo se detuvo a saludarlo y pensó que, siendo temprano, acaso podía pedirle que lo afeitara. Le gustaban las manos algo femeninas y tibias de aquel chico estirándole o masajeándole las mejillas antes de ponerle el jabón. Mañana tenemos agua, dijo el chico, señalando al cielo, mientras examinaba al sol su impoluta bata.
―Cómo lo sabe ―preguntó Soares, sinceramente interesado.
―Las gaviotas ―dijo el mozo―, por el vuelo de las gaviotas.
―¿Las gaviotas?
―Las gaviotas escriben en el cielo. No hay más que leer lo que escriben. La cosa no tiene ningún secreto para un azoriano ―remató.
La imagen de un hombre que podía interpretar la caligrafía de las gaviotas interesó a Bernardo. De modo que las gaviotas... El muchacho se quitó alegremente el paño de lino y con un gesto de sobria familiaridad lo invitó a pasar. Debiera usted visitar Las Azores, dijo el muchacho más para sí mismo que para el cliente que se acomodaba en el sillón. ¿Las Azores?, se preguntó Bernardo, ¿qué se me ha perdido a mí en las Azores? A Bernardo le era grato dejarse afeitar sin prisas en aquel lugar sombrío y triste y repetido, donde todo estaba donde debía estar y el mundo y el tiempo parecían quietos e inofensivos. Durante años había acudido a aquella barbería al menos una vez a la semana a afeitarse o cortarse el pelo. En todo ese tiempo no es que hubiera avanzado mucho en la amistad con Sanches, el barbero habitual, pero sí que le había llegado a tomar un poco de afecto, como ocurría con sus compañeros de oficina. Sabía que el barbero era un tipo algo brusco, fanfarrón, amigo de las mujeres fáciles, a las que pagaba con alegría pero a las que a su vez les exigía entrega y discreción absoluta. Sabía que durante las últimas semanas había estado algo achacoso, pero Sanches se veía a sí mismo como indestructible y así lo pregonaba a los cuatro vientos. Bernardo estaba ya sentado frente al gran espejo, cuando por darle conversación al chico, preguntó por su a veces agrio patrón. El chico acabó de ponerle alrededor del cuello el paño de lino frío y limpio, ajustó la inclinación de la silla y con tres dedos le elevó el mentón hasta que sus ojos se orientaron dócilmente hacia la parte superior y algo carcomida del gran espejo.
El patrón murió hace tres días ―dijo al cabo, mientras lo enjabonaba.
Lo dijo con una voz tan neutra, desganada y sin énfasis, que a Bernardo le pareció estremecedora.
Bernardo trató de no dar a entender su sensación de pesar, entre otras cosas porque el muchacho ya tomaba la cuchilla y la afilaba distraídamente en la cinta de cuero, pero toda su buena disposición irracional había desfallecido de repente, como el barbero Sanches, que ya nunca más habría de aparecer en la otra silla de la barbería, contando historias salaces y seguramente inventadas. El muchacho, del que supo que vivía de alquiler en la Rúa Atalaia, que criaba canarios y que por las noches solía escuchar fados en el Mascote, se llevó su tiempo para afeitarlo, pero ya sus dedos no le resultaron ni femeninos ni tibios y Bernardo se fue quedando inmóvil, pensando en el viejo sin interés de las polainas sucias que cada mañana se cruzaba con él de camino al tranvía, en el lotero cojo que lo importunaba inútilmente en la esquina de Praça de Rossio, junto a la parada del tranvía, en Esteves, el viejo rechoncho y coloradote que siempre aparecía con un puro en la boca a la puerta del estanco, en el dueño del estanco, tan macilento y amargado que parecía no poder acumular un gramo más de rencor contra el mundo. Pensó en todos ellos, que, sin quererlo, en su infinita soledad, en su más descomunal fracaso, formaban parte de su vida. Y pensó que también él se marcharía en breve de la Rúa da Prata, de la Rúa dos Douradores, de la Rúa dos Franqueiros y que entonces, por un instante, por unas semanas, él sería para el importuno lotero el que dejó de bajarse del tranvía a las nueve y veinte, y para el viejo rechoncho y coloradote que cada mañana doblaba por la puerta del estanco, y para los demás (cualquiera que fueran los demás) el que dejó de trabajar aquí, el no sé qué habrá sido de él, el pobre Bernardo, el que parecía tan solitario y tan triste y el que tanto echaba de menos una vida que tal vez no tuvo.



