LA SOMBRA DEL CAIMÁN

Acaso La sombra del caimán sea el cuento que más veces haya publicado. Mi segundo libro de relatos ya levaba su título por ser el cuento más emblemático. Es un cuento claramente cortazariano, pues en mi juventud fui un fervoroso lector de Cortázar. Tuve la cosa de ocultar aquellos cuentos que más debían al rioplatense y durante unos años me dio por matar a aquel padre que tanto me ha enseñado y a quien tanto debo. Hoy traigo aquí este cuento que acaso camine libremente ya por internet. Habla de los miedos, de los deseos y de los miedos. En fin, espero les guste.




LA SOMBRA DEL CAIMÁN



Puede que alguno de ustedes recuerde mi historia. La televisión y los periódicos la explotaron en su día hasta la saciedad. Debo asegurarles, sin embargo, que muchas de las informaciones que les han llegado al respecto, incluyendo las entrevistas que en su día hicieron a mi mujer, suelen caer en un cierto tono fantasioso y errático, que muy poco tienen que ver con la realidad. Entiendo que la vida es endiabladamente dura, que la gente tiene que comer, que pagar sus hipotecas y cambiar de cuando en cuando de coche o de nevera, pero me cuesta creer que haya tanta gente que esté deseando hacerse con unos cuartos con el infortunio de los demás. Si elegí este centro fue porque en él, se me aseguró, podría contarlo todo con libertad. Consideren, por último, que ante la maraña de versiones interesadas que han salido a la luz durante estos meses y que he tenido que leer incluso por prescripción facultativa, hasta yo mismo he ido acomodando algunos detalles equívocos a mi propia versión, sin que ello, eso sí, contamine gravemente la verdad.
Ana acababa de llegar de uno de esos reportajes fotográficos que le llevaban de uno a otro lado del mundo, visitando cráteres o ruinas, fotografiando desastres, levantamientos armados y todo lo que le caía al paso. En aquella ocasión le había tocado Venezuela, un país por el que Ana se sentía atraída desde que una vez anduvo haciendo un reportaje sobre la Guajira. Un mes entero pateando los barrios más impenetrables del viejo Maracaibo de la mano de un escritor de moda, había acentuado aún más esa vieja atracción y la verdad es que venía radiante y cargada de corotos. Entre ellos un frasco grasiento y vacío donde los indios, aseguraba, habían tenido la ocurrencia de encerrar la sombra de un caimán.
Han escuchado bien: la sombra de un caimán.
Pueden suponer que se trataba de un frasco corriente, lacrado con un sencillo emplasto de hojas desconocidas. Tras tomarlo entre mis manos, vi con cierto alivio que en él no había indicio alguno de sombra ni de nada, y como no era cuestión de disimular mi decepción, me acerqué a la ventana y contemplé la ciudad, que empezaba a encender sus farolas. Esto, me dije observando el alfabeto de luces minúsculas que describían un arco en torno a la bahía, sí que es la sombra de un caimán. Pilar, en cambio, consideró el frasco con el mismo interés con que hubiera considerado una crátera romana o una fíbula ibérica, deseando encontrar fervientemente algún indicio del reptil en su interior, para así congraciarse con ese talante esotérico y soñador de su hermana.

Una mañana -contaba la reportera-, cuando fotografiaba un estrafalario mercadillo, se le acercó un individuo de aspecto aindiado, envuelto en una especie de bata raída que apenas le dejaba ver unos tobillos salpicados de bubas resecas y cicatrices, y cuyo color, si es que algún día lo tuvo, resultaba bastante difícil de precisar. El personaje se defendía dificultosamente en un castellano contagiado de esa curiosa aflicción que parece inocular a los indios apenas se alejan unas leguas de su huaca. Tras un rato de cháchara, el indio extrajo algo de entre las ropas y, tras un gesto de calculada humildad, se lo extendió a la sorprendida reportera. Ana no se atrevió a examinar aquello que sólo parecía una mísera botella envuelta en hojas.
