LONG LIVE URBANA

Chagall
Ayer falleció Urbana, la madre de Lito. Fui a verla durante un instante y presentaba la imagen de Teresa de Ávila, con su cara serena y pálida y esa mirada concreta y dispersa a la vez. La mirada cabal de la muerte. Es inevitable recordarla hoy aquí, en esta ventana abierta a mí mismo. Curioso lector, puedes pasar de  largo. Esto acaso no vaya contigo. Urbana era una mujer menuda, como concentrada en sí misma. La conozco de siempre y no sería muy disparatado decir que siempre fue como una tía para mí, para nosotros. Desde los siete años frecuento su casa y su buen humor. En el BJ, una especie de mínimo sótano con chimenea pasé la adolescencia. No sería quien soy de no ser por aquel lugar, donde escuchábamos música, fumábamos jachís y entrábamos tímidamente en el mundo de lo femenino con sus tigres amaestrados y sus dulces chinchillas. Ella, Urbana, era quien con sus silencios, con sus transigencias, con su mirar hacia otra parte hacia posible todo aquello y de alguna forma haciéndolo así hacía florecer nuestra curiosidad de adolescentes. José Antonio, Lito, y yo éramos los habituales, pero Eladio (hoy lo he vuelto a ver, luego de tantos, tantos años), Javi y Pepe Villa, mi hermano Sergio, Alberto, Ángela, Conchita, Alicia, Ángeles... también pasaron por allí y forman parte de aquello, un lugar que era más que un punto para estar y reconocernos en toda esa quiebra y a veces en toda esa ilusa focalidad sobre la que se asienta toda adolescencia. Urbana, a quien hoy hemos enterrado (que descanses en paz, amiga: gracias por todo), se lleva, pues, parte de esa adolescencia, parte de esa subversión, parte de aquel lento madurar de las cosas que nos han traído hasta aquí. Esta ventana mira hoy hacia el cercano cementerio, oculto tras las hiedras de la plaza de toros, pero también mira hacia el pasado, hacia la adolescencia, ese más allá de toda razón. Ella, Urbana, creía en el más allá. Este verano estuvimos hablando largamente de este asunto. Me di cuenta mientras la escuchaba cuánto quería o cuánto le debía yo a esa mujer, delgada como un alfiler, pequeña como un pájaro. No puedo desearle la vida eterna en la que ella creía a pies juntillas, porque sencillamente no creo en ninguna vida eterna. Yo, perdonadme, sólo creo que el rock, por eso me despido de ti, Urbana, siendo fiel al BJ y siguiendo a los Who: Long live Urbana. Niña, un beso desde aquí.


Sigo con los relatos del mundo clásico. Esta vez estamos ante Penélope. Debo el 90% de este texto a mi dulce amiga Macarena. Sea para ella, pues.

GORROS

a Macarena Martín, que me regaló este relato casi tal como lo ves escrito.
Penélope acosada por los pretendientes. Waterhause


Amor, no me creerás


pero me paso todo el santísimo día tejiendo y tejiendo para destejerlo todo durante la noche. Así un día y otro día desde hace casi once años, pero nada. Nada de nada. Dicen que te ha tragado la mar, alguna troyana de níveos pechos o dios sabe qué y que más vale que me decida porque se me va a pasar el arroz y de un día para otro me van a desaparecer todos los pretendientes. Yo lo sé, y a pesar de ello no me decido. Pero a mí no me va Ctesipo y Agelao es un memo. No hablemos de Anfínomo ni de Antinoo, que son, cómo te diría, insoportables. Mientras tomo una decisión, qué le voy a hacer, me dedico a tejer y a tejer. Busco las madejas de entre las muchas que guardo bajo la cama. Elijo alguna por el color o porque quisiera usar los restos que hace tiempo se me han ido acumulando y ya me conoces con eso. Empiezo algún gorro, se me ocurre que para Eurímaco, hijo de Pólibo, o alguno de los muchachos que vienen a visitarme y que siempre están con que a ver si les hago unos guantes o unos gorros porque en sus tierras hace un frío que pela. Tú sabes, amor, que no tengo cabeza para gorros. Se me ocurren ideas de gorros divertidos, nunca vistos por aquí. Imagino una combinación de morados y fucsias a rayas finitas. Ese, pienso, le vendría que ni pintado al bello Teoclímeno y empiezo sesenta o sesenta y cuatro o sesenta y ocho, múltiple de cuatro con las agujas circulares. Cuatro del derecho y cuatro del revés, cuatro del derecho y cuatro del revés y vuelta y vuelta en espiral, tú ya sabes. Y ahora, qué, me digo cuando ya estoy a la mitad del gorro. Porque no me gusta el gorro ni creo que Teoclímeno... A la mierda con todo, me digo, así que saco los puntos de las agujas y vuelvo a liar la madeja. Entonces regreso a la caja de las lanas y miro otro color. Si mezclo la madeja color ladrillo con la otra de lana finita que va cambiando de color entre el verde clarito, el hueso y algunos tonos rojizos, seguro que queda una combinación chula. Pero antes de ponerme a tejer necesito saber para quién voy a hacer el gorro. Ya lo sabes: eso es importante. Y tú no estás y si estás en alguna parte lo mismo no necesitas gorro o te los tejes tú o has encontrado a alguien que te los teja. Y ya sabes que yo no tengo cabeza para gorros. Se me ha ocurrido, pues, que podría regalárselo a Leodes y que sobre su fina cabeza quedarían bien un par de flores tejidas en un lado o un par de pompones colgando del otro. Y Leodes, me digo, es un buen chaval. Y empiezo mis sesenta puntos porque esta lana es gruesa. Y después de varias vueltas, decido que no, que Leodes no, que yo necesito a alguien más consistente. Y así llevo, amor mío, casi once años, uno detrás de otro. Después de cientos de puntos, sesenta por seis, más sesenta y ocho por ocho, más sesenta y cuatro por cinco, más sesenta y ocho por seis, recojo las madejas y las vuelvo a guardar bajo la cama y me pongo a llorar porque en realidad ni sé lo que quiero, ni por qué sigo aquí, tan sola, y no me decido a acabar de una vez con casi once años de soledad o alguna cosa, así que dime algo de una maldita vez, o mándame una señal, Ulises de mis entretelas, porque esto ya empieza a ser un sinvivir.
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