ATENAS

El aire sahariano flota sobre el cielo. Cacarea la gallina de marras. Sudo. A lo lejos, tamizadas, suenan las chicharras. Dios, nunca he escuchado tantas chicharras como en Atenas. El himno griego debiera ser el zumbido de las chicharras. Las había por todas partes. En el camapo, en las paradas de autobús, frente al Arqueológico, el Agora. Eran las cinco de la mañana y ya se oían chicharras. Pasaban de las dos de la madrugada y ahí seguían las chicharras, imperturbables, jacarandosas. Un día tengo que escribir algo sobre las chicharras atenienses, ahora que tanto cae sobre Atenas, sobre los hijos de Atenea, sobre el espíritu algo chicharrero de los griegos.
A modo de tributo a esa ciudad y a ese pueblo os dejo hoy con un relato sobre la visita al Partenon. Bajo su porte solemne he tratado de dejar una nota irónica. Espero os guste.




Atenas es una ciudad atormentada, tal vez sobrevalorada por sus cascotes y ruinas. Bajo su textura de ciudad canalla y desvergonzada, reinan los escombros, el esplendor de una época irrepetible e incontestable. Y acaso esa sobrevaloración de los escombros y del tiempo ya finiquitado determine que la ciudad no se respete demasiado a sí misma y descrea de su actualidad. No seré yo quien disminuya en un ápice esa irradiación que constituye la Acrópolis, y dentro de esa montaña sacralizada, el Partenón, pero es como si la ciudad entera permaneciera aplastada por ese símbolo eterno que la gobierna. Tal vez para ella hubiera sido mejor que los venecianos lo hicieran saltar en mil pedazos, cuando todavía era polvorín turco. Curioso destino el que emparenta El Partenón con la Alhambra, ahora que lo pienso. La diferencia es que La Alhambra ha sabido consustanciarse en la ciudad, tal vez por la humildad de su presencia externa y porque no hay comparación posible entre el modesto pasado nazarí y el portentoso periodo clásico ateniense. Uno intuye una historia no siempre cordial entre Atenas y la Acrópolis. Se tiene la impresión de que la una vive a espaldas de la otra. Y es que hay ciudades que se quedan como atrapadas en los trasmallos del tiempo, unas reviviéndose con obstinación (la Sevilla barroca, por ejemplo, obstinada en renacer cada día) y otras, como acaso le ocurra a la Atenas actual, ahogadas por un tiempo que fue mucho mucho mejor. Claro que esa será la visión de un turista ocasional, que ha ido a ver ruinas y muestra un franco desdén por la ciudad actual, empeñada en desmentir toda la magnificencia que nuestro imaginario le atribuye. Con franqueza, ignoro si es este mi caso, pues busco en las ciudades también la zona de sombra, el breñal, la casquería, la corrala.

         No ponemos en duda que es la Acrópolis el eje miliar de Atenas. Al menos de nuestra Atenas. En cuanto uno se sabe sobrevolando la ciudad, busca con ansia su símbolo imperecedero y a poco que uno tenga suerte con la ventanilla del avión, ahí aparece, en el centro mismo, resguardado del resto, solitario ante la inmensidad de ese panal de edificios grises y soleados que conforman el paisaje urbano visto desde lo alto. Incluso desde arriba, la Acrópolis es lo único definido de Atenas. La guinda de un pastel un poco deformado por un calor parduzco. Lo demás, ya digo, es como si quedara envilecido por la indefinición. Una especie de panal inmenso y anónimo, apenas roto por una exigua zona arbolada.

         La Acrópolis es, sin lugar a dudas uno de los centros de peregrinación de turistas occidentales y orientales. Miles de almas le tributan cada día su visita y su admiración. Cientos de turistas impacientes merodean durante horas alrededor de sus columnas buscando el ángulo propicio, la foto perfecta. Se respira allí una cierta consigna de inmortalidad.

         Si uno tiene el buen acuerdo -y así lo fue en nuestro caso- de subir muy muy temprano, el conjunto de la Acrópolis se muestra dispuesto a no defraudarte, aunque las sempiternas grúas y los soeces andamiajes le roben al Partenón mucho de su encanto. El resto del conjunto, discretamente alejado del gran padre, queda en un segundo término, porque incluso los colosales propileos, que uno ha de atravesar para entrar en el recinto sagrado, aparecen un poco desdibujados por las ansias de ver “cuanto antes” el viejo templo de Atenea. Y es que uno intuye su presencia. La va intuyendo desde que sale de casa, tres días antes. Porque seamos francos, uno no va a ver Atenas sino la Acrópolis y uno no va a ver la Acrópolis sino el Partenón, la obra suprema del arte clásico. El achacoso templo dedicado a Atenea. Pasados los propileos, uno prepara su corazón para enfrentarse con El Partenón, esa joya, esa quintaesencia del paso del hombre sobre la Tierra. A medida que avanzamos por el camino de antiquísimas lanchas de mármol, el templo supremo se va abriendo ante nuestra vista. Ahí está rematado en su mítico frontón, alzado sobre sus magníficas columnas. Pero el turista actual ha de realizar un considerable esfuerzo emocional para no quedar supremamente defraudado ante la vista del gran padre del arte y la cultura occidental. Porque lo primero que a uno se le presenta ante la vista es un frontón de grúas y de andamios que, ya digo, desvirtúan bastante la imagen que uno se ha hecho mil veces del viejo templo concebido por Fidias. La primera visión de El Partenón aparece mediatizada por redes y tubos de hierro. Un trabajador encaramado en un andamio que maneja una pulidora y va vestido con una camiseta roja donde pone Ronaldinho, se nos aparece concentrado ante una de las columnas. Más abajo, sentado sobre los tablones, otro compañero tararea una canción. A pocos metros de ellos, junto a una columna rota, posa un trío de extasiados turistas japoneses, que se han alejado unos metros de su guía para por un instante participar de la inmortalidad. El viento mece levemente las copas de los cipreses y el aire de la mañana invita a pasear. En un cartel se lee que las obras de restauración, pagadas por la Comunidad Europea, comenzaron en 1983, casi treinta años antes.

