A VUELTAS CON VAN GOGH



En el reciente viaje a Amsterdam una de las cosas que realmente se me agarraron al alma fue la vista al Museo Vincent Van  Gogh. Ya conocía bastante bien la obra e incluso la biografía del pintor holandés. Sin embargo la visita a su museo me dio un pellizco nel cuore que lejos de  suavizarse, crece con los días. De vuelta a casa releí la biografía de Frazen y ahora estoy con la enésima relectura de sus Cartas a Théo, uno de esos poderosos libros que uno necesita releer cada cierto tiempo, no sólo para poner los pies en la realidad (lo que ya estaría bien), sino también para conocer el precio de una vida consagrada a una pasión. A pocas personas les ha sido dada una vida más hostil y pocas veces esta vida se ha afrontado con tanta pasión y candor. Con tanta desesperación y tanta honestidad. Una cosa que llama poderosamente la atención en el museo amsterdanés es la cantidad de reproducciones y copias de obras ajenas (Millet, el bueno y poético Millet, sobre todo) que el pobre Vincent hubo de realizar a lo largo de toda su vida, con la sola y honestísima intención de aprender, de crecer hacia afuera lo que ya había crecido -y cómo- hacia adentro. Vincent fue un pintor sin cualidades, un chico que "no servía para nada", al que la vida y las gentes que fue conociendo, desde el galerista Teergest que lo despidió, los curas que no le quisieron de predicador, la prima que le dio calabazas, la prostituta que se aprovechó de su infinita bondad, los pintores que lo trataron como a un mal aficionado, el propio Gauguin, que lo trató como a un inferior, en fin, todos, todos le fueron dando sucesivas patadas en el culo y sólo gracias a su tenacidad, a ese gran pozo interior que se tragara todas las bofetadas y, cómo no, a la eterna paciencia y bondad de su hermano, pudo llegar hasta donde llegó, que no fue muy lejos, como se sabe, porque se nos rompió por el camino, porque una vida esforzada como la suya ha de romperse por alguna parte. Su calvario y lo que hoy conocemos como su santidad duraron doce años, el tiempo suficiente como para hacer que tal vez el más pésimo de los pintores, se convirtiera en el más verdadero -si es que esto quiere decir algo- de quienes alguna vez se han enfrentado a un óleo. Escalar al Himalaya se me antoja una aventura mucho más factible que la de este pobre hombre sin cualidades y de una honestidad que traspasa el candor. De hecho, no pudo coronar esa cima, que abandonó a los 37 años, cuando muchos de nosotros no habíamos hecho más que balbucear. El bueno de Vincent se nos rompió antes. Quizá es impensable que hubiera sucedido de otra forma. Uno lo ve como un ruiseñor chapoteando en el lodo de esas minas que tan bien conoció en sus predicaciones y sus primeros bocetos. Un ruiseñor que pretendía cantar a Wagner desde Píndaro. Hay que leer las cartas que envió a su hermano Théo para percatarse de la miseria material, pero también de la pasión y de la exorbitante fe en sí mismo y en la naturaleza que irradiaba este ser. Ya digo, últimamente estoy como desvelado de mí, atrapado por este personaje cuyas obras hoy figuran en los museos y en las cajas fuertes de quienes sin duda lo hubieran escupido sin pudor.










Nota:-a la entrada del Museo coincidimos con una señora estupenda con acento argentino que subrayaba -ay, con cuánta razón- el hecho de que existiera una cola tan larga, cuando el pobre pintor sólo había podido vender un cuadro en toda su vida, viviendo siempre de prestado, a costa de la inmensa generosidad de Théo. La mujer resultó ser la viuda de un poeta argentino llamado Armando Tejada Gómez. Junto a nosotros apareció una pareja de argentinos que al oír hablar a esta mujer, se sumó a nuestra conversación y comenzó a recitar poemas de Armando Tejada. Fue un momento emotivo, de esos que a uno le costará olvidar. Debo decir que yo no conocía a este poeta que recoge toda la riqueza de la poesía oral argentina, como mi admirado José Larralde, uno de cuyos discos (cinta para mí) escuché mucho en aquellos años en los que uno era un pobretico muchacho que ensayaba versos y al que volví a escuchar (en otra voz) hace un par de años en Huelva, en uno de esos momentos mágicos que de cuando en cuando se asoman a tu vida.

Os dejo con un poema completamente autobiográfico de este poeta argentino de poderosas metáforas fallecido en el 92 y que tuvo una madre que supo, según nos contó su esposa, confiarle esa relación natural con la metáfora. En Tejada hay algo de esa fuerza telúrica, surgida del barro, como en Van Gogh, pero también el canto de lo humano, ese sudor que transpiran sus versos, ese conocimiento empírico, esa calle hirviendo por sus venas.


Hay un niño en la callede Armando Tejada Gómez


A esta hora, exactamente,
hay un niño en la calle.


