
Hace un agradable día de domingo. Las nubes se estiran en el cielo y de los corrales brota una niebla fina, muy muy fina. Ayer estuve plantando árboles. Más de treinta árboles. Estaba precioso todo. La hierba había brotado y uno podía hincar la azada (el sacho) en la tierra como si fuese mantequilla. La cuesta de Mayguerra estaba preciosa: sus piedras blancas estaban completamente cubiertas por las hojas. Era como pasear por una alfombra. Tanto, que los chicos habían levantado una muralla de hojas de más de un metro de altura. Lástima no haber llevado la máquina de fotos. Por la tarde acudí a un borrajo de castañas y dentro de una hora me largo a probar unas migas a casa de mi madre. Por qué cuento todo esto. Lo cuento porque es mi pequeño mundo, en el que vivo y quiero seguir viviendo. Cuando tantos otros mundos se tambalean, cuando nada se sostiene, tener un mundo al que agarrarte, saber que perteneces a algo, es acaso lo mejor que puede sucederte. Suenan las campanas llamando a misa y los turistas de fin de semana vuelven de sus paseos por los castañares con esa sensación de que por encima de todas esas amenazas que a todos nos estragan, queda la sensación de que la Naturaleza está siempre ahí para acogernos y hacernos sentir bien. Nuestro mundo se ha vuelto voraz, problemático, terrorífico. Leo en el El País un artículo sobre la trama de empresas que defraudan el IVA y se me cae la cara de vergüenza; ayer leía que las empresas tecnológicas se las ingenian para apenas pagar impuestos (me refiero a Apple, Google, Yahoo, Microsoft, Amazón...) gracias a la ingeniería económica, expresión que conecto con terrorismo económico y que produce muchas más muertes que el mayor y el más destructor de los terrorismos (hoy, por ejemplo, nos hemos levantado con un incendio en un taller de Bangladesh donde se confeccionaban productos textiles,con centenares de muertos). Unas horas antes vi un tremebundo reportaje televisivo sobre la práctica de marcas como Zara, H&M, C&A, Esprit... y sobre las extremas condiciones de insalubridad y toxicidad laboral que soportan los indúes, chinos y bangladíes que trabajan subcontratados para estas empresas. Me pregunto qué carajo nos ha pasado o nos está pasando. ¿Vale todo? ¿Puede valer todo? Porque, perdonen, es una simple cuestión de valores. Dios, qué valores han podido inculcar nuestras escuelas y universidades a estos tiburones, cómo carajo hemos llegado a estos extremos de in-humanidad en seres humanos, cómo hemos podido llegar a estos extremos de falta de conciencia colectiva? Qué diferencia hay entre los mandamases de Zara y los de la Gestapo? Es peor un dictador liberiano que un ejecutivo de H&M, Vodafone, Microsoft, BBVA, Shell, Samsum, Mercedes o Repsol? ¿Sobre quién pasan más muertes o más ignominia? Cómo alguien puede jactarse de un dinero o de unos dividendos obtenidos por medios que harían sonrojar a un sátrapa o al propio Goebels? Sin darnos cuenta hemos ido aupando el valor de la codicia y de la insensibilidad a lo más alto, donde quedan ellos, los verdaderos asesinos brindando con champán. Entre ellos y los narcos qué diferencia hay? Vestir bien, comer bien, viajar como dios, ganar más, etc... es la consigna. La basura, la mierda que se vaya dejando por el camino es lo de menos. Dios, todo esto es vomitivo. Estos personajes aparecen sonrientes en las portadas de los diarios y de los magazines. Han triunfado... sobre los valores y sobre la muerte. Viva la muerte. En sus entrevistas dan lecciones de no sé qué. Lo juro, prefiero vivir en mis nubes. Plantando árboles, mirando por esta ventana. Fracasar una y mil veces, darme de bruces, saber a tierra.
LA ISLA
a Lito, a Rosi
En el principio fue el clavicordio. No hicimos m
ás que sajar y, zas, se nos apareci
ó el clavicordio. No es que nos sorprendiera la aparici
ón de un instrumento como aqu
él, lo que nos sorprend
ía era que saliera de aquel individuo, pero no hab
íamos acabado de recuperarnos de la sorpresa cuando al cortar un poquito m
ás abajo del ombligo, apareci
ó la esquinita de aquel Quijote editado en 1905. Fue dif
ícil extraerlo sin destrozarlo, qu
é les puedo decir, pero no hicimos m
ás que liberar el libro, cuando, ¡no pod
ía ser!, escondido entre una masa sanguinolenta cercana al h
ígado cre
ímos distinguir una granada con su espoleta y su todo. Durante un segundo el p
ánico se apoder
ó de la sala, pero Barcel
ó, el m
ás experto de los cirujanos, descart
ó llamar a anti-explosivos como la otra vez, y
él solo, cortando aqu
í y all
á con suma precauci
ón, logr
ó aislar la granada, para su posterior extracci
ón. El tractor nos pareci
ó excesivo y, ya de puestos, el ramo de gladiolos de pl
ástico fue recibido con cierta decepci
ón, pues ni siquiera era un buen ramo de gladiolos; no as
í el piano y mucho menos el submarino que conmocion
ó tanto a Marta, la anestesista, que advirti
ó que su coraz
ón no conseguir
ía soportar m
ás sobresaltos y que no seguir
ía un segundo m
ás en aquel sitio, pero entonces, hurgando por la parte del bazo, apareci
ó la bicicleta y enseguida el colega Barcel
ó y la propia Marta se la disputaron sin tener en cuenta que en ese momento el que bland
ía el bistur
í era yo (en toda profesi
ón hay leyes no escritas). Pero lo que nos dej
ó completamente vencidos fue la isla. Uno ha pasado por cientos de experiencias en este oficio de cirujano pero la isla, la isla, la isla...
0 comentarios:
Publicar un comentario