AZULES II

Los Madroñeros
Las Cañadas
El cielo es hoy impecablemente azul. Vuelan los vencejos, los gorriones. Sus leves y presurosas sombras se proyectan en los ladrillos. Es un día hermoso y azul. Allá al fondo, tras las siluetas recortadas de azul, parece esperarnos el bosque. Hoy el bosque también es azul, porque el azul quiere hoy enseñorearse con todo. En este azul cabe el silencio. Se ve que la primera noche en las fiestas del pueblo han causado serios estragos. Es ya casi mediodía y no se escucha más que el gorjear de los pájaros, los dedos sobre el teclado, el sonido misterioso y lejano de algún teléfono. Hoy recuerdo El Calabacino, esa aldea abandonada que está más allá de La Fuente del Nogal y los Tojales. Asentada sobre una frondosa ladera, El Calabacino parece todavía pendiente del paraíso. De cuando en cuando me gusta coger esas trochas hasta acabar en El Calabacino, Los Madroñeros o Las Cañás donde todavía reside un tiempo otro, un tiempo azul, detenido y hermoso. Es como visitar el pasado. Cincuenta, cien años atrás.










ADELFAS

Hay días que traen en su seno un puñado de tierra negra y dura, un alfanje, un río nocturno, luces podridas para las que uno carece de ventanas y pasillos. Y esa luz podrida se queda ahí, como se queda un animal muerto en mitad de una rosaleda.
Calabacino ermita en Casas de Arriba #188647
El Calabacino


Era una noche de verano. ¿Agosto tal vez? La luna cabriolaba sobre el cielo como el farol chino de una casa apartada mecido por la brisa. Había un naranjo, una parra, la sensación de que la noche iba a dejar sus huevos húmedos en nuestros labios. Aquella chica, sin embargo, parecía enajenada, atrapada en esa luz podrida que antes mencioné. Como siempre, me acerqué a ella y de inmediato tuve consciencia de su sufrimiento. Traté de consolarla, pero para entonces ya su desazón era tan grande que mis palabras no podían siquiera suavizar la saña de aquel río nocturno que entonces la atravesaba. Estoy sola, dijo, en una voz entrecortada. ¿Sola?, me pregunté. Nadie me quiere, agregó en un gesto que llenaba de oscuridad cuanto nos rodeaba. Lo juro: eso dijo y fue como si cayera sobre mí un alud de tierra, como si su río de sombras me arrastrara hacia un desconocido delta, como si todas esas luces podridas que le enturbiaban el estómago, me lanzasen destellos incomprensibles. ¿Sola? ¿Nadie te quiere? De pronto yo había dejado de existir, me había hecho invisible, yo, que sólo vivía para ella, yo, que me hubiera dejado matar por ella. Fue, ya digo, como si se hubiera abierto una grieta en la tierra, y yo hubiera dejado de existir. ¿Sola?
Por la mañana me alcé temprano, abatido, roto, pero con el firme propósito de existir. Y me puse en marcha. No sabía hacia dónde caminaba, ni tampoco lo que andaba buscando. Era agosto. El sol rebotaba en la tierra y ni siquiera la tibieza de los castaños conseguía atenuar su firme opresión. Deambulé por muchos lugares, yendo y viniendo por trochas abruptas, subiendo y bajando lomas como un poseso, buscando lo que no sabía si podía encontrar. Me alejé, retrocedí, bordeé la montaña, pasé junto a nogales y olivares de pasto y de chicharra, hasta que al fin bajé aquella cuesta sobre la que el sol, ya en toda su furia, aullaba. Y allí, allí estaban, al borde de la fuente. Las adelfas, quiero decir. Mis ojos se iluminaron. Sus flores blancas y rojas parecían llenarlo todo. Me detuve y me dije, muy muy quedo, gracias. Gracias. GRACIAS. Mientras todo estaba quieto, una libélula culebreaba en el aire. Muy cerca, bajo las encinas, bramaban las chicharras, pero yo entonces no escuchaba a las chicharras. Al otro lado del arroyuelo, separado por una lomita, se escondía la silenciosa aldehuela donde muchos años antes mis abuelos habían ido en viaje de novios. Corté un ramo de flores de adelfa —las únicas flores de agosto— y, satisfecho, emprendí la vuelta. ¿Sola? La tierra negra se pegaba al cuello y a la cara, pero nada me detenía. Ya nada me detenía. Caminé sin descanso durante hora y media hasta que alcancé las primeras casas de un pueblo sin sombras. Bajé la cuesta del cementerio y, ya con el corazón batiéndome bajo la camisa, giré en la primera bocacalle. ¿Sola? Llamé a su puerta y me abrió la chica que la noche anterior se lamentaba de su soledad. ¿Sola? Le extendí el ramo sin pronunciar palabra y ella me miró sin comprender, como si hubiera depositado en sus manos una caja con unos zapatos usados.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Precioso. Yo me siento sola, aunq estoy rodeada de gente me siento muy sola. Ese detalle de las flores es precioso. Ojala alguien hiciera algo así por mí. Qué felicidad sentiría cuando se la diste. Me encanta el calabacino. Ojala pudiera ir alli y criar a mis niños d 4 y 2 años pero estoy en el paro y soy presa de un matrimonio donde no hay amor pero no puedo escapar porque no tengo a donde ir. No sé porque te cuento mi vida, tal vez por desahogarme con alguien q al ser desconocido no me podrá juzgar. No sé, yo me siento sola, sin vida, muerta en vida, sin poder hacer lo q quiero a las órdenes de una suegra manipuladora.

MANUEL MOYA dijo...

Querida anónima,
realmente tu comentario me ha conmovido. El cuerpo y la mente me piden decirte cosas que te puedan ayudar. Todos nos hemos sentido atrapados alguna vez. Yo acaso me sienta ahora atrapado. No como tú, desde luego que no, pero sí atrapado, incapaz de tomar una decisión. Lo que me parece, si eso te vale, es que no puedes vivir así indefinidamente, que debes, que tienes que escapar, porque vida sólo tienes una y tienes que procurar que sea lo mejor posible. Tiens que valorar si te erece la pena seguir viviendo así. De tu respuesta, saldrá tu paso hacia adelante. Cualquier cosa que sea hacia adelante. Un abrazo. Me ha conmovido tu carta. Me siento mal por no haberte contestado más que con generalidades. Suerte y mucha mucha fuerza, anónima. ¡Escapa!