Algunas de mis cosas comenzaron con Manu Leguineche. Fue en Cartaya. El otoño del 88, si no recuerdo mal. Pilar compartía alquiler con una compañera en una casa que estaba frente por frente del Pato Amarillo, y yo, en Fuenteheridos, me pasaba todo el rato tratando de construir la casa donde ahora vivimos. Los fines de semana que Pilar no subía a Fuenteheridos, yo solía bajar a Cartaya y me pasaba el tiempo tratando de escribir en cuadernos que luego, casi sistemáticamente, abandonaba. En una de las estanterías de la casa destartalada había un buen puñado de libros, infumables best-sellers de hacía cinco, diez años, que el tiempo había relegado al más sagaz de los descréditos: el olvido. Entre el montón de polvorientos libros había uno muy mal editado -como casi todo entonces- que rememoraba la Revolución de los Claveles, firmado por Manuel Leguineche para al editorial Punto Crítico. Portugal, la revolución rota, se titulaba. Lo tomé sin ganas, por matar el aburrimiento, pero al cabo de unos minutos, absorbido por un estilo que era a la vez conciso y premioso, de una gran efectividad, comencé a navegar por sus paginas. Nunca he vuelto a leer un libro periodístico con tal entusiasmo. Portugal, el paisito que teníamos a la derecha, se me reflejó en toda su claridad a través de una crónica fabulosa que, piedra sobre piedra, lograba acercarme Portugal como nada me lo había acercado. Podría decirse que mi amor por Portugal comenzó con sus primeras líneas y que Las cenizas de abril nació sin saberlo con el hallazgo del libro de Manuel Leguineche. Absorbido por tan heroica y romántica revolución, hija directa del espíritu del 68, hija no deseada de la guerra fría, leí muchos más libros sobre aquellos días de flores y esperanzas, pero ninguno me produjo la onda sensación del de Manuel Leguineche. Sólo el de Otelo Saraiva de Carvalho, Alvorada em Abril, que es en realidad un pormenorizado relato en primera persona del artífice conceptual de aquel pequeño milagro portugués, se acercó a la lectura de libro de Manu. Muchos años más tarde escribí a Manuel Leguineche agradeciéndole aquellas páginas. No sé si le llegó la carta, porque la expedí sin dirección concreta, indicando sólo su nombre y la localidad alcarreña donde residía. Nunca obtuve contestación, pero qué importa. Ayer, anteayer me alcanzó la noticia de su muerte. En sus necrológicas todos hablan de su maestría, de su humanidad, de su compromiso con la objetividad, signos que estaban presentes en ese libro apresurado y hermoso que años más tarde conseguí a través de internet. Han pasado ya 25 abriles desde entonces. Parece, niño, que fue ayer.
Hoy os dejo con el primer capítulo de Cenizas de abril, como ofrenda a la memoria de Manuel Leguineche
Hoy os dejo con el primer capítulo de Cenizas de abril, como ofrenda a la memoria de Manuel Leguineche
Todo lo que anoté en una primera inspección,
fue ropa doblada, varios singles de los Zeppelin muy manoseados,
cuatro o cinco carpetas azules rotuladas con letras de molde—, un
tocho de papeles encabezados por la palabra “artículos”, un mazo
de cartas atado con un hilo de lana color burdeos, así como lápices,
un neceser, una bufanda escocesa, el libro Alvorada em avril, de Otelo, dedicado
por el autor y saturado de anotaciones azules, un mazo de cuartillas
escritas a mano y unidas con una simple cuerda bajo el título
tachado con violencia de “Cinzas de abril”, varios folletos en francés, billetes de tren y de
avión, un sobre con cuartillas donde se mezclaban poemas
mecanografiados y apuntes con tachaduras, un certificado expedido y
sellado en la cárcel de Caxias con una fecha visible, 23/12/75, unos
folios mecanografiados con el título “IdeA: Interrogatorio”, una
cajita de puros con decenas de fotos de infancia y juventud, un
archivador con numerosos recortes de diario del período
“revolucionario” y, dios, una banderita impresa y medio
descolorida, sin el escudo...
Muchos de los objetos que ahora se extendían sobre la
mesa, me resultaban familiares, pero el hallazgo de la banderita me
dejó aturdido, inmerso en cavilaciones y recuerdos. Di una vuelta
por la habitación, me asomé a la ventana y allí permanecí cinco,
seis minutos, haciendo como que contemplaba el premioso trabajo de
los pescadores que en ese instante se disponían a alzar la red.
Mientras la red crecía sobre el lago como si fuese el ala de un
gigantesco animal prehistórico, sentí cómo una lágrima rodaba por
mi mejilla al tiempo que una lenta y corrosiva tristeza me iba
succionando. Traté de enjugar la lágrima con la manga del jersey.
Ahora no te vengas abajo, me dije, infundiéndome ánimos y volviendo
a la mesa donde había ido depositando todo aquel muestrario de
objetos pertenecientes a Sophia. Sobre todo, no te vengas abajo.
Por extraño que parezca, no se me había ocurrido
sospechar que en la maleta pudiera encontrar respuestas a los
misterios y sinsentidos de unos tiempos que voltearon nuestras vidas.
Al principio, llevado por una lógica de autodefensa, estimé que su
contenido no pasaría de un trivial acopio de objetos y papeles que
el azar o alguna inexplicable querencia habían ido depositando en su
interior, algo así como un museo personal en el que lo fortuito
prevaleciera sobre lo biográfico. Sólo más tarde, y a medida que
se me ocultaban las explicaciones a los tantos espacios sombríos de
nuestras vidas, comencé a creer que la maleta pudiera revelar alguna
que otra clave que me sirviera de alivio, pues no acababa de
cauterizar las llagas que arrastraba del pasado. Pero había
aprendido de mi padre que una palabra es siempre una palabra.
Cómo hubiera querido desprenderme de todo el lastre de
dolor que me desgarraba, pero me debía al pacto que sellé con
Sophia en nuestra última conversación. En el fondo, mi fidelidad a
la maleta no era más que la continuación de la fidelidad que
siempre había manifestado por su dueña, hasta el último momento.
Hoy me alegro de no sucumbir ante los señuelos que la vida fue
poniendo frente a mí. Porque la maleta era cuanto me restaba de
Sophia, una mujer a la que amé sin esperanza y sin medida. Si
deambulé con su bagaje durante años, no fue sino para cerciorarme
de que en mi vida hubo algo parecido a la luz.
Pero hoy se cumplía la fecha pactada en el Nord-Sud.
Hoy ya podía decidir si liberaba las correas y abría la presilla
metálica o dejaba que el mundo al que pertenecen los objetos y
carpetas que ahí se guardan quedara clausurado para siempre. ¿Qué
decisión tomaría? En realidad la decisión estaba tomada desde
hacía años y todo lo que hice desde entonces fue prepararme para
ese momento.
Contarlo, claro, iba a ser una cosa muy distinta.
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