Ella, que en esos momentos ni siquiera se atrevía a mirar cara a cara al desconocido, recibió el frasco con cautela, aunque por más que lo evaluaba, no parecía distinguir nada en él. El indio, mientras tanto, no dejaba de mover mucho las manos dentro de su bata, como si de un momento a otro fuese a levantar el vuelo. Ana, incapaz de quitárselo de encima, acabó por pagar los pocos bolívares que le pedía. El indio, sin embargo, parecía molesto por la rapidez con que se había cerrado el negocio y lejos de tomar el dinero y marcharse, como ella hubiera querido, seguía moviendo mucho las manos, asegurándole por gestos que allí dormía la sombra de un caimán. La ya innecesaria tozudez del hombre persuadió a la turista de que en el frasco había algo, y tras examinarlo más concienzudamente, creyó sorprender algún movimiento en su interior. Taií,taií shacaré, repetía de manera cansina el indio, sin atreverse a levantar los pies del suelo y echarse a volar sobre un cielo plano como un espejo. Más sosegados ambos, Ana fue traduciendo sus palabras, y supo que en la impronunciable región de donde provenía el indio, se guardaban las sombras de caimán en calabazas hasta que lospessona, como él los llamaba, vinieron con sus botellas de cristal a meter las sombras de los árboles y de los arroyos, de los muertos e incluso de quienes no habían nacido todavía, para venderlas en los hoteles para extranjeros, donde pedían por ellas cantidades desorbitadas. Supo también que las sombras permanecen durante muchos inviernos y veranos quietas, protegiendo el hogar, hasta que les entra la querencia del río y de la carne y escapan sin que se las vuelva a ver. Así, concluía el indio, son lassombra.
El relato se parecía tan extraordinariamente a aquellos cuentos hispanoamericanos que Ana solía leer, que lo supuse uno de ellos, desde luego no el más original. Al fin y al cabo, argumentaba con esa candidez tan suya que era casi una delación, de algún lugar tienen que sacarse esas historias. La cuestión, le repliqué, es que el indio ese te ha birlado un par de dólares por el casco de una gaseosa.
Pero Ana estaba tan convencida de la veracidad de su historia, que hasta me quiso persuadir de que durante el viaje, en el que no se atrevió a separarse de la botella, había llegado a la convicción de que en su interior había vida. Desde luego, se han visto cosas mucho más difíciles de creer, exclamé con ironía. Los indios, replicó muy seria, son animistas, así es que su relación con el entorno nada tiene que ver con la nuestra. Si ellos dicen que pueden encerrar las sombras, es porque lo hacen, porque lo han estado haciendo durante cientos de generaciones. Para dar por terminado el asunto, se sacó del bolso un papel donde aparecían anotadas las instrucciones que el indio le chapurreó para la idónea conservación del frasco. La sombra del caimán, concluyó Ana, protege de otras sombras, pero una caída, una pérdida, cualquier absurdo contratiempo, podría volver todo del revés y hacer que la sombra pase a estar en nuestra contra.
Ante tales perspectivas, Pilar se apresuró a buscarle un lugar tranquilo y alejado del trasiego doméstico, donde no pudieran llegar las manos de Helena, nuestra hija de tres años. Ana, maliciaba yo, acabaría olvidándose del asunto en un par de meses. Entonces nosotros, libres de sus fantasías, podríamos deshacernos del frasco arrojándolo a un río (allí el caimán...) o dejarlo en un contenedor de vidrio. La verdad es que no estaba dispuesto a compartir mi casa con la sombra advenediza de un caimán.
Como sucede con todos los cachivaches que un buen día traspasan la puerta de cualquier hogar, también aquello acabó por perderse en una polvorienta balda, en el lugar que la prevención y el olvido acabaron por asignarle. Sólo muy de tarde en tarde, al pasar el trapo por las estanterías o al buscar la funda de las gafas o un mechero extraviado, volvía a aparecer el frasco, vacío e inquietante como una de esas hachas de sílex que mi mujer dibujaba en casa para la Salvat. Era entonces cuando el relato de Ana volvía a nuestra memoria con tenebrosa y tozuda transparencia. Nos inquietaba, eso sí, caer en algún error, en algún descuido. La incredulidad, como todo, tiene sus límites y tampoco era cosa de poner en entredicho al destino por una cuestión tan inofensiva como un sencillo y mugriento frasco de cristal sellado con un tapón de hierbas. Sólo los frágiles recuerdos de familia o las piezas fabulosas que Pilar compraba a un vecino algo chiflado y expoliador de dudosos yacimientos arqueológicos, obtenían de nosotros la misma precaución que reservábamos para el frasco. Fuera de estos fortuitos encuentros, seguíamos una vida completamente relajada, sin otras inquietudes que las periódicas convulsiones de la cuenta corriente.