Regresó a la calle veinte minutos más tarde con el paquete de plátanos bajo el brazo y la sensación de que finalmente las manos del joven barbero habían logrado restablecer ese frescor y confort perdido. Caminó en paralelo al río, observando el vuelo de las nerviosas gaviotas. En el restaurante de Campo das Cebolas le dijeron que Fernando hacía menos de diez minutos que se había marchado, y que, encontrándose algo indispuesto, sólo tomó un aguardiente. Decepcionado por la noticia de la marcha del único amigo verdadero que le quedaba en la ciudad, se sentó en una de las mesas más discretas y pidió una sopa alentejana, media ración de crujientes croquetas de berenjena y medio litro de vino. Masticó en silencio, ensimismado, contemplando por vez primera los airosos azulejos del zócalo. Había acabado ya el café cuando le pareció ver muy fugazmente a través de la ventana al patrón Vasques acompañado de una chica de no más de veinte o veintidós años. De inmediato dejó el dinero de la cuenta en el platillo y salió a la calle, donde, en efecto, pudo observar cómo se alejaban alegremente el patrón y la muchacha.
Decidió seguirlos no porque le interesara la vida y milagros de Vasques, ni porque para él ese tipo de aventuras tuvieran algún tipo de atractivo, sino porque estaba solo, porque no pudiendo hablar con Fernando, no tenía otra cosa que hacer hasta la tarde, y volver a la buhardilla y garabatear páginas era lo que menos podía apetecerle. Comenzó, pues, a seguirlos y vio cómo a la altura de la estación de Santa Apolonia, la pareja se desviaba por una bocacalle hacia las laberínticas cuestas de Alfama, donde a buen seguro no tardarían en perderlo de vista. Aun así, caminó aprisa y giró por la misma calle. Los vio a lo lejos, doblando hacia la izquierda. Al llegar a la esquina se asomó preventivamente y pudo ver cómo la pareja se había refugiado en una puerta. Vasques besaba a la chica y buscaba nerviosamente sus pechos. Ella reía y su risa salía húmeda y profunda, como si en vez de salir desde una garganta, lo hiciera desde un sótano frío y angosto. El patrón, acaso molesto por sus carcajadas, dejó uno de sus pechos al descubierto y en un gesto rápido e inesperado le puso la mano en la boca, pero la chica, después de resistirse, le mordió la mano y Vasques, sorprendido, retrocedió un paso, la miró con odio y, sin tiempo para más, le cruzó la cara con una bofetada que hizo que la chica se tambalease. Bernardo, que no les perdía ojo desde la esquina, volvió la cara y tragó un aire que le supo a pulpa de vinagre. La chica, que no hacía más que tocarse la cara, como si algo no estuviera en su sitio, comenzó a gimotear y Vasques, resolutivo como siempre, se sacó un pañuelo de la chaqueta y se lo alcanzó, para luego tomarla de un brazo y entre excusas y zalamerías, empujarla hasta la primera bocacalle, donde comenzaban las escaleras. Bernardo dudó si seguirlos o no, pero como ni una cosa ni la otra tenía el menor sentido, y le abrumaba como una comezón de suciedad en el estómago, decidió volver sobre sus pasos.
El Tajo a esa hora de la tarde del tardío otoño estaba algo apagado, pero de él llegaba una brisa pulida que agitaba las sábanas colgadas de la pensión Estrela y que comenzaba a ser molesta. Atravesó toda la calle de la Aduana con sus puestos de olorosas especias, frutas y bacalao seco, sin dejar de escuchar el graznido de las gaviotas. Pensó que allí, a apenas unos metros de la tumultuosa Rúa do Ouro, el tiempo había acabado por emboscarse. Siguió caminando hasta que tuvo a apenas unos pasos el British' bar, en la esquina de la Rúa de Alecrim con Cais de Sodré.
