TÁNGER

Hoy os dejo con un fragmento de Gran Zoco, la novela que estoy trabajando.  Me enamoré de Tánger cuando dos jóvenes macarras me cercaron primero y luego, a punta de navaja, me atracaron en el mismo corazón de la medina. No era del todo culpa suya. Tuve la desfachatez de adentrarme entre sus calles en solitario, pasada la medianoche. Después de aquel desgaste de adrenalina, Tánger me fascinó. Aquellos dos pobres diablos, sin saberlo, hicieron que la tórtola del Mediterráneo entrara en mi imaginario como una ciudad verdaderamente cautivadora. Tras este volátil incidente frecuenté la capital rifeña no en busca de nuevas aventuras, sino de ese algo inefable que había descubierto sin quererlo la noche de marras. Pero si el atraco fue apenas la intuición, la primera visita a las tumbas fenicias fue, no me cabe la menor duda, la exaltación. En esa oportunidad me acompañaban Mario, Irene y Julio. Caía la tarde. Agotados de un día frenético, decidimos afrontar las cuestas de la kashba y alcanzar la meseta del Marshan, donde era fama que se asentaba el mítico café Hafa, lugar idóneo para tomar unos tes y acompañar al sol en su caída. Antes, un poco antes, entrevisto el viejo estadio entre polvorientos eucaliptos, y bajando por una destartalada calle que parecía desembocar en un promontorio, una portada de cartón-piedra nos llamó la atención. Estábamos ante las llamadas tumbas fenicias.


