HA SALIDO EL SOL

He pasado una noche de perros y ahora acabo de meter un pollo en el horno. Mientras lo embadurnaba de grasa y yerbas aromáticas he tenido la impresión de que el pollo era un bebé descabezado. ¡Terrible! Siento turbiedad en el estómago y en el alma. No sé. Ahora el pollo da vueltas en la parrilla y yo me escondo en estas teclas negras como el olvido. Ahí afuera, mediodía al fin, la luz parece desorientada luego de tanto tiempo ausente. Parece como si no se entendiera con las cosas, como si el cielo, improvisamente azul parduzco, quisiera lucir pero no supiera cómo. El niño dando vueltas, la noche de perros, el sol que si sí pero no. Ya. Y aquí estoy, calentándome las espaldas de a poquito con ese solete que se asoma como un extranjero a un zajuán para hacer la foto del ladrón. Lejos están las amarillas mimosas y el plateado de los olivos. Al fondo los castaños, hechos muñones todavía, pero vigorosos, estañados de vigor. Los corrales con sus lasquitas de luz, con su poquito de sombra, con sus gatos ausentes, con sus gorriones enternecidos porque hoy, al fin, ha dejado de llover, con sus shsorquillas y sus adobes y sus chapas metálaicas y su vida de claustro y sus pozos donde amanece el mundo. Y todo tiene la marca del verdín y el pollo /niño gira que te gira, y el gorjeo de los pájaros, y la vida, joder, la vida atropellando vida, comiéndose la vida, reinventándose como vida, dios, pero yo aquí, aporreando las teclas y diciéndote, ha salido el sol, se esconde el sol.

Hoy os dejo con un pequeño experimento. Un relato del que tengo innumerables dudas, y del que espero alguna ayuda en forma de comentario. Se lo dedico al gran colibrí. Al mayor de todos los colibrís, al único colibrí que sabe francés y que de empeñarse, sabe hacer gorros turcos. Va por ti, mi arma.