El British era un bar concurrido por maleantes, extranjeros y marineros ociosos en el que Bernardo había entrado dos o tres veces en su prolongada estancia en Lisboa. Dudó si entrar o seguir hasta el bar de la estación marítima, apenas al otro lado de la plaza. Al final se decidió por el British, por la pereza que le ocasionaba tener que atravesar la concurrida plaza. Quiso el azar que en el British se encontrara con Carlos Mendoza, el cónsul mexicano, que, sentado en una de las mesas del fondo, dijo esperar al ingeniero Álvaro de Campos con el que, así lo dijo, tenía varias conspiraciones a medio acabar. Bernardo pidió una bica y escuchó al ocurrente y parlador mexicano, que hablaba de la señora de un conde español escondido en Estoril. Álvaro, el alto y apuesto Álvaro, apareció diez minutos más tarde envuelto en esa misma pinta de dandy con la que Bernardo lo había conocido diez años antes, con su monóculo y su levita impoluta, pero ahora se lo veía pálido y acaso algo más arqueado que de costumbre. Después de sentarse y pedir un whisky sin hielo, Álvaro habló con preocupación del común amigo Fernando. Según le había confesado él mismo días atrás, estaba tan fastidiado con el hígado que el médico le dijo taxativamente que una sola copa más podría mandarlo al otro barrio. Bernardo guardó silencio y comentó que ese mismo mediodía había ido a buscarlo al restaurante pero que no lo encontró. Fue Carlos quien, para quitar hierro al asunto, dijo que no se preocuparan por la suerte del amigo porque estaban en el único lugar del mundo donde las agujas del reloj corrían en dirección contraria a las del tiempo y, en efecto, al señalar al reloj, Bernardo observó que el tiempo giraba al revés.
La conversación derivó hacia el bravucón Mussolini, el vuelo de las gaviotas, el futuro de la aviación y la resbaladiza condesa española. Bernardo los dejó al filo de las cuatro y media pues debía regresar a la oficina para despedirse formalmente de los compañeros y recoger sus cosas. Porque aquella sería su última jornada de trabajo en Vasques & Cía. Ya había caminado unos metros cuando Álvaro lo detuvo.
¿Me querría acompañar esta tarde a ver a Fernando? ―preguntó Álvaro.
Tengo que pasar por la oficina. Quizás cuando salga sea demasiado tarde para usted ―contestó Bernardo.
Se lo pido porque no sé si querrá verme solo. Estamos medio peleados. Con usted sería otra cosa.
¿Peleados? Creí que ustedes eran uña y carne ―dijo Bernardo.
Él se empieza a hartar de mí y, mire, lo comprendo. No me he portado bien. Esa mujer, por ejemplo.
¿Se refiere usted a Ofelia? ¿Qué ocurre con Ofelia?
He estado pensando, ¿sabe? Quizás con Ofelia hoy Fernando fuera un hombre tributable y feliz. Quizás ella hubiera sabido qué hacer con él.
No le entiendo.
No se puede vivir siempre tratando de escapar.
¿Tratando de escapar? No sabía que...
Hace mucho que conozco a Fernando ―dijo Álvaro―. Nos conocimos en el Herzog. Figúrese. En 1905. Él volvía de Sudáfrica y yo de Las Palmas. Él no se acuerda pero nos conocimos allí. Charlamos brevemente, nada del otro mundo. Entonces él era un chico que creía en el futuro, o al menos en su futuro. Quería comenzar una carrera, ser alguien en la vida. Se sentía de la élite. Tenía sueños de grandeza, él, que parecía tan poquita cosa. Me habló de su padre y me dijo que era crítico musical, pero entonces yo no sabía que su padre había muerto cuando él era un niño.
Tampoco conocía yo ese detalle.
Nos volvimos a ver al cabo de ocho años. Yo regresaba de un viaje por Oriente. Él andaba entonces con esos insufribles saudosistas, con toda esa basura del imperio y el alma lusitana de la que el pobre nunca se ha llegado a curar de todo. Pero los saudosistas lo consideraban un don nadie, un polemista, un tipo problemático que ensuciaba su causa, de modo que en cuento tuvieron la más mínima oportunidad le dieron largas. Después vino lo de aquella sonada revista y la muerte de su querido Mário, que volvió a dejarlo más solo que la una. Ahí comenzó su fin.
Pero estaba usted para defenderlo.
Yo, querido Bernardo, no era más que uno de sus sueños. Tuvo tantos sueños... Se diría que lo único que ha hecho Fernando en toda su vida es tratar de escapar.