Al atravesar la portada me detuve a leer la descripción arqueológica que se exponía en un discreto cartel. Atribuidas a los fenicios, las tumbas que nos disponíamos a visitar, databan del siglo XIV antes de JC y constituían los primeros vestigios arqueológicos de la ciudad. Tras una empalizada de piedras hincadas en el suelo que acaso sirvieran para delimitar el terreno, nos encaminamos hacia el filo de la gran roca, que como un pesado faldón caía sobre el mar. Una leve brisa soplaba en nuestra dirección, dejándonos un regusto salobre en los labios. Abajo, casi en nuestra vertical, una carretera ganada a la piedra zigzagueaba en busca del puerto, escorado hacia la derecha. Ante nuestros pies, justo en el filo del promontorio, aparecían decenas de tumbas excavadas en la roca, apenas separadas unas de otras y dispuestas de manera paralela a la línea del mar, tal vez orientadas hacia la caída del sol. Como nadie parecía haberse preocupado por acotar el terreno donde se alzaba la necrópolis, los visitantes aprovechaban las fosas para introducir en ellas los pies y sentarse de forma más cómoda. También los niños jugaban entre las tumbas, ante la indiferencia de todos. La escena hubiera tenido algo de ultraje, si no fuera por la naturalidad con que unos y otros se movían por el lugar.
Pero apenas ponía uno los pies en el yacimiento, de inmediato se olvidaba de su valor arqueológico y se venía a sumar a las cientos de personas que, quietas, ensimismadas, en actitud casi de oración, se dejaban llevar por la contemplación del horizonte, con las nítidas costas españolas al fondo, tan sólo separadas de esta parte por una luminosa brecha de agua surcada por lentos buques y oscilantes pesqueros. Lo sorprendente no era tanto la belleza argéntea del mar y de las costas que la distancia volvía azulencas, cuanto la multitud de gente que, en silencio, inmersa en sus propias cavilaciones, parecía contemplar el sordo espectáculo del atardecer. ¿Del atardecer? Mientras el sol se ponía hacia el océano, dejando una hermosa mancha primero lechosa y luego más y más rosácea, apenas entrecortada por las siluetas de las palmeras, las numerosas personas que se apostaban sobre las tumbas no miraban hacia el espectáculo del poniente, sino hacia un norte que parecía hipnotizarlos en su quietud fantasmagórica. Un poco sorprendido, di en creer que acababa de ocurrir algún suceso trágico en el Estrecho y esa era la precisa razón por la que la multitud lo contemplaba en suspenso, pero por más que miraba hacia la superficie satinada del mar, no veía sino pequeños puntos oscuros y oscilantes que más bien invitaban a la calma.
—¿Qué es lo que están mirando? —pregunté a un chico, que imbuido por el ambiente, estaba sentado a varios pasos de mí, casi en estado de trance.
Como era de esperar, el chico no me contestó, pero me bastó plantar la mirada en una mujer que se llevaba las palmas de las manos a sus ojos, para sentir un estremecimiento que me recorrió el espinazo y entender de forma inequívoca la razón por la que tantas personas llegadas de todos los puntos de la ciudad y aun de otros puntos cercanos, se reunían al atardecer en un lugar como aquél. Abatido, introduje los pies en uno de los nichos y, durante un buen rato, permanecí en silencio, tratando de asimilar el tremendo espectáculo que se alzaba ante mis ojos. Con disimulo, cada vez más ahogado por un silencio que parecía provenir de las mismas tumbas, examinaba los rostros que oteaban, arrobados, un punto remoto, las manos que caían con indolencia sobre los costados o se apoyaban como palomas ahogadas en las rodillas; mientras, una a una, trataba de fijar las siluetas que tenía ante mí, iba sintiendo con más fuerza cada vez, la tremenda desazón de una presencia como la mía, que en cierto modo manchaba el espíritu que hervía en el ambiente.
El chico permanecía a mi lado, ausente, como si siguiera aplicado a una oración. Otros tres chicos vestidos con estruendosas camisas, se pasaban un cigarro y apuntaban con sus dedos hacia un lugar indeterminado. Poco más allá, una joven madre mecía un carro de bebé, absorta en el mar. Una pareja de novios juntaba sus cuerpos inmóviles, casi nostálgicos, como si de verdad se sintieran penetrados el uno por el otro. Un viejo palmeaba en el hombro de quien tal vez fuera su hijo. Una chica de veinte o veintidós años susurraba a un teléfono que mantenía pegado a la oreja. Un hombre de mediana edad apuntaba con el dedo a una motora que, cercana a la costa, se dirigía hacia poniente. Una mujer ataviada con una yilaba color avellana y un litam negro se mantenía estática como una diosa de terracota; imponía su quietud de matrona, esa fuerza que surge de lo inmóvil. Otra mujer, a su lado, vestida con un haik, ahogaba una lágrima y respiraba el aire marino como si fuese su único alimento. Un vendedor de avellanas sorteaba las tumbas y ofrecía en silencio su mercancía. Un adolescente con una camiseta del Barcelona, se doblaba sobre el manillar de su bicicleta y en él, ajeno a todo, enterraba su cabeza...
Ninguno de aquellos rostros había caminado hasta allí para solazarse en la espléndida visión del horizonte, ni para deleitarse en la serena contemplación de las montañas que se asomaban desde el otro lado del mar y que cualquier aprendiz de fotógrafo podía captar en su cámara. En sus rostros no se dibujaba el arrobo ante la servil belleza, ni la serena emoción frente a la inmensidad. No, lo que allí crepitaba con una violencia sorda y unánime era el dolor de la distancia o de la pérdida, la esperanza de un mundo mejor, el sueño que estaba ahí, al alcance de la vista, las voces de quienes se habían quedado en esa tumba excavada en el agua, el silencio de la separación. Lo que allí palpitaba era la ausencia de quienes habían logrado —o no— pasar a la otra parte, la extrañeza de un mundo en el que la vida parecía mejor, la desazón de quienes más temprano que tarde se pondrían en camino, la tremenda sospecha de que la muerte rumiaba ahí abajo, en las espejeantes aguas, contando como un avaro los óbolos de la osadía. Lo que parecía subsumir todo en un sordo murmullo era el hermano al que se le había perdido la pista, la hija que había logrado un trabajo de camarera en una ciudad holandesa, el muchacho que estaba en la cárcel, el que vendría en septiembre con los papeles en regla, el que hacía cinco meses que no llamaba ni escribía, el que justo en ese momento estaba hablando por teléfono con su chica, el que había dejado a su hijo recién nacido al cuidado de su mujer, el que logró montar un locutorio en Móstoles, el que se había casado con una francesa y tenía un coche y dos hijos franceses, la chica que había terminado bachillerato en un liceo italiano y ahora se matriculaba en pediatría, la que había perdido al bebé en un accidente de automóvil, la que esperaba en una comisaría de Málaga para ser repatriada, la que... Sobrecogido, como quien desde un rincón oculto por una cortina, contempla la oración de una multitud, traté de pasar desapercibido y entendí que no merecía estar allí. Ante los hombres y mujeres que dejaban volar sus fantasías más allá del promontorio, me sentí tan vacío e indefenso como las tumbas que se abrían ante mis pies.
La oscuridad, muy poco a poco, se fue cerniendo sobre nosotros, convirtiéndonos en sombras de sombras. Abajo, en la ondulante carretera, las farolas encendían sus luces amarillas y domésticas. En un último esfuerzo, el sol doraba las fachadas y los minaretes que se asomaban orgullosos sobre la meseta del Marshan, para darle una apariencia de postal. La multitud abandonaba en silencio el promontorio y el vendedor de avellanas, sentado sobre una piedra milenaria, los veía pasar junto a su canasto de esparto, como si todos formaran parte de un común espejismo que cada tarde se renovaba. Y nos marchamos de allí como quien ha asistido a la más íntima de las oraciones, como si hubiéramos penetrado en una mezquita a pleno sol.

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