MAIGUERRA

La cuesta de Maiguerra, en Fuenteheridos.
Hoy el sol se ha puesto a lo suyo desde primera hora. Pareciera que comenzara a tomarse en serio su cosa. Es, con todo un sol adolescente, un sol sin vocación, que lo mismo se oculta que se pone a dar botes en el cielo. Dejémoslo así. Quién carajo es uno para enmendar la plana al sol. Que salga y se oculte por donde quiera, no te jode. Bienvenida sea, sin embargo, la luz que trae consigo y que hoy logra hacer florecer los corrales y el paisaje que veo desde mi ventana y en el que todo parece listo para estrenarse.
Antes de ayer fui con unos amigos a dar una vuelta por el campo y cogimos tomillo. Una vez más debo corroborar lo guapa que es Alájar y su paisaje inmediato. Ayer estaba radiante, con sus tejados, con ese caos volumétrico, con esa cal que restallaba por todas partes. Lástima la garita color albero de la guarda civil, un pastiche nauseabundo. Bueno, Alájar es de los pueblos mejor conservados de la comarca y eso se debe a esa cierta depresión que lo aqueja desde siempre, a esa como inmovilidad frente al paso del tiempo. Fueneheridoas es un pueblo mucho más abierto y dinámico, lo que a la vez lo hace más proclive a la transformación, lo cual preesenta sus aspectos positivos y sus aspectos negativos, claro está. Yo a Alájar lo tenía un poco olvidado, pero con la cosa del amigo, últimamente lo he recorrido y lo he saboreado mucho más. Buen lugar para echar el día y para ver cómo se doblega la tarde.
La foto que hoy traigo (perdonad la dispersión, pero hoy me niego a hablar del estado de la nación e incluso de libros) es de Maiguerra, una cuesta calzada de blancos guijarros que parte de Fuenteheridos y que marca el comienzo del camino de Cortelazor. Es una cuesta antigua, empedrada según los viejos cánones: con piedra grande, que era pinchada en la tierra y luego convenientemente hincada con un mazo de madera. Hoy eso se hace con cemento, pero antes había que hacerlo con tierra, clavando la piedra. En el centro se colocaba un padrón, que marcaba las dos partes del empedrado y a veces las aguas, para que éstas fueran al centro o a los extremos: en este caso al centro, como se ve. Yo guardo preciosos recuerdos de esta cuesta. Un lugar propicio para que las parejas se emboscaran en la noche. Un lugar para escuchar el agua huidera. Era en estos lugares donde José Bergamín se sentaba al borde los 80 a pensar esos versos que luego forrarían parte de Esperando la mano de nieve. De hecho hay versos que hablan meridianamente de esta cuesta que clareaba en la oscuridad de la noche. Yo me lo encontré infinidad de veces sentado en algún lugar de este hermoso camino empedrado y donde el agua (en la foto se adivina la lieva que corre junto a la pared) está cantando continuamente. Es el agua que acompaña a Bergamín en esos versos de despedida, al agua que se adivina no ya en la letra, sino en la música de esos poemas rimados que reproducen el canturreo de la corriente de la vida... y de la muerte. Es curioso que Bergamín escribiera ese libro magnífico pero claramente pesimista, en un paraje como este, donde la vida aparece con tanto vigor y donde las sombras están tan llenas de vida.



Hoy, que ando disperso, os dejo una micronovela.



LA LES PAUL DEL 54 (micronovela)
A Florence Puente
 
El indio se dejó de ver de un día para otro. Al peluquero Miller le sorprendió no encontrarse con su vecino al cerrar su negocio, como era habitual, y el cartero Jimmy Evans aseguró que por la mañana había visto a un negro más que sospechoso rondando su casa. Alguien recordó su abrupta llegada, tres años antes, y una mujer se limitó a insinuar que un indio que se pasaba el día dale que te dale con la guitarra, no podía ser más que dos cosas, pero no quiso añadir qué cosas fueran. Yo preferí no abrir el pico, aunque me pasaba las tardes con el indio, oyéndole tocar y bebiendo cerveza, mientras me contaba su vida. No es cosa de complicar la mía, me dije, al tiempo que hacía mis cábalas. Años más tarde, al dragar cerca del puente de Florence (Alabama) apareció la vieja camioneta del indio, pero nadie quiso hacer más pesquisas. Bastantes años después Nell Rush, un músico sin talento que anduvo por Vietnam y que se ganaba la vida tocando blues a salto de mata, perdió su guitarra en una borrachera en el mismo Florence y, según me contó, un negro con cara de sospechoso (el cabrón de Nathan Young, cómo no) le vendió una destartalada Les Paul del 54 que aseguró había pertenecido a alguien muy querido para él por cien dólares y un par de posturitas de marihuana. Poco después de eso la diñó. Nathan Young, quiero decir.
 
Eso ocurrió poco antes de que Nell cumpliera ochos años en la prisión de Nashville por tráfico de drogas y otros asuntos que no tuvo tiempo de contarme. Al salir recuperó su guitarra y siguió tocando por donde caía, entre Alabama y Georgia. En un bar de putas de Atlanta, donde yo tocaba por entonces, Nell sustituyó a Melville, que se había roto un dedo en una trifulca, y después de echar un vistazo a su vieja guitarra acabé cambiándosela por mil dólares y esa Fender de ahí. Entre ex-presos no vamos a regatear, dijo Nell, que me tendió su guitarra y sólo entonces le conté que ese jodido instrumento perteneció al gran Tobias Young, al que un indio que se moría por tocar blues degolló de un navajazo cerca de Chattanooga (Tennessee), pero que eso era ya asunto olvidado, así que brindamos por los viejos tiempos y entre unas cosas y otras, quedamos en vernos en la otra vida o donde fuera.

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