Pero la vida, ya se sabe, acaba siempre por ponernos en lo peor. En verano mandamos pintar la casa, aprovechando que nos íbamos de vacaciones. A la vuelta, nos encontramos con un piso radiante. Las habitaciones parecían más altas, más amplias, mucho más acogedoras... Me ocupaba de colocar las conservas en el frigorífico, cuando se escuchó el grito seco e ininteligible de Pilar.
-¡El frasco, Manuel, ha desaparecido el frasco! -exclamaba, señalando nerviosamente el lugar donde siempre estuvo-. No está, ha desaparecido.
-Tranquila, mujer, tranquila. Acuérdate de Ana. Le habrá llegado la querencia del río o qué sé yo -dije, tratando de controlar la situación.
-No digas tonterías. Aquí no hay río, ni selva ni nada.
-Sea lo que sea -continué-, no hay por qué ponerse así. Al fin y al cabo era un estorbo. Si ha decidido marcharse...
-Pero, ¿y sí a partir de ahora...?
Fue como si me hubieran golpeado con un martillo neumático en las mandíbulas. Sin decir palabra, con el miedo socavándome los huesos, nos enzarzamos en una búsqueda desesperada: rastreamos encima y debajo de los armarios, en el horno, en los huecos de las camas, en cada una de las repisas, en el trastero de la terraza, detrás de la lavadora, en los cajones del escritorio, entre los juguetes de Helena, en los rincones más inverosímiles y recónditos de la casa donde sin saber cómo ni entender por qué, suelen acabar los objetos perdidos. Sólo después de darle un millón de vueltas, tomando siempre los caminos y las hipótesis más tortuosas, se nos ocurrió lo evidente, y lo evidente era que el frasco había desaparecido durante la limpieza. Era posible que hallándolo vacío y nauseabundo, los propios pintores se hubieran deshecho de él, ahorrándonos a nosotros el trago de su desaparición.
Sí, eso sería.

-El muchacho es que no se lo explicaba -me confesó uno de los pintores-. Dale que dale con que en la botella había un bicho. Coño, que incluso decía que le había hecho un no sé qué en las manos. Figúrese.
Pero el muchacho ya no trabajaba con ellos. Pocos días después del incidente tuvo un percance con la moto y aún andaba de hospitales y de líos. No me fue difícil localizarlo entre los pacientes de una clínica cercana, de forma que aquella misma tarde pude tener una pequeña conversación con el muchacho, al que encontré escayolado y con un collarín protegiéndole el cuello. Era amable y algo tímido. Hablaba como contrapesando mucho unas palabras que, no sólo confirmaban la historia del pintor, sino que añadían algo que lo inquietaba: el frasco, vacío a todas luces, pareció cobrar súbito calor y movimiento en cuanto lo alzó de la repisa y lo sostuvo entre sus manos, de manera que en pocos segundos le estaba quemando las yemas de los dedos. Dentro, continuó, parecía que hubiese un bicho o algo aún peor. ¿Una tortuga, un pájaro, una sombra acaso?, pregunté evitando un énfasis que me hubiera delatado. No lo sé, no lo sé, contestó, el caso es que se puso tan caliente que tuve que soltarlo. Se lo juro, es como si allí dentro hubiera algo... y acabó haciéndose polvo contra el suelo.
Tenía buenas razones para no inquietar a Pilar con tales detalles. También le ahorré, como haré con ustedes, lo que el muchacho me confesó sobre los días que siguieron al suceso, porque eso es parte de otra historia que sólo cuento cuando vienen autoridades. Nuestra vida, tras ese imprevisto avatar, transcurrió sin más. Pilar seguía con sus dibujos zoológicos para la enciclopedia botánica; Helena se las arreglaba con la ortografía y yo, me las arreglaba con los turnos en la fábrica de envases. Estaba claro que la ira del caimán, si es que cabía hablar de ira y de caimán, se cebó con el pobre muchacho, al que solíamos acompañar mi hija y yo algunas tardes a dar un paseo por el parque.
