INVIERNO

Comienza el periodo de invierno. Los chicos vuelven a sus clases. Todo vuelve a ser como interior. La larga travesía del invierno. Hasta ayer la vida parecía instalada en el caos. A partir de hoy mandan los horarios, las obligaciones, las cosas. Comienza la cuesta de septiembre. Un nuevo septiembre. Un septiembre huraño y difícil para tanta tanta gente. Poco a poco se va apagando la luz del cielo y la esperanza de las gentes. No sabemos hacia dónde caminamos. El experimento griego ha salido mal, pero aun así no se quiere dar el brazo a torcer, no se quiere admitir el fracaso. Ayer lo insinuaba: cada vez se vuelve más necesario reaccionar, tomar por la calle de enmedio, "desapuntarse" de esta sociedad-moridero y podrida. Conectarse con lo mejor de uno mismo, arrancarse esta respiración asistida del miedo y de la resignación. Aprender a mirar, aprender a ver, reaprender a vivir.




Os dejo con un relato-ensayo de Caza mayor. Este es un libro que explora los límites del microrrelato. En realidad el texto procede de una corrección de la novela inédita titulada "Colibrí con hielo".


PREEMINENCIA SICOLÓGICA DEL CAPITALISMO (MICROENSAYO)
(De CÁRCEL DE AMOR, IV)
La perdería, sí, la perdería. Y así fue como supe que ir de compras es una actividad que actúa como laxante de la conciencia. Bastaba entrar en una simple tienda o detenernos ante un escaparate, para que Blanche aparcara su melancolía y yo mi miedo cerval a perderla. Porque yo lo sabía: Blanche acabaría largándose. Me levantaba con ese serrucho en la cabeza y con él dormía. A veces, despertaba de noche y tanteaba en su piel. ¡Qué alivio tenerla a mi lado! Pero no me hacía ilusiones. Tarde o temprano se largaría.
Y así supe que una tienda es una isla donde siempre nos espera la felicidad inmediata. Entrar en una tienda es como tomarse una aspirina. El mundo se queda afuera con sus pesadillas y sus catástrofes. Una tienda es un museo de la irrealidad. Los maniquíes nos observan desde el sintiempo, las dependientas nos sonríen como si fuéramos napoleones de cera, archiduques de Groenlandia, penúltimos especímenes de una especie en extinción.
Nosotros, habituados a las estrecheces, nos contentábamos con cualquier bagatela, pero la sola posibilidad de adquirir algo nos cambiaba el semblante. Una tarde nos salvó la figurilla de plomo de un caballero medieval, otra, un foulard palestino, una jarra, unos tapones para el fregadero, toallitas refrigerantes, una caja de condones de sabores tropicales, un discos de la Piaf...
Fue así como entendí la definitiva preeminencia sicológica del capitalismo frente a cualquier otro sistema económico. En efecto, cuando todo lo tuyo se hunde, basta con acercarse a un escaparate y agarrarse a cualquier cosa, sea un pijama o una sartén antiadherente, para que el cielo nos parezca inesperadamente azul, y el barrizal por el que caminamos se haga sólido. Cuando lo hemos descuartizado todo, comprar se convierte en la manera de mantener drogados por unas horas a esos lobos hambrientos que amenazan con zamparnos vivos. Lo peor, claro, es que los lobos sobrealimentados cada vez son más grandes y fieros. Eso y que una tarjeta en nuestras manos era un billete seguro para ese infierno de los finales de mes con purés de patatas tres veces al día y la convicción de que ella, así, no podría resistirlo. La perdería, joder, estaba claro que la perdería.
 
 

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