LA HUIDA
a Jou, a Jose, a Petri
Farida se había largado con Jane del hotel de Tombuctú, así que alquilé un Land Rover y durante horas conduje como un loco. El sol era insoportable y pronto supe que me había perdido y que no me sería fácil regresar. Pero seguí adelante. Lejos, muy lejos, en mitad de la nada me pareció ver una palmera y hacia ella me dirigí. Al ruido del motor, unos niños salieron de una casa y corrieron a mi encuentro. Un viejo se asomó al quicio de la puerta y me invitó a entrar. Nos entendimos por gestos. Pronto iba a oscurecer y yo le pregunté por el camino de vuelta pero él, dubitativo, señalaba al cielo. En cuanto salió el sol, el viejo me indicó con su cayado un punto entre dos dunas. Hacia él me dirigí. Y de allí tomé siempre hacia el oeste, pero pronto me quedé sin combustible. Siguiendo el recorrido del sol, debo llegar a la costa, me dije, y me puse a caminar por una tierra desabrida y solitaria, hasta que, perdida toda esperanza de alcanzar la costa, ya exhausto, me detuve. Llevo sentado en este lugar diez horas. Ahora me conformaría con ver a lo lejos una mancha de polvo, el vuelo de las gaviotas. Por eso me dirijo a usted, que me está leyendo ahora, y cuya misión será salvarme.
¿Lo hará?
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