Nos tomamos un largo respiro hasta que el siguiente verano me tuve que quedar sin vacaciones por las reformas que los nuevos dueños pensaban afrontar en la empresa. La nueva maquinaria exigía ponerse al corriente a fin de que en septiembre todo estuviera a punto para reanudar la producción. Pilar y Helena pasaban el verano en el pueblo, lejos del aire pegajoso de la ciudad, quizás poniendo tierra de por medio a una relación que se hacía cada vez más compleja, y en la que no faltaban agrias y estruendosas discusiones. Ana, por su parte, andaba en Cuba, acompañando a otro conocido escritor, enzarzados ambos en un reportaje sobre los alrededores de la base militar de Guantánamo. Nos contaba en el dorso de una playa de cartulina, que se pasaba el día tomando el sol en un lugar que tenía el enrarecido aspecto del Paraíso, mientras su escritor se había reencarnado en una esponja capaz de acabar con las existencias de ron y guajiros de todo el Caribe. Yo entretenía las tardes adecentando la casa, ordenando un caos de papeles, hallazgos arqueológicos y recuerdos difusos que empezaban a poner en peligro la estabilidad del edificio.

Aquella tarde -no se me va de la cabeza aquella tarde- había previsto limpiar la moqueta del salón, que al cabo de los años acabó por adquirir un aspecto macilento, inimaginable cuando la elegimos en el bazar turco, recién instalados. Como pude, fui enrollándola, pero pesaba como un muerto. Bajo su urdimbre descansaba una ruda costra de polvo que formaba un cerco rectangular y uniforme que supuse se iría apenas con una pasada de cepillo. No fue así. Al verla pensé que se trataba de una forma caprichosa, la mancha de algún producto químico o, incluso, un extraño efecto de la solería. Al cabo de un rato descubrí con escalofrío que aquella forma inverosímil correspondía con exactitud a la sombra de un caimán. Incrédulo, aturdido por el hallazgo, salí a buscar un poco de aire a la terraza, pero la maldita imagen del reptil no se me iba de la cabeza.
Cuando me calmé un poco, volví al lugar y comprobé que no se trataba de ninguna pasajera alucinación. La sombra continuaba allí, aparentemente quieta, agazapada, como tensionando el lomo y las patas en lo que, sin duda, podía ser el inicio de un movimiento; era una sombra nítida, en la que se reproducían con detalle, los trazos de su dorso, las escamas de sus patas, los pequeños bultos de su cabeza, la opacidad de sus ojos... Una sombra, dios, que permanecía insobornable tras los botes de lejía y aguafuerte que derramé sobre ella...
El mundo daba vueltas como un tren sin maquinista. De pronto mi cabeza era un avispero de preguntas. ¿Cómo es que se había quedado con nosotros? ¿Por qué no se había refugiado en las cloacas, donde sin duda viviría en su ambiente? ¿Qué mal le habíamos hecho en aquella casa? ¿Qué es lo que querría finalmente de nosotros? Estuve en vilo toda la noche. La idea de convivir con la sombra, de entregar mi hija a aquel monstruo, lo pueden suponer, me aterraba. Una absurda maldición había entrado, para quedarse, en nuestra casa y yo debía encontrar con urgencia una solución. Aguardé con ansiedad a que amaneciera, a que las luces volvieran a poner las cosas en su lugar y las gentes, insomnes, se embarcaran en el trasiego, en el ruido, en todas esas tensiones diarias que las aíslan del vacío y del terror. En cuanto amaneciera tendría que deshacerme de la maldita sombra, arrojándola como fuese de nuestras vidas.
Y todo lo que se me ocurrió fue llamar a una constructora para que enviasen lo antes posible media docena de albañiles. Al cabo de dos horas, la casa era un frenético ir y venir de escombros y baldosas. Por la noche la operación había concluido.
-Pero hombre de Dios, no se inquiete usted por estas tonterías -me había confiado el más viejo de los albañiles en un aparte-, son las tonterías del terrazo. ¿Por qué cree usted que ya nadie lo pone? Los fabricantes -me guiña- no saben dónde ahorrarse pasta y utilizan el cemento casi muerto, el que no quiere nadie y luego, ya ve usted, pasa lo que pasa. Esto suyo no es nada, yo he visto casos mucho peores.
-Pero este era un caimán... -contesté con cierto alivio.
-Figúrese, cucarachas, arañas, gatos, dinosaurios, cuervos, ya le digo, de todo. Hasta un cuadro famoso he visto. Con eso le digo bastante. La cosa está en el cemento, ¿sabe?, que le ponen el más barato y enseguida empieza a echarse a perder.
