A LOS CARROS

Ayer, el BCE volvía a hablar de los altos salarios de los españoles. De que bajándolos nos harían más competitivos y demás. Toma del frasco, Carrasco. Luego, a renglón seguido, admitían que eso tendría efectos nocivos en el consumo interno, pero, claro, el consumo interno y sus derivados se la suda a estos pimpollos. Lo temible es que los dictámenes del BCE son oráculos para este gobierno-sí-bwana. Pero lo que ayer enardecía todo el cotarro político era que unos pocos militantes del SOC (Sindicato de Obreros del Campo) entraran en los supermercados de mercadona y sacaran unos cuantos carros por el ajeró, para repartirlos entre los pobres. Arroz, leche, pastas, todo marcas blancas. Eso sí que les tocaba los cojones. Hervían los telediarios con semejante atentado contra el orden y la reputación española. Como si nos quedara un ápice de reputación. Los nuevos bandoleros. La mano negra. La masonería, la de diso es cristo. La indignación de quienes parecen estar para preservar el orden -pero no la justicia social, esa señora que sólo aparece en vísperas de elecciones- no tenía parangón. Dios mío, ni que hubieran asaltado el congreso. Para otoño, decían, se prevé un ambiente hostil y duro. Pero cá, no hay problema. Todo está previsto. Flamantes leyes acotan el derecho de reunión, de manifestación. Habrá que manifestarse con chaqueta y ropas de marca. Recién afeitado, con música de procesión y carita de escolapios. Es lo que hay. Manifestación sí, pero con orden. Los únicos que pueden soltar hostias son los maderos, que para eso los pagamos entre todos. Según una ley no escrita, pero sí ampliamente cacareada por la muchachada grande y pequeño burguesa, la violencia anula la razón. ¿Pero, coño, la razón no se bastaba a sí misma? Hasta a la razón hay que ponerle corbata y gayumbos de marca, si no no es razón, jerga de infieles. Hay que manifestarse con guante de seda, cantando alabanzas a María, coreando como boy-scauts. La violencia es un monopolio del Estado. Contra los ciudadanos, contra la justicia social, contra lo que sea. ¿No es hora de comenzar a cuestionar ciertos dogmas falsamente democráticos? A los carros.

Por cierto que hace unos seis meses escribí un micro que habla de todo esto:

ELEFANTES
a Paco y Valle
Las pasábamos canutas. La sequía duraba ya cinco años y no quedaba una brizna de pasto en cincuenta quilómetros a la redonda. Murieron niños, ancianos, gente de todas las edades y vinieron los periodistas a hacernos fotos y preguntarnos cómo nos la arreglaríamos para salir de todo esto, pero en cuanto nos vieron enterrar a unos cuantos niños e hicieron sus fotos, se marcharon, dejándonos allí todas sus bolsas de basura, que nosotros nos diputamos como buitres. Seguramente sería suya la revista de colorines que el viento clavó en una alambrada y que cogí pensando que con ella podría hacer fuego. Una de esas escritas en inglés que dan en los aviones, pero yo me acordaba algo del instituto y lo más gordo sabía leerlo. Enseguida llamó mi atención el reportaje de Leopark, un safari en mitad del páramo. Dios, qué gordos me parecieron los elefantes, las cebras, los rinocerontes... Hice mis pesquisas y calculé que la distancia entre nuestra barriada y Leopark era apenas de ciento cincuenta quilómetros, y eso, calculé, es una semana andando. Mostré la revista a los muchachos y les prometí que si podíamos andar durante cinco jornadas, dejaríamos de pasar hambre. Con un sólo elefante comeríamos durante meses. Costó convencerlos, pero al final abandonamos las chabolas y nos pusimos en camino. Cinco días. Se dice pronto. Comenzamos cuarenta y ocho y llegamos treinta y cinco. Una travesía espantosa, pero no había más remedio que seguir. Una mañana nos encontramos con el precioso cartel de Leopark. No habíamos contado con la alambrada y menos con que estuviera electrificada, así que todos, hambrientos y decepcionados, nos derrumbamos ante ella. A lo lejos se divisaban cientos de elefantes, cebras, ñúes... pastando a sus anchas. Lo intentamos por todos los medios pero no había forma de atravesar la alambrada, así que decidimos seguirla hasta encontrar un paso favorable. No lo encontramos. Lo que sí encontramos fue una gasolinera y junto a ella un supermercado. Qué podíamos hacer. Durante horas luchamos con el dependiente, que acabó con dos de los nuestros y malhirió a tres más, pero al final conseguimos hacernos con la tienda. Compréndanlo: no comíamos desde hacía semanas. Cuando no quedó nada en el supermercado proseguimos nuestra ruta, ya no en busca de elefantes, sino, a ser posible, de un nuevo supermercado. Lo encontramos dos días después, al lado de una antigua autovía y esta vez, más previsores, no perdimos a ninguno de los nuestros. Durante unos meses nos movimos por la zona, haciéndonos con todos los supermercados que encontrábamos en nuestro camino. Éramos felices. Habíamos encontrado nuestra manera de ir tirando. Hasta que todos aquellos policías salieron a nuestro encuentro en aquel cruce y sin mediar palabra se liaron a tiros con nosotros. Cómo defendernos. Veinte minutos más tarde todos quedamos desparramados por la tierra. Yo tuve suerte y sólo me hirieron en las dos rodillas. Pronto me soltarán de aquí, pero sin piernas ¿a quién hostias voy a convencer para que venga conmigo a buscar elefantes?

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