
Hoy os dejo con el primer capítulo de Cenizas de abril, como ofrenda a la memoria de Manuel Leguineche
Todo lo que anoté en una primera inspección,
fue ropa doblada, varios singles de los Zeppelin muy manoseados,
cuatro o cinco carpetas azules rotuladas con letras de molde—, un
tocho de papeles encabezados por la palabra “artículos”, un mazo
de cartas atado con un hilo de lana color burdeos, así como lápices,
un neceser, una bufanda escocesa, el libro Alvorada em avril, de Otelo, dedicado
por el autor y saturado de anotaciones azules, un mazo de cuartillas
escritas a mano y unidas con una simple cuerda bajo el título
tachado con violencia de “Cinzas de abril”, varios folletos en francés, billetes de tren y de
avión, un sobre con cuartillas donde se mezclaban poemas
mecanografiados y apuntes con tachaduras, un certificado expedido y
sellado en la cárcel de Caxias con una fecha visible, 23/12/75, unos
folios mecanografiados con el título “IdeA: Interrogatorio”, una
cajita de puros con decenas de fotos de infancia y juventud, un
archivador con numerosos recortes de diario del período
“revolucionario” y, dios, una banderita impresa y medio
descolorida, sin el escudo...
Muchos de los objetos que ahora se extendían sobre la
mesa, me resultaban familiares, pero el hallazgo de la banderita me
dejó aturdido, inmerso en cavilaciones y recuerdos. Di una vuelta
por la habitación, me asomé a la ventana y allí permanecí cinco,
seis minutos, haciendo como que contemplaba el premioso trabajo de
los pescadores que en ese instante se disponían a alzar la red.
Mientras la red crecía sobre el lago como si fuese el ala de un
gigantesco animal prehistórico, sentí cómo una lágrima rodaba por
mi mejilla al tiempo que una lenta y corrosiva tristeza me iba
succionando. Traté de enjugar la lágrima con la manga del jersey.
Ahora no te vengas abajo, me dije, infundiéndome ánimos y volviendo
a la mesa donde había ido depositando todo aquel muestrario de
objetos pertenecientes a Sophia. Sobre todo, no te vengas abajo.
Por extraño que parezca, no se me había ocurrido
sospechar que en la maleta pudiera encontrar respuestas a los
misterios y sinsentidos de unos tiempos que voltearon nuestras vidas.
Al principio, llevado por una lógica de autodefensa, estimé que su
contenido no pasaría de un trivial acopio de objetos y papeles que
el azar o alguna inexplicable querencia habían ido depositando en su
interior, algo así como un museo personal en el que lo fortuito
prevaleciera sobre lo biográfico. Sólo más tarde, y a medida que
se me ocultaban las explicaciones a los tantos espacios sombríos de
nuestras vidas, comencé a creer que la maleta pudiera revelar alguna
que otra clave que me sirviera de alivio, pues no acababa de
cauterizar las llagas que arrastraba del pasado. Pero había
aprendido de mi padre que una palabra es siempre una palabra.
Cómo hubiera querido desprenderme de todo el lastre de
dolor que me desgarraba, pero me debía al pacto que sellé con
Sophia en nuestra última conversación. En el fondo, mi fidelidad a
la maleta no era más que la continuación de la fidelidad que
siempre había manifestado por su dueña, hasta el último momento.
Hoy me alegro de no sucumbir ante los señuelos que la vida fue
poniendo frente a mí. Porque la maleta era cuanto me restaba de
Sophia, una mujer a la que amé sin esperanza y sin medida. Si
deambulé con su bagaje durante años, no fue sino para cerciorarme
de que en mi vida hubo algo parecido a la luz.
Pero hoy se cumplía la fecha pactada en el Nord-Sud.
Hoy ya podía decidir si liberaba las correas y abría la presilla
metálica o dejaba que el mundo al que pertenecen los objetos y
carpetas que ahí se guardan quedara clausurado para siempre. ¿Qué
decisión tomaría? En realidad la decisión estaba tomada desde
hacía años y todo lo que hice desde entonces fue prepararme para
ese momento.
Contarlo, claro, iba a ser una cosa muy distinta.
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