CITA CON LOS COEN

Durante estos días de navidad, tan previsibles ellos, en casa nos hemos tirado las tardes hartándonos de cine. Como suena. Ahora que los chicos son grandes, la familia respira de otra manera. Otras veces nos hemos pasado las horas en los centros comerciales, conduciendo un carrito, comprando artilugios inservibles, ropas prescindibles y libros que tal vez no los hubiera comprado uno en otras fechas. La navidad no sólo es un subidón para la capa de ozono, sino un bajón terrible para la propia conciencia colectiva y personal. Para la autoestima. Cuando uno sale de esas grandes catedrales del consumo, lo hace como perro apaleado, como vaca recién ordeñada, como la víctima gilipollas del trilero de turno. Y en navidad hay mucho de trilerías y mucho vendedor dispuesto a devorarte. Eso por no hablar de sinvergüenzas que nos venden la felicidad a costa de la explotación inhumana de los chicos bengalíes o camboyanos que se dejan la vida en instalaciones peligrosas bregando con sustancias mortíferas. Cuando uno aparca en el sótano de estas grandes catedrales trata de comprar felicidad y lo que al final se lleva empaquetado a casa es la sensación de canelo, la de haber caído una vez más en la red, la de no haber sabido defenderse a tiempo de esta trituradora, de ser cómplice de estos neoesclavistas. Si a eso sumamos la sensación de estómago sucio, de atontolinamiento emocional y de todo lo demás... uno acaba firmemente persuadido de que la navidad puede llegar a ser una especie de infierno con luces intermitentes. Al menos yo no consigo experimentar esa felicidad que tantos dicen sentir. Más bien me dan arcadas, pero a lo nuestro.

Acaso para defendernos de esa hidra terrible de la navidad, nos hemos enfrascado en la re-visión de la obra de los hermanos Coen, de la que gracias a sucesivas navidades y trileros, teníamos abundante cosecha en las atestadas baldas de casa. Y la verdad es que le hemos acabado sacando partido. Realmente hemos flipado con pelis como Oh, brother, No es país para viejos, Valor de Ley, Barton Flyn, El gran salto, Un tipo serio, Arizona baby, El gran Lewboski, Fargo y Quemar después de leer, no necesariamente por este orden. Los hermanos Coen, como acaso ocurre con Auster, W. Allen o John Irving nos presentan una Norteamérica distinta, no sé si más prosaica, pero sí bastante más creíble. Supongo que esta visión escéptica de su sociedad, no será demasiado cómoda para el norteamericano medio, al que imagino mucho más familiarizado con pelis de violencia estereotipada y por tanto neutra, de muchos efectos especiales y mucha evasión mental, pero en sus películas uno se siente mucho más cerca de esa sociedad, que no lo olvidemos, ha acabado por ser la nuestra, con sus luces intermitentes y sus sombras pestilentes. Las pelis de estos dos chicos de Minnesota destilan por una parte un cierto lirismo, pero por otra un evidente sentido escéptico de la convivencia en una sociedad como la nuestra. Uno siente que bajo la pátina del celuloide hay algo, se mueven dos tipos con algo que contar, con preguntas que hacerse, con lastre suficiente como para hacer que se infiltre el peso de la realidad en la ficción. Su lenguaje, dado a sutilezas, con abundantes guiños a los grandes y con grandes dosis de humor, consigue que uno, como puro espectador, sienta que hay verdad detrás de todo ese artilugio industrial, que hay vida más allá de esa máquina de hacer dinero que es la industria cinematográfica americana. Una sola peli de las suyas me ha decepcionado y esta ha sido Crueldad intolerable, porque no aporta nada, porque se queda en una simple comedieta de las que la industria americana hace mil cada año. Pero otras Un tipo serio o Fargo, por sólo poner dos títulos, sirven para reconciliarnos con ese cine que nos llega de ese más allá americano y que tiene tanto que ver con las luces intermitentes de navidad.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Querido Manuel:
A principios de Diciembre estuve recorriendo, junto a mi amiga Pura, las librerías del libro viejo de la ciudad de Valencia y fue en una de ellas que cayó en mis manos la novela Clea, la quise devolver a su estante varias veces pero ésta regresaba siempre a mis manos como un imán. Descubrí o eso creí en su momento, que era el cuarto volumen de una tetralogía conformada por otros tres títulos anteriores: Mountolive, Balthazar y Justine por orden regresivo. El llamado "Cuarteto de Alejandría." De pronto recordé, como si hilos de telaraña bajasen a mi consciente, la obra por la que jamás yo había sentido ni siquiera curiosidad. Y era en esos instantes que ésta me descubría a mí para no dejarme marchar sin su legado. Así que nos dispusimos a recorrer de nuevo esas calles de íntima esencia mediterránea y algo decadente del barrio valenciano del Carmen en las que, según mi amiga de origen igualmente mediterráneo, se hallaban las más genuinas y antiguas librerías del libro viejo, para encontrar los tres restantes volúmenes que nos faltaban. Mas no fue en una de estas librerías donde finalmente encontré lo que buscábamos, pero sí fue en una de ellas donde adquirimos "Tiempo de abrazar" de J.C. Onetti, única pieza que me faltaba para tener toda la obra completa de este gran maestro, único como todos los grandes. Si no que fue en la también antiquísima librería París, icono de la ciudad, donde nos esperaban los restantes y fieles, brillantes volúmenes, a dos o tres euros cada uno, que conformaban la tetralogía de "El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrel, oliendo a literatura añeja y virtuosa ya sólo por su apariencia.
Querido Manuel, como lector y escritor que eres, ¿podrías decirnos que opinión te merece esta obra?
Gracias. Recuerdos a Pilar.

Concha Gil