Todos de una manera o de otra, tratamos de escapar.
Pero, querido amigo Bernardo, la diferencia es que él ha puesto toda su energía en escapar. Nunca le interesó vivir, sino escapar.
¿Y dónde puede escapar?
En eso, como en casi todo, nuestro amigo es muy ingenuo, querido amigo. Ha tratado de escapar de sí mismo a través de nosotros, sus amigos; ha tratado de escapar a través de esas ideas estériles del Quinto imperio y demás esas zarandajas patrióticas, del esoterismo, del amor incluso, pero sobre todo trató de escapar a través de los sueños.
Bueno, cada cual esquiva los golpes de la vida como puede.
Lo sé, lo sé, pero lo que me preocupa ahora, mi buen amigo, es que esta vez ha encontrado el método infalible, el definitivo.
Ahora sí que no le sigo.
El alcohol.
Creía que había dejado el alcohol, que el médico...
Mientras le vivió su madre, se mantuvo alejado. Por pudor, por no darle sufrimientos, supongo, ya sabe usted lo unidos que estaban.
Sí, claro. Pero yo creía que su afición le venía precisamente por su desesperación, por su soledad.
Tal vez, no se lo puedo negar tajantemente, pero yo más bien creo que él ha visto en el aguardiente un plan de fuga infalible y discreto.
Puede ser, no le digo que no, pero yo más bien...
Mire, querido amigo. Los hay que un día deciden escapar y escapan sin más, como ese niño malcriado de Sá-Carneiro, pero los hay a los que les cuesta y se pasan la vida buscando la manera de hacerlo sin que duela, sin dar un espectáculo obsceno o bochornoso de sí mismos.
¿Y usted cree?
¿Por qué cree entonces que ahora andamos enfadados?
Supuse que era por riñas literarias. Es usted tan vehemente en sus dictámenes.
No. Fue porque le dije con toda franqueza lo que ahora le estoy diciendo a usted.
¿Y qué dijo él?
Decir no dijo nada, pero desde entonces... Mire, desde lo de Ofelia, desde que hice que lo dejaran definitivamente todo, entre nosotros ha sido un despropósito.
Se portó usted mal con él. Ofelia tal vez lo hubiera salvado.
Sí, lleva razón. Yo me empeñé en que lo dejaran. Creí hacerlo por él, puedo jurárselo, pero ahora pienso que fue por puro egoísmo. Es mi culpa que Fernando se embarrancara por esta soledad sin fondo, querido Bernardo y por eso he recurrido a usted. Necesito verlo...
Usted no es el culpable de nada. Deje de atormentarse. Cada cual elige su camino. Fernando ha elegido el suyo.
Tal vez, tal vez. ¿Pero al menos querrá usted acompañarme?
Deje que vuelva a la oficina. Espéreme en la parada del 28, en Rossio, a las ocho en punto. No falte.
Allí estaré, descuide. Tengo un presentimiento.
¿Un presentimiento? ¡Explíquese!
Los presentimientos no se explican, querido Bernardo. Nadie puede explicar los presentimientos.
Bernardo siguió caminando con el ánimo en suspenso y llegó a la oficina. Moreira se quejaba de la informalidad horaria de las navieras, Sergio repasaba los pedidos en un rincón, el patrón Vasques seguía en su despacho, con el teléfono pegado a la oreja, como si no se hubiera movido de allí en las últimas cuatro horas, como si no hubiera abofeteado a una chica, como si no entendiera para nada el nervioso vuelo de las gaviotas. Bernardo se quitó el chambergo y el sombrero, los dejó en la percha y se dirigió al escritorio con el envoltorio de plátanos. Antes de mojar la pluma e inclinarse sobre el libro de registros, fijó su mirada en la foto que se habían hecho en la oficina no más de seis u ocho meses atrás y que estaba colgada a apenas dos metros de su mesa. Todos, todos los que allí figuraban le parecieron idénticos a sí mismos; todos menos él, que no pudo evitar una pena infinita por sí mismo y por su insignificancia, frente a la inconsútil alegría de los otros. Allí se quedaría su rostro y los demás, unidos por aquel instante que no era ni siquiera un instante. Cuando sus demás compañeros de oficina se detuvieran frente a la foto, acaso tendrían un segundo de suspenso para preguntarse qué habría sido de aquel viejo ayudante de contable que un día se marchó hacia el Norte con la excusa de que le sentaba mal el aire húmedo de Lisboa. Dos horas más tarde recogió su mesa y de uno en uno, emotivamente, se fue despidiendo de todos los compañeros. Antes de alcanzarle el último sobre, el patrón Vasques lo abrazó como pudiera abrazar a un hijo y le aseguró que las puertas de su oficina siempre estarían abiertas para él.