         Pero nadie se engañe, el Partenón, más allá de esta mejorable primera impronta, no defrauda. Si, como digo, el enjambre de turistas no se lleva al traste la sensación, uno siente que ahí está pasando algo, que esas columnas, a la vez desafiantes y serenas, tienen suficiente fuerza como para quedarte extraviado en ti mismo, pequeño como un grano de ajonjolí en lo alto de un polvorón. El color cambiante y la esbeltez de sus columnas contra un cielo intensamente azul, te atrapan de inmediato.



Incluso su aspecto heroico, triunfador de mil calamidades, desde los cruzados, los turcos, los venecianos, los ingleses y últimamente los turistas, no certificado en ninguna guía, es algo que se te impone. Estás ante lo que se ha salvado de un desastre. Un milagro. Demediado, contempla el porvenir con suspicacia, como esperando saber desde dónde le vendrá la siguiente mutilación. Y giras, giras en torno a él y a todas esas piedras y columnas truncadas que lo rodean, formando acaso su salvaguarda. Una danza. La danza del Partenón. Durante horas no dejas de mirarlo, como si de un momento a otro fuera a hablarte. Y a su modo así lo hace, pero no. Quizás te haya estado hablando durante siglos y es ahora cuando, absorto, calla. Todavía hay poco movimiento. La ciudad, abajo, parece ahogada en medio de una nube cenicienta, donde destacan las recias columnas del templo de Adriano y en dirección opuesta el templo de Thesseion, envuelto por una corona de verdor. Mirada Atenas desde la altura, te acercas al coqueto Erecteion, con sus cariátides falsas sosteniendo un techo también falso, pues arriba sólo queda el sol. Ahí, junto al Erecteion, me encuentro a una pareja de españoles. Ella es una chica corriente, no exactamente estilizada, no exactamente guapa. Corriente. Nada que ver con una modelo, pero dado el trajín a que la somete su acompañante uno echa de menos mucho más hermosura. Ella posa una y otra vez, fastidiada ante las puntillosas órdenes del compañero, que ha clavado su trípode dispuesto a inmortalizar el momento irrepetible, acaso sin entender que para ella ese momento se está convirtiendo en un auténtico coñazo. Durante un buen rato me siento absorbido por la escena. Hago como que contemplo largamente las cariátides (y eso hago, en realidad, pero sin abandonar la escena) e incluso me siento a dibujarlas, pero no, lo que en realidad me ocupa es la meticulosidad con que el fotógrafo está dispuesto a inmortalizarse. Filtros, objetivos, luces, todo ha de ser medido y bien medido. El sol va haciendo ya estragos en la meseta y las hordas de turistas acechan. Se siente ya un cierto rumrum, pero la escena no puede, no debe hacerse eterna.  Veinte, veinticinco minutos después, todo ordenado, todo conforme y según, el tipo sonríe y se va presuroso a estrechar a su dama. Componen una escena un poco patética. Él la agarra por la cintura y se inclina hacia ella, como buscando un beso. Ella sonríe, acaso abrumada por mi cercanía. Es un momento extraño. Por un momento la quietud lo preside todo. El Partenón, a mis espaldas, debe estar encogiendo el aliento. Una vez alcanzada la postura, ambos sonríen largamente y al final la máquina, alejada unos metros, emite una señal luminosa y ellos se desenredan, abandonan su sonrisa y se precipitan sobre el trípode. Durante un par de segundos el mundo pende de aquel punto. Al parecer quedan satisfechos. Menos mal. Me veía ya raptando a la chica y salvándola del fotógrafo. Al poco la montaña, antes casi desierta, se va poblando de turistas como tú que se hacen fotos sin parar, sonríen a una posteridad inexistente, y eso por no hablar de esas hordas que ramonean alrededor, guiados por cansados individuos e individuas que alzan en sus manos una especie de monstruosa piruleta con números, bajo los cuales se enfrascan en arduas y cansinas explicaciones. Entonces lo mejor es visitar discretamente los templos menores, hacer algunas fotos y marcharse.

         Pero marcharse es difícil a según qué hora. A eso de las once de la mañana hacen furor los usuarios de los cruceros, que llegan como un legiones dispuestas a devorar la Acrópolis. Es el momento de marcharse heroicamente, pues hasta marcharse se vuelve complicado. A nosotros nos pilló una aglomeración y tardamos más de un cuarto de hora en alcanzar los primeros peldaños de los propileos, veinte metros más abajo. Nunca he tenido una sensación de mí mismo más cercana a una res. Supongo que el Partenón es lo que es, pese a que en ese instante haya trescientos mil tipos tan sudorosos y excitados girando sobre él y haciendo fotos, pero mientras estás en mitad de la aglomeración uno tiene la sensación de estar despertando en una granja de pollos, rodeado de un millón de obstinados congéneres. Es entonces cuando uno se alegra de haber llegado a tiempo, cuando apenas docena y media de curiosos giraban en torno a ese cuadrilátero que es sin duda centro del mundo. De nuestro mundo.

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