BUITRES Y ESPERANZAS

Ahí afuera suena un martillo que golpea sobre un trozo de madera. Sus golpes, continuados y enérgicos, se detienen de cuando en cuando. Las ramas del naranjo se agitan, mecidas por el viento. Mañana tal vez llueva. El cielo está levemente encapotado, pero el calor de la tierra no puede ascender y aquí siento que vivo en un horno. Poco a poco se marcha el verano. Hoy lo ha hecho Julio. El otro día Helena. Caigo en la cuenta de que cada vez pasan menos tiempo en casa. Sus vidas se van distanciando de la nuestra. Poco a poco van rasgando el cordón umbilical que nos unía a ellos. Cada vez ese cordón es más sutil. Poco a poco nosotros vamos dando pasos que nos aproximan al último de los bastiones: la muerte. Todo comenzó el día que Helena entró en esta casa, hace casi veintitrés años. Ese día llovía. Eran los últimos días de noviembre y no dejaría de llover hasta finales de año. Acababan de derribar el muro de Berlín. La gente de Alemania del Este corría a las tiendas del Oeste, como si allí, en las pulcras tiendas del Oeste se escondiera el maná, la felicidad, el Gran Secreto. Helena movía sus bracitos fuera del carro y de la cuna y esa esperanza chica coincidía con esa gran esperanza que afiebraba a los hombres y mujeres del Este. Helena ha crecido y se enfrenta hoy a algunas de las cosas que comenzaron suceder por aquellos días. El capitalismo, sin contrapeso, sin freno, sin nada que perder, ha ido levantando su siniestro vuelo y nos hemos percatado de que ese ave tan hermosa y distante que esa pobre gente momenzó a ver en esos lejanos últimos días del 89, no era más que un buitre y que en vez de un hermoso diamante de esperanza, llevaba en el pico la sangre y la injusticia y la desesperación de miles, de millones de seres humanos. Pronto hará Helena veintitrés años.



LA PUERTA
Vamos pallá, se dice convencida, abriendo la manecilla, como si abriera la puerta del camerino del Teatro Oriente. A Carmelo le han dicho que la cosa está fastidiada y que tienen que cerrar el taller. Así que con cincuenta y dos años cumplidos, tiene un porvenir más negro que el tubarro de una Raiju, pero, chico, es lo que hay, se veía venir. La crisis, que se está llevando todo por delante. Así que al llegar a casa, se lava las manos, se quita el mono, coloca la peluca en el maniquí, desenvuelve la cajita, se sienta frente al espejo, y comienza a maquillarse. Nati, niña, qué te perece, al final vas a tener que ser tú quien me saque de ésta, le susurra él, acariciando la peluca, pero Nati, conmovida como una colegiala, no lo escucha. Está a lo que está. Se ve requeteguapa con esas mechas azules y las pestañas postizas. Ay, si te hubiera conocido diez añitos antes, so ladrón. Pero qué desperdicio de vida y de todo. Porque dentro de un momento, en el colmo de su belleza, Nati sabe que cerrará la puerta y abrirá la manecilla del gas.
 
 

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