A las ocho en punto se encontraba en la parada del tranvía, pero a pesar de esperar durante más de una hora, Álvaro de Campos no apareció. Le dio vueltas a la palabra presentimiento y hacía frío. Cerca de las nueve y media, cuando el húmedo frío proveniente del Tajo ya le pelaba los huesos, decidió marcharse a casa y prepararse la cena. Cenó en silencio, pensando en la conversación que había sostenido aquella misma tarde con Álvaro, volvió a repasar el cosido de los folios que a la mañana siguiente enviaría por correo a Fernando antes de marcharse definitivamente y se acostó.
El martes dos de diciembre de 1935, cuando Bernardo ya iba en el tren hacia el Norte, leyó en un suelto de Diario de Noticias que Fernando Nogueira Pessoa había fallecido el lunes 30 de noviembre y, mirando su reloj, observó que mientras él se alejaba definitivamente de Lisboa, acaso el misterioso amigo se estuviera enterrando en el cementerio de Prazeres. Golpeado por la noticia, apartó el envoltorio de plátanos, cerró los ojos y trató de imaginar un universo en el que no estuvieran ni él, ni Álvaro de Campos ni el propio Fernando y creyó que ese universo, de existir, acaso no merecería la pena. Entonces se sentó de forma que su rostro mirase hacia el paisaje ya recorrido y deletreó la palabra presentimiento varias veces hasta que la palabra se fue borrando y pronto careció de sentido. El revisor pasó a su lado sin verlo y el paisaje, donde hasta entonces había prevalecido la otoñada, fue deshilachándose como se deshilacha una nube sobre las montañas. En la estación donde Bernardo debiera bajar no bajó nadie. Los pájaros habían desaparecido del cielo. El viento frío de diciembre silbaba aquí y allá, como si tal cosa.

Regresó a la calle veinte minutos más tarde con el paquete de plátanos bajo el brazo y la sensación de que finalmente las manos del joven barbero habían logrado restablecer ese frescor y confort perdido. Caminó en paralelo al río, observando el vuelo de las nerviosas gaviotas. En el restaurante de Campo das Cebolas le dijeron que Fernando hacía menos de diez minutos que se había marchado, y que, encontrándose algo indispuesto, sólo tomó un aguardiente. Decepcionado por la noticia de la marcha del único amigo verdadero que le quedaba en la ciudad, se sentó en una de las mesas más discretas y pidió una sopa alentejana, media ración de crujientes croquetas de berenjena y medio litro de vino. Masticó en silencio, ensimismado, contemplando por vez primera los airosos azulejos del zócalo. Había acabado ya el café cuando le pareció ver muy fugazmente a través de la ventana al patrón Vasques acompañado de una chica de no más de veinte o veintidós años. De inmediato dejó el dinero de la cuenta en el platillo y salió a la calle, donde, en efecto, pudo observar cómo se alejaban alegremente el patrón y la muchacha.

