NO LOS HOMBRES

NO A LOS HOMBRES
Canta el gallo de Dámaso. Es el suyo un cantar ronco, estilo Janis Joplin. Lejos de aquí, a mi lado, hay un colibrí albino, un inmenso colibrí albino que sufre como esa gotita de rocío que tiembla de la rama, antes, justo antes de caer. Sean para el colibrí mis palabras de hoy, todas, todas mis palabras.
Hoy voy a incluir un poema que tal vez algún lector (¿pero es que tengo algún lector aparte de Sofía?) conozca. Se trata de "No a los hombres", del libro Taller de máscaras (Dip. de Soria, 2001). El poema habla de mi padre. Mirad, cuando era chinorri, yo vivía en la plaza de arriba, en Fuenteheridos, muy cerca de la casa donde vivo actualmente. Mi padre era/es hombre de campo y tenía un par de mulas (La Roja y La Española) y una cabra (Gilda) que campanilleaban al acercarse a la plaza por la cuesta de Vallemenores. Cada tarde esperaba el sonido plural de  aquellos campanillos, porque sabía que tras ellos aparecería mi padre. Mientras eso sucedía, jugaba con los cientos de hormigueros que salían en el empedrado de la plaza, pero en cuanto escuchaba los campanillos corría a buscar a mi padre, que venía cansado, sudoroso y sucio de las labores del campo. Mi padre era para mí ese héroe que cada día volvía de una guerra desconocida y mágica y su sola presencia, descomunal, hacía que la plaza se iluminara. Diríase que su luz superara a la de las bombillas peladas que en unos pocos minutos comenzarían a brilla sobre la plaza. La suya era la última luz del día. Ver  a mi padre llegar, sigue siendo algo inexplicable. Porque hay cosas que no se van, que nunca se van. Los colibríes, por ejemplo.

NO LOS HOMBRES
 

No los hombres que vuelven de Hispania o de Cartago
cegados por el mirto o por el oro,
no aquéllos cuyos rostros perturban los jardines,
no los estrelleros, los escribas, ni el vencedor de Farsalia;
desde luego no los príncipes ni el gladiador
que volvió a eludir la muerte
no el impúdico tribuno, ni el hebreo
tonante, inexpresivo, al que temí
menos por su sangre que por su misterio,
no ninguno de los dioses que dicen verdaderos
a quienes en su temor y en su codicia
tantos se encomiendan,

sino ver a mi padre entrando solo en la ciudad
herido y sin escudo, deslumbrante.


1 comentarios:

Anónimo dijo...

Tienes cientos de lectores en este blog, Manolo, lo que para este medio ya es una raya en el agua (las estadísticas de los buscadores y de blogger son más falsos que una moneda de cuero, pero eso sólo lo sabemos unos pocos, shshs, te lo digo yo). Sólo sucede que a todos los demás les habita una gran virtud que yo no poseo, la de la discreción.
Aquí tu lectora suicida una vez más emocionada ante tus letras.
Un beso
(No dejes de escribir poemas, por favor. He visto iluminarse las plazas de todos lo pueblos como si estuvieran en feria. Y hasta el pasillo de mi casa paterna.)