NADA QUE CELEBRAR

No soy mucho de slóganes, pero me gustó el que los discapacitados sacaron en el presunto día suyo de hace unos días. No me gustan los días conmemorativos ni los slóganes, pero ahí la cuadraron. No hay nada que celebrar. Hoy me llega a través de un amigo un correo que pide difunda entre mis colegas donde se dice literalmente "6 de diciembre, día de la Constitución: NADA QUE CELEBRAR". Ciertamente hay poco que celebrar. El que nuestro dinero sea destinado por los de siempre a los bancos y no a los discapacitados y no a ciertos desahuciados y no a los niños que no tienen con qué sobrevivir... es un ejemplo de que en el día de la Constitución ciertamente no hay nada que celebrar. Absolutamente nada. Ese día todos debiéramos ir a trabajar: a trabajar por los demás, a trabajar para hacerles la vida mejor a los demás. Ese día debiéramos salir a la calle a trabajar por los demás. A ayudar a quienes lo necesiten, a echar una mano, a poner nuestro trabajo, nuestro esfuerzo, nuestro arte y nuestra ciencia en manos de los demás. El día de la Constitución debiera pasar a ser el día de la Hermandad. Celebremos ese día la hermandad, la solidaridad, esas cosas que son papel mojado en la Constitución, pero que constituyen lo mejor de nosostros mismos.


Cada vez van quedando menos micros inéditos en la chistera. Pronto tendré que pediros que me enviéis los vuestros.



INFERNO

 

Estoy aterrado. Sé que se van a deshacer de mí. Y esta vez sé que será la definitiva. Desde hace un mes, todas las noches ha cruzado frente a mí un hombre con un candil encendido y que acaso buscase a alguien. No puedo saber a quién buscaba ni por qué lo hacía aquí, en un museo. Cada noche apartaba discretamente la mirada ante él, pero en la breve letanía que repetía al pasar junto a mí me pareció reconocer mi verdadero nombre: Levinus Memminger. Era un tipo alto, magro, enlutado y con la Cruz de Malta tatuada en la pechera. ¿Un corregidor? ¿Pero qué vendría a hacer un corregidor aquí, a un museo? ¿De qué cuadro ha escapado? ¿Por qué mi nombre? Cuando me escrutaba con el candil, yo giraba el rostro, y encogía el corazón. Lo comenté con los vecinos, pero ninguno dijo haberlo visto. Alerté a los responsables, pero hicieron oídos sordos. Todo cuanto conseguí fue que durante tres noches seguidas un celador nocturno hiciera guardia en puntos donde necesariamente habría de pasar, pero en sus informes aseguró no haberlo visto. Ni las cámaras de seguridad ni los sensores de humo, concluyeron, captaron anomalías, así que cerraron el caso. Si hubiera sido la Tornabuoni, pero ni Levinus Memminguer, ni mi artífice, Michael Wolgemut, somos nadie en este museo. Todos me volvieron la espalda y, no contentos, me reprochaban que debiera estar más pendiente de quedar bien con los visitantes, que es para lo que se está en un museo.

Hace tres días la historia dio una inesperada vuelta de tuerca: unos minutos después del corregidor, apareció un caballero cubierto por un antifaz, un jubón azul y unas mallas azules muy ceñidas bajo un manto estrafalario. Venía escoltado por media docena de buitres, que corrían tras él dando saltitos. Me consta que todos mis vecinos contuvieron el aliento, pero callaron. Al reconocerme, el tipo se llevó el dedo índice a la frente, y con una voz de grajo me aseguró que pronto acabaría mi tormento. Luego, se alejó con sus buitres, hacia los primitivos italianos. Esa noche no dormí. Dudé si cursar la denuncia o no, pues aquel hombre dijo estar allí para liberarme, pero... Al final me pudo el terror y acabé haciéndolo, tras asegurarme que redoblaran la vigilancia, pero desde entonces no he vuelto a ver guardias rondando la sala, ni cámaras o sensores encendidos. ¿Una conspiración? Esta última noche corregidor y encubierto coincidieron frente a mí. Fue cosa de un segundo, pues el encubierto disparó contra el corregidor con algo fulminante que emitía rayos fluorescentes y, después, instó a los buitres para que lo descuartizaran. Su sangre fue visible hasta la alta madrugada, cuando los de la limpieza llegaron para llevarse los huesos y baldear la sala, que estaba perdida de sangre y de plumas. A media mañana el director volvió por aquí para mirarme con desprecio. Después, dándome la espalda, marcó un número, habló en inglés con un marchante y se largó con displicencia, pero al cabo volvió con un tipo enchaquetado -sin duda el marchante-. He tratado de permanecer sereno, pero ¿cómo estaría usted si en el enchaquetado reconociera la voz de grajo y escuchara de sus labios que este cuadro -naturalmente se refiere a mí- no es la primera vez que da problemas y que lo mejor sería deshacerse de él, antes de que su locura -mi locura- acabe infectando a los demás retratados del museo y todo termine convirtiéndose en una réplica del Infierno de Dante? Dígame, ¿usted cómo estaría?

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