Decidió seguirlos no porque le interesara la vida y milagros de Vasques, ni porque para él ese tipo de aventuras tuvieran algún tipo de atractivo, sino porque estaba solo, porque no pudiendo hablar con Fernando, no tenía otra cosa que hacer hasta la tarde, y volver a la buhardilla y garabatear páginas era lo que menos podía apetecerle. Comenzó, pues, a seguirlos y vio cómo a la altura de la estación de Santa Apolonia, la pareja se desviaba por una bocacalle hacia las laberínticas cuestas de Alfama, donde a buen seguro no tardarían en perderlo de vista. Aun así, caminó aprisa y giró por la misma calle. Los vio a lo lejos, doblando hacia la izquierda. Al llegar a la esquina se asomó preventivamente y pudo ver cómo la pareja se había refugiado en una puerta. Vasques besaba a la chica y buscaba nerviosamente sus pechos. Ella reía y su risa salía húmeda y profunda, como si en vez de salir desde una garganta, lo hiciera desde un sótano frío y angosto. El patrón, acaso molesto por sus carcajadas, dejó uno de sus pechos al descubierto y en un gesto rápido e inesperado le puso la mano en la boca, pero la chica, después de resistirse, le mordió la mano y Vasques, sorprendido, retrocedió un paso, la miró con odio y, sin tiempo para más, le cruzó la cara con una bofetada que hizo que la chica se tambalease. Bernardo, que no les perdía ojo desde la esquina, volvió la cara y tragó un aire que le supo a pulpa de vinagre. La chica, que no hacía más que tocarse la cara, como si algo no estuviera en su sitio, comenzó a gimotear y Vasques, resolutivo como siempre, se sacó un pañuelo de la chaqueta y se lo alcanzó, para luego tomarla de un brazo y entre excusas y zalamerías, empujarla hasta la primera bocacalle, donde comenzaban las escaleras. Bernardo dudó si seguirlos o no, pero como ni una cosa ni la otra tenía el menor sentido, y le abrumaba como una comezón de suciedad en el estómago, decidió volver sobre sus pasos.
El Tajo a esa hora de la tarde del tardío otoño estaba algo apagado, pero de él llegaba una brisa pulida que agitaba las sábanas colgadas de la pensión Estrela y que comenzaba a ser molesta. Atravesó toda la calle de la Aduana con sus puestos de olorosas especias, frutas y bacalao seco, sin dejar de escuchar el graznido de las gaviotas. Pensó que allí, a apenas unos metros de la tumultuosa Rúa do Ouro, el tiempo había acabado por emboscarse. Siguió caminando hasta que tuvo a apenas unos pasos el British' bar, en la esquina de la Rúa de Alecrim con Cais de Sodré.
El British era un bar concurrido por maleantes, extranjeros y marineros ociosos en el que Bernardo había entrado dos o tres veces en su prolongada estancia en Lisboa. Dudó si entrar o seguir hasta el bar de la estación marítima, apenas al otro lado de la plaza. Al final se decidió por el British, por la pereza que le ocasionaba tener que atravesar la concurrida plaza. Quiso el azar que en el British se encontrara con Carlos Mendoza, el cónsul mexicano, que, sentado en una de las mesas del fondo, dijo esperar al ingeniero Álvaro de Campos con el que, así lo dijo, tenía varias conspiraciones a medio acabar. Bernardo pidió una bica y escuchó al ocurrente y parlador mexicano, que hablaba de la señora de un conde español escondido en Estoril. Álvaro, el alto y apuesto Álvaro, apareció diez minutos más tarde envuelto en esa misma pinta de dandy con la que Bernardo lo había conocido diez años antes, con su monóculo y su levita impoluta, pero ahora se lo veía pálido y acaso algo más arqueado que de costumbre. Después de sentarse y pedir un whisky sin hielo, Álvaro habló con preocupación del común amigo Fernando. Según le había confesado él mismo días atrás, estaba tan fastidiado con el hígado que el médico le dijo taxativamente que una sola copa más podría mandarlo al otro barrio. Bernardo guardó silencio y comentó que ese mismo mediodía había ido a buscarlo al restaurante pero que no lo encontró. Fue Carlos quien, para quitar hierro al asunto, dijo que no se preocuparan por la suerte del amigo porque estaban en el único lugar del mundo donde las agujas del reloj corrían en dirección contraria a las del tiempo y, en efecto, al señalar al reloj, Bernardo observó que el tiempo giraba al revés.
La conversación derivó hacia el bravucón Mussolini, el vuelo de las gaviotas, el futuro de la aviación y la resbaladiza condesa española. Bernardo los dejó al filo de las cuatro y media pues debía regresar a la oficina para despedirse formalmente de los compañeros y recoger sus cosas. Porque aquella sería su última jornada de trabajo en Vasques & Cía. Ya había caminado unos metros cuando Álvaro lo detuvo.
¿Me querría acompañar esta tarde a ver a Fernando? ―preguntó Álvaro.
Tengo que pasar por la oficina. Quizás cuando salga sea demasiado tarde para usted ―contestó Bernardo.
Se lo pido porque no sé si querrá verme solo. Estamos medio peleados. Con usted sería otra cosa.