Tampoco esa noche pude dormir a pesar del cansancio y la alteración, del trasiego de cajas y de escombros. No acababa de tenerlas todas conmigo. Un verdadero caimán no se daría por vencido así como así, y, lejos de amilanarse, no tardaría en volver a dar la cara. Los días posteriores consistieron, pues, en un minucioso rastreo del piso, en el que puse patas arriba hasta los cientos de libros de botánica y arqueología que combaban las repisas. Si es cierto que no encontré la más leve alusión, el más inicuo signo de aquella sombra, no por ello daba la historia por concluida. La sola idea de su retorno me impedía conciliar el sueño. De poco servían los cuatro o cinco somníferos que tomaba cada noche. Durante los siguientes días pretexté una enfermedad para no acudir a la fábrica. Igualmente, me resistí a descolgar el teléfono, ante el temor de que la sombra terminara por introducirse en los hilos e infectara la casa, la ciudad; cuando sonaba me tapaba los oídos, agazapado en el suelo, como si se tratase de sirenas antiaéreas. En la calle, entre el escaso bullicio de los bares, me encontraba algo mejor, pero cualquier movimiento, cualquier gesto de asombro por parte de un desconocido, minaba la tranquilidad que tanto me costaba conseguir, de forma que, poco a poco, también fui restringiendo las salidas a las estrictas y necesarias.

El resto lo han contado y exagerado todos los periódicos.
Una tarde, al volver de la compra, encontré una nota en el buzón. “He estado llamando a la puerta. Volveré. Ana”. No puedo precisar si fue el agotamiento nervioso de las últimas semanas en las que casi no había probado bocado, o la soledad, que empezaba a hacer estragos en mí, pero la idea de volver a ver a Ana redobló mi ansiedad. Desde luego no puedo precisar cuánto tiempo permanecí asomado a la ventana. Sé que se hizo de noche y se encendieron las luces, que llegó el día y volvieron a apagarse las luces mientras yo seguía asomado a la ventana mirando una ciudad que se me antojaba ajena y vacía.
Presencié toda la ralentizada escena de su bajada del taxi con esa contenida y secreta angustia del niño ante la tía que viene de lejos, cargada de regalos. Reconocí sus botines azules al posarse sobre la acera, el tobillo bronceado y musculoso de alguien que se ha pasado los últimos veinte días tomando el sol, la sombra que la seguía, inquieta como un caniche que hubiera estado encerrado durante mucho mucho tiempo. Asistí con angustia a la breve conversación con el taxista, que sacaba del maletero una voluminosa bolsa de piel. ¡¡Ana, Ana!!, grité. Ella entonces miró hacia arriba y, contenta de verme, agitó su mano.
Me vino entonces un sobresalto, como un tirón del cuello que entonces no entendí. Corrí hacia la escalera, bajé varios peldaños, pero me detuve. Volví a la casa, miré el reloj, me retoqué el pelo, fui al dormitorio, me cambié de camiseta, quité algunas cosas de encima de la cama, pasé un paño por la mesa, tomé un trago rápido de aguardiente para quitarme la sequedad de la boca, metí un tarro de mermelada en el frigorífico, me volví a atusar el pelo, centré una figurilla en el mueblebar, cogí un cigarro, lo perdí mientras buscaba las cerillas, pensé que no tenía un maldito refresco en el frigorífico para Ana, encendí la luz del pasillo, cerré la puerta de la terraza, maldije mi facha frente al espejo, encontré el cigarrillo, volví a buscar un mechero, saqué una factura del pantalón, la arrugué, la eché en el cenicero, puse el trapo en la cocina, di un toque de ambientador al salón y al dormitorio de la niña, encontré el mechero, puse la radio en un programa de música clásica y esperé hecho un manojo de nervios a que sus pasos se escucharan en la escalera, encendí el cigarro... y tras un breve silencio en el que me pareció que la casa se iba a venir abajo, sonó el timbre. Tragué saliva y giré el pestillo todo tembloroso, con el corazón haciéndome clap-clap, clap-clap, clap-clap.
-¿Qué te ocurre, Manuel?, ¿estás enfermo? -fueron sus primeras palabras.
-¿Cómo enfermo? -refunfuñé, haciendo como que no había entendido muy bien la pregunta. La cuestión era tranquilizarme, ganar un poco de tiempo, conducirla hasta el salón.
