NUDILLOS DE NIEBLA

En la entrada de ayer se me llenaban los nudillos de niebla. Bueno. Ocurre de cuando en cuando. Supongo que hay que engrasar el alma cada poco y a veces a uno le traspasa la tristeza, la melancolía y esos pequeños lujos del alma. El poeta, ya se sabe, es un fingidor que finge... así que, bueno, tampoco me eches demasiada cuenta. Importante es que estés tú bien, que las nubes no vengan, que a lo lejos cintile el mar, que no te duelan los huesos, que suene ese gallo janisjopilano de mi vecino Dámaso, que el sol ronque ahí arriba, que los castaños de allí lejos se vean verdes y frondosos. Luego, todo lo demás.
Hoy un poema de Taller de máscaras (ed. Renacimiento, 2001) que da cuenta de esos intrusos que sin esperarlos llegan a tu casa, se sientan en tu sofá y acaban por colarse en tu corazón, provocándole la niebla. Con este poema y otros de su serie quise hacer algo en principio imposible, como era escribir sonetos en verso libre. Lo curioso es que mantiene un cierto soniquete que aún me suena a soneto. De otra manera, claro, porque ni siquiera su métrica es regular.



A veces viene y se queda a vivir en mis camisas
y juega con mis perros y calza mis zapatos.
Ocupa mi parte en esta cama
y pasea como un padre ante mis hijos.

A veces la sorprendo borrándome los pasos,

sus ojos velan mis pupilas;
su voz en nada se distingue de mi voz
y hasta en mis manos leo las líneas de las suyas.


A veces me pongo a confesar frente al espejo
sus torpezas. Indecisa, torpe, acaso ciega
huye de mí y luego vuelve. No la llamo:

cómo llamarla si no atiende a la voz con que la nombro,
si al cabo desmiente mis versos, mis palabras,
y se va luego, desdeñosa, infiel, tan de repente.

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