EL POZO

No sé cómo definir el cielo de hoy. Es un cielo blanco y sucio, pegajoso, casi amarillento. Diráse que es todo de algodón, pero sólo es un cielo sucio y agotado que apenas deja transpirar. Los pájaros, con sus gorjeos, llenan hoy su vacío.  Dentro de una shoras descansaran bajo el toldo verde del naranjo de Vitorino. Más cera de mí, enterrado en lso corales, está el pozo donde de niño, en la brumosasy frías mañanas del invierno, acompañaba a mi madre, que tenía que lavar la ropa. Cuántas fantasías no aparecieron ahí, en ese pozo. Tal vez toda mi educación sentimental comenzara justo ahí, en ese agujero negro del corral. Aunque no lo tenía pervisto, pero teniendo en cuenta que es esta una isla a cuyas playas llegan distintas e inesperadas botellas, hoy os voy a dejar (eso de "os" es un decir creo que sólo escribo para mí, pero no importa) con un poema en prosa que hace referencia a ese pozo y a tantas otras cosas. Pertenece al libro Sitios del agua, que hice junto al acuarelista José maría Franco Va el poema:

EVOCACIÓN DEL POZO
Para Ana Escobar, mi madre



De muy niño 

solía acompañar a mi madre cuando iba a lavar la ropa a un corral cercado por altísimas, brocadas tapias. Mientras ella, canturreando, trajinaba con las macetas o refregaba en la pila la ropa percudida de mi padre, ensayaba yo con las gallinas, interminables coloquios. El íntimo corral me parecía un lugar incógnito, dispuesto a cerrarse sobre el mundo. Era aquél un territorio dominado por mi madre y era así que cuando, de tarde en tarde, mi padre aparecía, yo lo consideraba, inevitablemente, como un intruso. Mi madre tenía

allí su pila de lavar, su gallinero hecho de alfajías y tela metálica, sus semilleros, sus cajas de sardinas combadas por la tierra negra, su rosal de pitiminí -palabra prodigiosa-, sus conejeras, la máquina de tostar cebada, los tendederos, los cubos de hacer jabón, la tinaja de la cal, el madarro de cerezo donde, de cuando en cuando, con una incómoda naturalidad, sacrificaba gallinas y conejos... Sin embargo, lo que confería un ambiente particular a aquel recinto, era su pozo, oculto bajo las ensortijadas talanqueras que parecían guarecerlo tanto del sol como del mundo. El pozo me estaba completamente vedado. La tosca puerta de castaño y el cerrojo oxidado prestigiaban aquella especie de santuario recóndito que aquel niño entreveía en la distancia, cuando mi madre se aplicaba a una carrucha que chirriaba a compás, como un gemido. De él contaba atroces historias de niños y animales desaparecidos, que en su través habrían cruzado al otro mundo, de donde, a veces, se podían sentir sus lamentos y sus voces. Como puede suponerse, la sola mención del otro mundo despertaba en mí las más pavorosas fantasmagorías que, por lo general, tardaban días en desvanecerse, aunque quizás -quizás- nunca lo hayan hecho del todo en su escalofrío de hondo azabache.




2 comentarios:

Anónimo dijo...

Conmueve este poema en prosa, Manolo, conmueve.
Salvando las distancias, siempre podemos salvar las distancias) me ha recordado a casi cualquier pasaje de "Platero y yo", tal vez su propia capacidad evocadora, no lo sé bien. pero cuando he llegado a la última palabra, ese "azabache", ha sido el remate.
Curiosamente, o sentimentalmente se me sugiere (por sí mismo hacia mí, sí) como el polo opuesto al espíritu de aquel libro, el miedo y lo negro, agujero negro, frente a la blancura algodonosa del poemario de Juan Ramón, sin que por ello deje de estar teñido de ese halo de ternura que nos retrotrae a una infancia creo que común, en el sentido de esencial, a casi todos los mortales.
Un beso y gracias por compartir

MANUEL MOYA dijo...

Gracias, Sofía. El poema habla de ese mundo mágico que reside en todos los niños, Luego ese "aire" se va. Todo en el aire, tiene luego una luz mezquina. Ah, lo smiedos infantiles. Quién dijo que la infancia quedaba envuelta en una luz blanca o dorada. La infancia, a veces, es recordada por mí como una peli de terror.Pero benditos sean aquellos terrores, ¿no te parece?