-No sé... si tienes algo, si hay algún problema. He llamado a Pilar y me ha dicho que no sabe nada de ti, que tienes colgado el teléfono, y que en la fábrica le aseguran que...
-Bueno..., Pilar..., ya conoces a Pilar... Exagera siempre. En realidad hace años que no me encontraba tan bien..
Entonces, con un movimiento estudiado, me agaché y empecé a enrollar parsimoniosamente, con cautela, la pesada alfombra, mientras intentaba sopesar la más exigua contracción de sus músculos, el más leve aleteo de su nariz, el más imperceptible movimiento de sus pestañas, la más insignificante alteración en los pliegues de su vestido. Pero ella no parecía entender nada. Su cuerpo continuaba allí, impávido, como a la espera de algo cuyo sentido último ignorase todavía.
-Ya no está, Ana. Se fue. He cambiado el suelo y ya no está.
-¿Quién? -preguntó desde arriba-, ¿quién se ha ido, quién no está?
-El caimán -respondí con determinación infantil-, la sombra del caimán, ¿recuerdas?
Hubo un momento de silencio, inexplicable, lento, acuoso.
-¡Dios mío!, ¡dios mío!, ¿pero qué has hecho con la botella?- preguntó abriendo mucho los ojos.
Aliviado, pero sin saber a qué se debía el alivio, me abracé a sus piernas, que se alzaban frente a mí, tersas, soleadas y rotundas. Entonces, pero al cabo de un tiempo que me pareció interminable, sentí las yemas de sus dedos quemándome la nuca. Me creía abandonado por las fuerzas, mareado, perdido en un mar de sensaciones contradictorias, pero conseguí alzarme sin ayuda. Lloré y me abracé a ella como un niño que se hubiera perdido en unos grandes almacenes.
Lo que siguió escapa a mis razones. Sólo sentía que su cuerpo me quemaba como una barra de metal expuesta durante horas al sol. Que sus ojos, frondosos, impenetrables, me miraban desde otra parte. De golpe me supe a su merced, entregado a sus fuerzas, y sin embargo, al estrecharla de nuevo trató de apartarme con un violento manotazo que hizo que me tambaleara, pero yo, lo juro, no quería hacerle daño, sino seguir sintiendo en el calor de su piel y de sus ojos, acaso una explicación, una cosa.
Ignoro cuánto tiempo permanecí junto a ese cuerpo que iba perdiendo por momentos su color y su consistencia. Ya no me tomo la molestia de contradecir a quienes aseguran que fueron más de siete días. ¿Tiene eso alguna importancia? Sea como fuere, ustedes han de creerme: no quise matar a Ana, simplemente la estreché porque quería compartir con ella esa inmensa y extraña fuerza que sentía en mi cuerpo, porque había algo en nosotros que no podría ser compartido por nadie. No crean a quienes aseguran que intenté poseerla, que hallaron restos... No es verdad o, al menos, no es esa la verdad. Sólo quise huir con ella, adonde ella, volver al lugar en el que alguna vez fuimos uno y lo mismo. Pero no quiero insistir en algo que incluso para mí es confuso y que todavía me produce bochornosas pesadillas.
A veces, ya les dejo, cuando me autorizan a reflexionar, advierto las complicaciones y tramas ocultas que ellos han ido añadiendo a este relato. Cada día, es cierto, crece mi confusión, pero si hasta hoy me he podido enfrentar a los impostores, creo que en el futuro, cuando dejen de presionarme, tomaré medidas contra quienes han querido verme como un monstruo. Sospecho que ese momento está cada vez más cerca, de ahí la importancia que tiene para mí seguir refiriendo la historia, como hago ahora para ustedes, pues, en el fondo, todos nos sentimos solos e incomprendidos, tratados como rufianes o arribistas, confinados en un sitio como éste, del que no creo posible escapar si no es con el alta siquiátrica. Todos, al fin, tenemos una historia, una sombra, lo que ustedes quieran, que saldar.
Mientras llega mi momento -y sé que llegará- procuro aceptarme tal cual soy, dejando que los días transcurran con su enfática pasividad. Como contrapartida, en las tardes de tormenta, cuando todos se refugian en los pabellones y no queda nadie en el jardín, consigo que me dejen reposar un rato, un ratito solamente, en el estanque.


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