RAING SONG

Llueve. Las gotas caen sobre la lucerna de mi estudio, casi sobre mi cabeza. Raing song. Ahí afuera es ya de noche. Afuera aparece apagado el mundo pero hay vida ahí afuera. Hace una semana, regresando de Huelva, no lejos de aquí, nos salió un ciervo junto al talud de la carretera; ayer, cuando volvía de Alájar, tres o cuatro rayoncillos me salieron al bajar la cuesta del Puerto, por Los Conejales. Suena un coche. Se adensa la oscuridad. Aquí, frente a mí, descansan los tres membrillos. Su pelusa azulada contrasta con el intenso verdor amarillo de su piel y con el tremendo olor que va dejando en el aire. Pequeñas cosas. Como esa gota que ahora se clava sobre un trozo de madera. Como el disco, The soundtrack from the film The song remains the same, de los Zeppelin, en el que viene esa extraordinaria versión de Dazed and confused, de 26 minutos. Pequeñas cosas. Grandes cosas. Como acariciar un vientre, como palpar la luz que atraviesa un vientre, mientras la vida se desliza lentamente y pasa por la lluvia, y por el ciervo y por la guitarra de Page. Como esperar que suene la campanita y que detrás de esa campanita estés tú. Dios, y suena esa campanita y eres tú.


LA HUIDA

a Jou, a Jose, a Petri
Farida se había largado con Jane del hotel de Tombuctú, así que alquilé un Land Rover y durante horas conduje como un loco. El sol era insoportable y pronto supe que me había perdido y que no me sería fácil regresar. Pero seguí adelante. Lejos, muy lejos, en mitad de la nada me pareció ver una palmera y hacia ella me dirigí. Al ruido del motor, unos niños salieron de una casa y corrieron a mi encuentro. Un viejo se asomó al quicio de la puerta y me invitó a entrar. Nos entendimos por gestos. Pronto iba a oscurecer y yo le pregunté por el camino de vuelta pero él, dubitativo, señalaba al cielo. En cuanto salió el sol, el viejo me indicó con su cayado un punto entre dos dunas. Hacia él me dirigí. Y de allí tomé siempre hacia el oeste, pero pronto me quedé sin combustible. Siguiendo el recorrido del sol, debo llegar a la costa, me dije, y me puse a caminar por una tierra desabrida y solitaria, hasta que, perdida toda esperanza de alcanzar la costa, ya exhausto, me detuve. Llevo sentado en este lugar diez horas. Ahora me conformaría con ver a lo lejos una mancha de polvo, el vuelo de las gaviotas. Por eso me dirijo a usted, que me está leyendo ahora, y cuya misión será salvarme.

¿Lo hará?




 

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