Le digo amor, me digo, recuerdo que yo andaba
con las primeras luces de mi sangre, vendiendo
un oscura vergüenza, la historia, el tiempo,
diarios,
porque es cuando recuerdo también las presidencias,
urgentes abogados, conservadores, asco,
cuando subo a la vida juntando la inocencia,
mi niñez triturada por escasos centavos,
por la cantidad mínima de pagar la estadía
como un vagón de carga
y saber que a esta hora mi madre está esperando,
quiero decir, la madre del niño innumerable
que sale y nos pregunta con su rostro de madre:
qué han hecho de la vida,
dónde pondré la sangre,
qué haré con mi semilla si hay un niño en la calle.
Es honra de los hombres proteger lo que crece,
cuidar que no haya infancia dispersa por las calles,
evitar que naufrague su corazón de barco,
su increíble aventura de pan y chocolate,
transitar sus países de bandidos y tesoros
poniéndole una estrella en el sitio del hambre,
de otro modo es inútil ensayar en la tierra
la alegría y el canto,
de otro modo es absurdo
porque de nada vale si hay un niño en la calle.


Dónde andarán los niños que venian conmigo
ganándose la vida por los cuatro costados,
porque en este camino de lo hostíl ferozmente
cayó el Toto de frente con su poquita sangre,
con sus ropas de fé, su dolor a pedazos
y ahora necesito saber cuáles sonríen
mi canción necesita saber si se han salvado,
porque sino es inutil mi juventud de música
y ha de dolerme mucho la primavera este año.
Importan dos maneras de concebir el mundo,
Una, salvarse solo,
arrojar ciegamente los demás de la balsa
y la otra,
un destino de salvarse con todos,
comprometer la vida hasta el último náufrago,
no dormir esta noche si hay un niño en la calle.
Exactamente ahora, si llueve en las ciudades,
si desciende la niebla como un sapo del aire
y el viento no es ninguna canción en las ventanas,
no debe andar el mundo con el amor descalzo
enarbolando un diario como un ala en la mano,
trepándose a los trenes, canjeándonos la risa,
golpeándonos el pecho con un ala cansada,
no debe andar la vida, recién nacida, a precio,
la niñez, arriesgada a una estrecha ganancia,
porque entonces las manos son dos fardos inútiles
y el corazón, apenas una mala palabra.


Cuando uno anda en los pueblos del país
o va en trenes por su geografía de silencio,
la patria
sale a mirar al hombre con los niños desnudos
y a preguntar qué fecha corresponde a su hambre
que historia les concierne, qué lugar en el mapa,
porque uno Norte adentro y Sur adentro encuentra

la espalda escandalosa de las grandes ciudades
nutriéndose de trigo, vides, cañaverales
donde el azúcar sube como un junco en el aire,
uno encuentra la gente, los jornales escasos,
una sorda tarea de madres con horarios
y padres silenciosos molidos en la fábricas,
hay días que uno andando de madrugada encuentra
la intemperie dormida con un niño en los brazos.
Y uno recuerda nombres, anécdotas, señores
que en París han bebido
por la antigua belleza de Dios, sobre la balsa
en donde han sorprendido la soledad de frente
y la índole triste del hombre solitario,
en tanto, sus señoras, tienen angustia y cambian
de amantes esta noche, de médico esta tarde,
porque el tedio que llevan ya no cabe en el mundo
y ellos son los accionistas de los niños descalzos.
Ellos han olvidado
que hay un niño en la calle,
que hay millones de niños
que viven en la calle
y multitud de niños
que crecen en la calle.


A esta hora, exactamente,
hay un niño creciendo.
Yo lo veo apretando su corazón pequeño,
mirándonos a todos con sus ojos de fábula,
viene, sube hacia el hombre acumulando cosas,
un relámpago trunco le cruza la mirada,
porque nadie proteje esa vida que crece
y el amor se ha perdido
como un niño en la calle...


***

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Silenciarme. Y ni eso. Contemplar. Sí. Contemplar Van Gogh. No es contemplar (a) Van Gogh. No. Es, contemplar Van Gogh. Quizás como le sucede (todo es un suceder) a Manuel.
Ser la pincelada, su grumo. La fiebre creadora. El delirio. La congestión y el abandono en el éxtasis. La tersa dulzura del sol en los campos o el ceniciento terrón de unos rostros. La grieta. La terrible alucinación, las bailantes espigas o espirales de estrellas ...
Ser lo que quiera ser. Y esto es posible.
Contemplar un trazo de Van Gogh, y has Visto.


C.S.G.

Anónimo dijo...

Sublime el Adagio con molt´espressione, movimiento de la Sonata nº3 en mi bemol majeur, Op.12 nº3, para violín y piano de Beethoven.
En realidad todas sus Sonatas son hermosísimas.
Beethoven,Van Gogh...
¡Un delirio!
Y el Atlántico, el océano-mar... Relieve del vacío.


C.S.G.