LA CITA
 
 
Es una suerte que a esa hora el bar siempre esté casi vacío, se dice mirando el reloj y comprobando que su hora coincide con la del reloj de la Coca-cola que cuelga de la pared. Elige la mesa del fondo, la que está más cerca de la mesa de billar, porque desde ella la puerta queda enfrente. Lejos, pero enfrente. Es, además, la mesa más discreta. A esta hora nadie suele jugar al billar, se dice. Lentamente se descuelga el bolso y lo coloca sobre la mesa, se quita los guantes, se mira en el gran espejo que recorre la pared y guarda los guantes en el bolsillo de su abrigo verde, comprado hace tres años en las rebajas de unos grandes almacenes. Huele levemente a frituras pero a ella ese olor no le resulta desagradable. Decide no quitarse su bonito sombrero amarillo, porque el sombreo le da como mayor intimidad. En todo caso lo que de verdad le reconcome por dentro es saber quién pude ser, porque lo seguro es que quienquiera que sea, sabe que ella suele recalar en esa cafetería a mitad de mañana. Entonces hace una primera inspección a la puerta, donde parece agolparse toda la claridad. Desde su posición puede ver perfectamente a quien entra y eso la reconforta. Frente a ella, la tapa de mármol de su mesa sobre la que se sitúa un cenicero de metal con las letras desgastadas de cinzano y el bolso que acaba de dejar. Un poco más allá, apenas separada de la mesa, la silla de madera pintada de un gris oscuro, casi negro, a juego con la mesa. Su respaldo vacío parece servir de primera barrera entre ella y el resto del bar. Ha dudado si quitarse también el abrigo, pero tendría que ir hasta la percha y para eso debiera pasar junto a la mesa donde tres hombres beben aguardiente y juegan a los dados. Ninguno de ellos podría ser, se dice con alivio. Digamos que esos hombres no son de su estilo. No se imagina... no por dios. Ha coincidido con ellos otras veces y aunque parecen honrados padres de familia, no acaban de gustarle. Por la pinta, deben ser de los que despidieron de la fábrica de muebles, se dice. Despidieron a muchos: cerca de doscientos hombres. Prefiere, pues, sentarse tal como está, aunque allí, lejos de la estufa, haga más frío. Porque está haciendo frío de verdad. El calor de la estufa apenas si alcanza hasta su mesa. Se sienta. Frente a ella la silla vacía en cuyos bordes la pintura parece haber saltado un poco. Poca cosa, por lo demás. Una, que siempre está buscando esas mijitas. El camarero la observa desde lejos y al ver que ya ha tomado asiento, se acerca y le pregunta si no preferiría otra mesa más cerca de la estufa, donde quizás esté más a gusto. Ella responde que no gracias, que allí está muy bien, a lo que el camarero, cohibido, con la voz ligeramente trémula le pregunta si va a ser lo de siempre. Ella se limita a pedir un café con leche muy caliente, por favor, mientras se sopla las puntas de los dedos. El camarero sonríe, repite para sí lo de muy caliente y se aleja camino de la barra con la bandeja bailándole en la mano. La mujer observa cómo se aleja y luego su mirada se prolonga hacia la puerta. Luego vuelve a mirar la hora, toma su bolso y saca la polvera con discreción, como si se tratase de algo reprobable. Con la misma discreción se retoca los labios observándose en el pequeño espejo, mientras de reojo vigila los movimientos de la cafetería. Su cara, se dice, no es la de una jovencita, pero ella cree saber atenuar los accidentes de la edad. Nadie le echaría... Bueno, es lo mismo: por lo menos aparenta diez o doce años menos. Y eso que la vida no ha sido lo que se dice benévola con ella. No, no lo ha sido: puede estar usted seguro de ello. El frío hace que los pómulos queden demasiado duros, objeta, pero darse más colorete puede resultar contraproducente. Ciertos hombres suelen desconfiar de los excesivos afeites, pero ahora eso no tiene por qué venir al caso, se dice, aunque su piel, ahora que se fija bien, le parece llena de minúsculos surcos. Debe ser, se dice, por este frío del Norte que todo lo reseca. El camarero, que ha seguido sus movimientos desde la barra mientras el compañero le hacía el café, espera a que guarde la polvera. Sólo entonces toma su bandeja y alzándola a la altura de su nariz se acerca hasta donde ella lo espera y deposita la taza, el trozo de tarta y el azucarero sobre el mármol en tres hábiles movimientos de muñeca. No le he pedido tarta, dice ella con naturalidad. Obsequio de la casa, contesta el camarero en voz baja. ¿Es que es hoy el día Mundial del Frío?, ironiza ella. Pero el camarero en vez de responder, le dice hoy se ha vestido usted muy elegante, y luego baja la mirada. Ella le sonríe un poco azorada y toma la taza entre sus manos, bueno, tenía que hacer una gestión, miente. La pequeña mentira le hace percatarse más del frío y quisiera permanecer allí, sola, agarrada a esa taza durante todo el rato. El camarero insiste: ayer el día todavía fue peor. La primavera está al llegar, contesta ella, sin dejar de apretar las manos contra la taza, quizás algo embarazada ante los comentarios del camarero que se interpone entre la puerta y ella. En ese momento la hoja de la puerta chirría y aparece alguien a contraluz. Son segundos angustiosos para ella, que estira el cuello y clava sus ojos en la silueta que parece romper la claridad. Pero no. Debe ser un cliente habitual porque se acerca a la barra y se acoda, después de obsequiar con un rápido saludo a los jugadores de dados. Ni siquiera repara en ella. Juan, el de la chatarrería, dice el camarero. Ella vuelve a sonreír, pero esta vez hay en la sonrisa algo de decepción, así que vuelve a mirar discretamente la hora en el reloj de la Coca-cola, levanta la tapa del azucarero, toma un terrón y lo deja caer sobre el café con leche. ¿Ese reloj marcha bien?, pregunta al camarero, que sigue a su lado, como perdido en sí mismo, envuelto en una trémula quietud. ¿Cuál?, pregunta el camarero. Cuál va a ser, el de la pared. El camarero gira su cabeza hacia el reloj y dice que sí, que el reloj va como un clavo. En fin, creía que andaba un poco atrasado, responde con frialdad, dando por acabada la conversación. El camarero, encoge el cuello un poco aturdido y, tras disculparse, se retira con pesadez hacia la barra, donde comienza a hablar con el chatarrero que no hace más que frotarse las manos y quejarse de la mañanita de frío que está haciendo. Ella mueve su café. Le gusta el sonido de la cucharilla sobre la porcelana. El camarero mira de reojo a la mujer, mientras ella se lleva la taza a los labios y sorbe el café mientras permanece con sus ojos absortos en la claridad. Desde allí ve cómo pasan siluetas por delante de la puerta, pero nadie se detiene, nadie se gira, nadie entra en la cafetería. Nadie. Los hombres de la partida de dados comentan a voces los lances del juego. El chatarrero se les acerca y bromean, mientras el camarero echa un nuevo tronco a la estufa. Al rato entra un senegalés cargado con un canasto lleno de relojes pero al ver que apenas hay nadie, gira sobre sus pasos y se dirige a la calle. Por cómo camina, se diría que los sinsabores de la vida no le afectan, piensa ella. Luego entran dos mujeres. Toma un trozo de tarta. Demasido dulce, se dice. Más tarde entra una pareja. Él tiene el pelo largo y ella, más bajita, se sienta de espaldas y mueve su pelo como si verdaderamente estuviese dentro de un campo de trigo. Los mira. Se ríen. Él le coge la mano. De pronto entra un hombre hombre solitario que se rasca la cabeza y enciende un cigarrillo sin mirarla. Se coloca junto a la pareja, se friota los ojos y vuelve a rascarse la cabeza. Al rato, el camarero enciende las luces del billar y la claridad lo iguala todo. Ella, que no ha dejado de vigilar la puerta, vuelve a comprobar la hora en su reloj de pulsera y acepta con decepción que casi ha pasado una hora. ¡Cincuenta minutos, se dice, casi una hora! No entiende qué ha podido pasarle, pero le parece que cincuenta minutos es demasiado tiempo y que, ocurra lo que ocurra, ella no puede permanecer allí por más tiempo, de modo que, poniéndose de nuevo los guantes y tomando el bolso, hace un gesto al camarero y le pregunta cuánto es.
 
 
 
El camarero se le acerca, acaricia con su mano el respaldo de la silla vacía y le dice que la señorita está invitada, y que no es nada, pero le pregunta si no le gustado la tarta, que permanece sobre el plato, casi intacta. No tengo apetitio, contesta ella, que ya está de pie, se abotona el abrigo, mira hacia todos lados buscando a alguien que no acaba de aparecer y se encoge de hombros, vencida. Quién me ha invitado, pregunta al fin, tomando el bolso. Es una invitación de la casa, balbucea el camarero, que parece tener algo más que decir, pero que no acaba de decidirse. Ah, muchas gracias, muchas gracias, responde ella con un cierto aire de desengaño, antes de volver la cara hacia el reloj en actitud recriminatoria, verse reflejada en el inmenso espejo de pared y dirigirse, con la sensación de tener diez o doce años más, hacia la claridad, mientras se dice que tiene que tratarse de un percance o un retraso inoportuno y no de ninguna pesada broma, porque bien mirado qué ganaría nadie gastándole esa clase de bromas a mujeres como ella. Eso se dice mientras la claridad va quedando a su espalda.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Dudas, dudas, dudas...