LA CASA SOSEGADA DE DOMINGO F. FAILDE







Ayer nos falleció el poeta Domingo F. Faílde. Un gran poeta, un buen compañero, una magnífica persona. A él le debo mi primer libro, que se publicó cerca de su tierra natal, por los jaenes. Admiré su poesía precisa y llena de calor y claror humano, esa capacidad que tenía para humanizar cada palabra, para devolverle a cada palabra su humus de inocencia. Año más tarde lo conocí en Algeciras, donde vivió largos y fecundos años. Más tarde coincidimos por Jerez en cuyos alrededores vivía con Dolors. Era un poeta jondo, interior, telúrico a veces, al que se le había quedado ese temblor del Cántico Espiritual y la cristalina humildad machadiana. Fue un poeta cordial y un poeta honesto. Un gran poeta. Un magnífico poeta.


Os dejo con una pequeña muestra de su gran poesía. Hoy tenemos un hermano menos.

 Domingo F. Faílde (Linares, Jaén, 1948) es autor de una veintena de títulos, entre los que destacan Náufrago de la lluvia (1995), Manual de afligidos (1995), Elogio de las tinieblas (1999), Conjunto vacío (1999), Testamento de Náufrago. Antología,1979-2000 (2002), El resplandor sombrío (2005), Las sábanas del mar (2005) y La sombra del celindo (2006).

TRAS EL CRISTAL

Imperceptible, cae
una lluvia dulcísima. En las calles
la gente se apresura. Están sonando
las campanadas de un reloj. ¿La hora?
No sé, fueron cayendo,
una a una, despacio, y como buques
de papel navegaron hasta la alcantarilla.
Tras la ventana, veo
perderse su sonido entre las olas,
al otro lado del cristal. La noche
espesa la cortina de humo que me envuelve
y apenas reconozco, frente a mí, la figura
del hombre que se mira en el espejo:
no soy yo, no son éstas mis manos ni mi frente
peina, ya rala, unos mechones blancos.
Siguen rodando los pequeños buques
por el cieno sucísimo y oscuro.
Estoy solo. La vida es esa calle
por donde van al mar las horas muertas.


 LA CASA SOSEGADA

A Dolors Alberola,
en la vida, en los versos.


Hemos llegado, como de costumbre,
al abrigo secreto del hotel.
He pedido la llave. A pocos metros,
a contraluz, de espaldas, relumbra tu figura
ceñida por el mar. Sabes que, arriba,
la cómplice penumbra abre los mapas
y despliega efectivos, estrategias, la luz.
Ah, la escalera.
Por la secreta escala nos guía Juan de Yepes
-¿o era, imberbe, un botones
que vi en alguna parte?-,
disfrazados tú y yo:
no estaba sosegada nuestra casa.


 LA SOMBRA DEL CELINDO
(Lugares comunes)

Después de muchos años y una vida
lo suficientemente larga como
para, por, según, so, sobre, tras,
la celinda del patio dejó de dar flores,
el pozo se secó, la madreselva
era un triste muñón amarillento
y la parra, sin uvas,
apenas recordaba las veladas de estío,
entre el ir venir a la cocina
y el rumor de las jarras de vino al escanciarse.

Qué fue, qué sucedió, qué detuvo el trajín de los relojes
en un momento: nadie sabe la hora, el día
ni la estación o el año del cataclismo aquel
que abrió la puerta y se marchó en silencio,
llevándose consigo las cosas del baúl,
los muñecos de trapo y los bastones,
náufragos de otros mares.

Se presiente la vida, sin embargo,
en las pardas baldosas que no limpió la lluvia
y unos papeles sin color, que fueron
alas de la noticia y ahora ruedan,
se resbalan, abúlicos e insomnes,
por el suelo sucísimo.

Recuerdo
aquellas tardes idas, tan cálidas y lentas,
la música envolviendo
el perfume a manzana de la siesta,
los versos clandestinos
o el contrapunto alegre de las conversaciones.

Recuerdo, porque acaso
la vida a cierta edad es la memoria,
el tedio sofocante de los largos veranos,
el silencio que hervía en los arpegios
cuyas notas tan sólo yo escuchaba
y las historias de mi madre: el cura
a quien los milicianos talaron, como a un árbol,
y, antes de hacerlo arder, le taparon la boca
con las ramas caídas, o el relato
de los moros tocando a degollina
cuando entraron las tropas de Franco y por las calles
bajaban arroyadas de sangre, en cuyas ondas
navegaban, dolientes, los navíos.

Yo, pecador, ya entonces, nueve años,
letra inglesa diaria, algunas cuentas
y esas lecturas lóbregas que se quedan grabadas,
sabía que la vida era una rampa oscura
y, al final, sin remedio,
me esperaban las mismas pesadillas:
tridentes, bayonetas, montañas de cadáveres
o el pequeño inconfeso que se perdió en la noche,
sí, reverenda madre, todavía la escucho
describiendo los gritos de aquel desventurado,
el escozor hiriente de sus lágrimas
o los clavos doliendo la carne divina,
sangre de Cristo, purifícame,
agua del costado de Cristo, lávame;
y así pasan los días –ya pasaron-
y así pasan los años –transcurrieron-
y yo, desesperado, quizás, quizás, quizás,
sin ninguna certeza sino esa culpa verde
que termina en las llamas.

 Por fortuna,
uno se hace mayor y coge el tren
y se aleja en la noche del miedo y los pecados.
Descubre, mientras huye del temor y sus fábricas,
la santidad del cuerpo, la carne resurrecta,
los placeres del vino y los manjares,
de los libros prohibidos y el veneno
que llaman libertad.

Después de muchos años, uno vuelve
al exacto lugar del crimen. Y allí esperan
los fantasmas de entonces, más pálidos si cabe,
mientras el viento mueve la lámpara fundida
y el crepúsculo alumbra las descarnadas sombras.
Todo está igual: el patio, la celinda,
la enredadera, el pozo, los rumores, tú mismo,
y esa música extraña que te envuelve
con su melancolía.

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