¿Peleados? Creí que ustedes eran uña y carne ―dijo Bernardo.
Él se empieza a hartar de mí y, mire, lo comprendo. No me he portado bien. Esa mujer, por ejemplo.
¿Se refiere usted a Ofelia? ¿Qué ocurre con Ofelia?
He estado pensando, ¿sabe? Quizás con Ofelia hoy Fernando fuera un hombre tributable y feliz. Quizás ella hubiera sabido qué hacer con él.
No le entiendo.
No se puede vivir siempre tratando de escapar.
¿Tratando de escapar? No sabía que...
Hace mucho que conozco a Fernando ―dijo Álvaro―. Nos conocimos en el Herzog. Figúrese. En 1905. Él volvía de Sudáfrica y yo de Las Palmas. Él no se acuerda pero nos conocimos allí. Charlamos brevemente, nada del otro mundo. Entonces él era un chico que creía en el futuro, o al menos en su futuro. Quería comenzar una carrera, ser alguien en la vida. Se sentía de la élite. Tenía sueños de grandeza, él, que parecía tan poquita cosa. Me habló de su padre y me dijo que era crítico musical, pero entonces yo no sabía que su padre había muerto cuando él era un niño.
Tampoco conocía yo ese detalle.
Nos volvimos a ver al cabo de ocho años. Yo regresaba de un viaje por Oriente. Él andaba entonces con esos insufribles saudosistas, con toda esa basura del imperio y el alma lusitana de la que el pobre nunca se ha llegado a curar de todo. Pero los saudosistas lo consideraban un don nadie, un polemista, un tipo problemático que ensuciaba su causa, de modo que en cuento tuvieron la más mínima oportunidad le dieron largas. Después vino lo de aquella sonada revista y la muerte de su querido Mário, que volvió a dejarlo más solo que la una. Ahí comenzó su fin.
Pero estaba usted para defenderlo.
Yo, querido Bernardo, no era más que uno de sus sueños. Tuvo tantos sueños... Se diría que lo único que ha hecho Fernando en toda su vida es tratar de escapar.
Todos de una manera o de otra, tratamos de escapar.
Pero, querido amigo Bernardo, la diferencia es que él ha puesto toda su energía en escapar. Nunca le interesó vivir, sino escapar.
¿Y dónde puede escapar?
En eso, como en casi todo, nuestro amigo es muy ingenuo, querido amigo. Ha tratado de escapar de sí mismo a través de nosotros, sus amigos; ha tratado de escapar a través de esas ideas estériles del Quinto imperio y demás esas zarandajas patrióticas, del esoterismo, del amor incluso, pero sobre todo trató de escapar a través de los sueños.
Bueno, cada cual esquiva los golpes de la vida como puede.
Lo sé, lo sé, pero lo que me preocupa ahora, mi buen amigo, es que esta vez ha encontrado el método infalible, el definitivo.
Ahora sí que no le sigo.
El alcohol.
Creía que había dejado el alcohol, que el médico...
Mientras le vivió su madre, se mantuvo alejado. Por pudor, por no darle sufrimientos, supongo, ya sabe usted lo unidos que estaban.
Sí, claro. Pero yo creía que su afición le venía precisamente por su desesperación, por su soledad.
Tal vez, no se lo puedo negar tajantemente, pero yo más bien creo que él ha visto en el aguardiente un plan de fuga infalible y discreto.
Puede ser, no le digo que no, pero yo más bien...
Mire, querido amigo. Los hay que un día deciden escapar y escapan sin más, como ese niño malcriado de Sá-Carneiro, pero los hay a los que les cuesta y se pasan la vida buscando la manera de hacerlo sin que duela, sin dar un espectáculo obsceno o bochornoso de sí mismos.
¿Y usted cree?
¿Por qué cree entonces que ahora andamos enfadados?
Supuse que era por riñas literarias. Es usted tan vehemente en sus dictámenes.
No. Fue porque le dije con toda franqueza lo que ahora le estoy diciendo a usted.
¿Y qué dijo él?
Decir no dijo nada, pero desde entonces... Mire, desde lo de Ofelia, desde que hice que lo dejaran definitivamente todo, entre nosotros ha sido un despropósito.
Se portó usted mal con él. Ofelia tal vez lo hubiera salvado.
