DISTOPÍA


Brueghel,Jan
Aburrición. Tedio. Apatía. Cansancio. Spleen. Que pare pronto de llover. Que salga de una maldita vez el sol para darnos un poco de alegría. Sin sol no somos nada. Llover y llover, llover y llover. Muñecos arrumbados, trozos de metal oxidados por el suelo. Decidle que pare de llover. Recuerdo que cuando nació Helena se tiró cuarenta días con sus cuarentas noches lloviendo. Fue también una pasada. Eran los días en los que el muro de Berlín se vino abajo por la erosión definitiva de aquello que llamaron el comunismo y que no fue más que un sistema enfermizo, inhumano y cínico que, apropiándose de algunos de los postulados del marxismo cosificó a los hombres y los hizo vivir bajo el horror y la opresión. La distopía. La deshumanización. El horror. Hoy el capitalismo está llegando a las mismas trochas de la deshumanización. Al desentenderse del hombre, camina hacia su propia ceguera, hacia su disolución. Los sistemas políticos han de estar para satisfacer a los hombres, para ayudarlos a avanzar, para iluminarlos en su camino, no para utilizarlos como mercancía, cosificarlos, destruirlos. Cuando eso ocurre los hombres han de defenderse, tienen no sólo el derecho, sino también la obligación natural y moral de defenderse. Y la única manera de defenderse es destruyéndolos. Hoy nuevos muros y nuevos berlines nos cortan el paso y nos impiden avanzar, defendiendo lo nuestro (que debe ser lo de todos), poniéndonos del lado de la naturaleza, nuestra única referencia posible. El capitalismo nos destruye de muchas maneras pero acaso la más importante sea la de no darnos esperanzas, la de entender el mundo como una obstinada lucha, la de acabar con todo por la vía de la rentabilidad. Vivir no es rentable. Proteger a la naturaleza no es rentable. Educar no es rentable. Paliar el dolor no es rentable. Lo único rentable, por ahora es la distopía y en ella estamos, hacia ella nos encaminamos.



DEVASTACIÓN

 

Durante meses reconstruí
aquel mapa según los dictados de mi enfermo padre. Tracé así carreteras que apenas llegaban al papel se cuarteaban ante el empuje feroz de las raíces de las ceibas; tendidos ferroviarios que se deformaban y quedaban inservibles horas después de haber sido trazados por la plumilla; pueblos que nacían aquí y allá, al albur de la costa y de las plantaciones, y cuyos muelles y pantalanes daban cobijo a inverosímiles cargueros que horas después aparecían orillados en las ciénagas, pecios descarnados y hundidos en la arena, ya pasto del olvido; durante días dibujé palacetes rodeados de vastas y geométricas plantaciones de cacao y caña de azúcar, donde antes, en los esplendorosos tiempos de la esclavitud había cuajado la felicidad, pero ahora, cuando ni siquiera terminaba de completar su dibujo, aparecían devorados por la espesura. Cuando al fin le entregué el mapa, mi padre quiso alzarse de su sillón. Temblando de ira, pidió que lo lleváramos a la ventana, apartó los visillos y durante un largo rato no dejó de imprecar y manotear en el aire, hasta que se sumergió en el vacío y observamos con resignación con qué voracidad la carne le iba siendo absorbida por los huesos.


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