RECAUDACIÓN

Ayer me multaron. Fue a la entrada de Aracena. Un pedazo de dispositivo de la guardia civil en el que supuse estaban buscando un peligroso delincuente o algún alijo de drogas. Pero no, me equivoqué. Lo que realmente buscaban eran carros viejos que no hubieran pasado la ITV. Haciendo caja, vamos. Como si no tuvieran suficiente trabajo buscando a delincuentes de guante blanco. Pero no, a ésos los dejan en paz. Buscaban sólo a pobres desgraciados con coches de quince años que se hubieran pasado la ITV por unos meses. Me multaron, sí, pero bien que me despaché con ellos. Les dije de todo menos bonitos, que lo que estaban haciendo era inmoral y que más les valía ayudar a la gente que lo estaba necesitando y que no eran más que unos simples perros de sus amos que movían la colita al son del cornetín de sus jefes. Eso me pareceiron. Glipos. Una panda de muchachitos blindados contra sí mismos, chicos que no saben hacer la o con un canuto, muertitos en vida, perritos falderos como sus putos jefes, que ni siquiera saben dónde carajo tienen el culo. Los muy gilis agacharon la cabeza y se fueron con su miserable botín y con el rabo entre las piernas. Me despaché a gusto. Todavía me dura el cabreo. Y no es porque me multaran, sino por prestarse a eso, por hacer de su trabajo una mera recaudación, por ser los chicos del frac verde y parecerles bien. Me dieron lástima esos pobres diablos, obedeciendo como ovejitas a sus putos jefes, que les envían a hacer ese trabajo miserable donde todo lo que hay que hacer es mover el rabito y cebarse contra los que peor lo están pasando. Uno quisiera reconciliarse alguna vez con la guardia civil, pero me resulta imposible. Ellos se lo pierden.





PARAÍSO (EXPULSIÓN DEL,)

 

a José Antonio Sáez y a Manolo Reyes. A Pepa Recio.
           Dios, teníamos ocho años cuando aquel cura alzó su dedo, que por un instante tembló en la luz y me apuntó de tal forma, que todos pudimos sentir cómo un rayo de cristal me atravesaba:
           —¡Ateo! —dijo y todos los niños nos quedamos atónitos, como si el enigma de aquella palabra obtuviera el valor irrefutable de una revelación.
           —Ateo, ateo, ateo —la palabra siguió retumbando durante un siglo en nuestros cerebros aterrorizados.
           Yo cerré los ojos, dios, como si en ese momento cayeran sobre mí todas las piedras del Palacio de Sión. De inmediato, sentí sobre mi piel el signo oscuro, la cruz de los proscritos y temblé ante la atónita mirada de los compañeros.
           —¡Ateo! —volvió a rugir aquel hombre que parecía succionar no sólo la luz, sino también lo más sucio y oscuro de nuestras conciencias.
           Sólo cuando me eché a llorar, los compañeros me escrutaron con asombro, como si de pronto reconociesen en mí los signos de la viruela o las pezuñas de un sátiro.
           Al cabo sonó la campana. Cada cual se ató a su cartera.
           Mientras todos volvían a sus casas, yo masticaba el sabor acre de la expulsión y, ya a solas, caminaba hacia las tinieblas del exilio.
           Y no he vuelto.

 

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