Sí, lleva razón. Yo me empeñé en que lo dejaran. Creí hacerlo por él, puedo jurárselo, pero ahora pienso que fue por puro egoísmo. Es mi culpa que Fernando se embarrancara por esta soledad sin fondo, querido Bernardo y por eso he recurrido a usted. Necesito verlo...
Usted no es el culpable de nada. Deje de atormentarse. Cada cual elige su camino. Fernando ha elegido el suyo.
Tal vez, tal vez. ¿Pero al menos querrá usted acompañarme?
Deje que vuelva a la oficina. Espéreme en la parada del 28, en Rossio, a las ocho en punto. No falte.
Allí estaré, descuide. Tengo un presentimiento.
¿Un presentimiento? ¡Explíquese!
Los presentimientos no se explican, querido Bernardo. Nadie puede explicar los presentimientos.
Bernardo siguió caminando con el ánimo en suspenso y llegó a la oficina. Moreira se quejaba de la informalidad horaria de las navieras, Sergio repasaba los pedidos en un rincón, el patrón Vasques seguía en su despacho, con el teléfono pegado a la oreja, como si no se hubiera movido de allí en las últimas cuatro horas, como si no hubiera abofeteado a una chica, como si no entendiera para nada el nervioso vuelo de las gaviotas. Bernardo se quitó el chambergo y el sombrero, los dejó en la percha y se dirigió al escritorio con el envoltorio de plátanos. Antes de mojar la pluma e inclinarse sobre el libro de registros, fijó su mirada en la foto que se habían hecho en la oficina no más de seis u ocho meses atrás y que estaba colgada a apenas dos metros de su mesa. Todos, todos los que allí figuraban le parecieron idénticos a sí mismos; todos menos él, que no pudo evitar una pena infinita por sí mismo y por su insignificancia, frente a la inconsútil alegría de los otros. Allí se quedaría su rostro y los demás, unidos por aquel instante que no era ni siquiera un instante. Cuando sus demás compañeros de oficina se detuvieran frente a la foto, acaso tendrían un segundo de suspenso para preguntarse qué habría sido de aquel viejo ayudante de contable que un día se marchó hacia el Norte con la excusa de que le sentaba mal el aire húmedo de Lisboa. Dos horas más tarde recogió su mesa y de uno en uno, emotivamente, se fue despidiendo de todos los compañeros. Antes de alcanzarle el último sobre, el patrón Vasques lo abrazó como pudiera abrazar a un hijo y le aseguró que las puertas de su oficina siempre estarían abiertas para él.
A las ocho en punto se encontraba en la parada del tranvía, pero a pesar de esperar durante más de una hora, Álvaro de Campos no apareció. Le dio vueltas a la palabra presentimiento y hacía frío. Cerca de las nueve y media, cuando el húmedo frío proveniente del Tajo ya le pelaba los huesos, decidió marcharse a casa y prepararse la cena. Cenó en silencio, pensando en la conversación que había sostenido aquella misma tarde con Álvaro, volvió a repasar el cosido de los folios que a la mañana siguiente enviaría por correo a Fernando antes de marcharse definitivamente y se acostó.
El martes dos de diciembre de 1935, cuando Bernardo ya iba en el tren hacia el Norte, leyó en un suelto de Diario de Noticias que Fernando Nogueira Pessoa había fallecido el lunes 30 de noviembre y, mirando su reloj, observó que mientras él se alejaba definitivamente de Lisboa, acaso el misterioso amigo se estuviera enterrando en el cementerio de Prazeres. Golpeado por la noticia, apartó el envoltorio de plátanos, cerró los ojos y trató de imaginar un universo en el que no estuvieran ni él, ni Álvaro de Campos ni el propio Fernando y creyó que ese universo, de existir, acaso no merecería la pena. Entonces se sentó de forma que su rostro mirase hacia el paisaje ya recorrido y deletreó la palabra presentimiento varias veces hasta que la palabra se fue borrando y pronto careció de sentido. El revisor pasó a su lado sin verlo y el paisaje, donde hasta entonces había prevalecido la otoñada, fue deshilachándose como se deshilacha una nube sobre las montañas. En la estación donde Bernardo debiera bajar no bajó nadie. Los pájaros habían desaparecido del cielo. El viento frío de diciembre silbaba aquí y allá, como si tal cosa.

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