MACHADO, EL EXTRANJERO

Ayer 22 de febrero se cumplieron 75 años de la muerte de Don Antonio Machado en el exilio. Seguramente en estos días se han vertido mil reseñas y cientos de lecturas de sus poemas han puesto en valor la inconmensurable humanidad de su poesía, de su prosa y de su hombría de bien. Se hablará de su compromiso, de su poesía en el tiempo, de ese retrato de la España cazurra y cruel que destilan sus versos, de la dulce compaña de las fuentes, de ese melancólico sol en el que transcurrió su infancia, entre limoneros y cantos populares. De todos los poetas clásicos españoles, creo que es con Antonio Machado con quien me encuentro más a mi sazón y a mi gusto. Quizás haya sido, no lo sé, el común encuentro femoral con su Sevilla, una ciudad sensual y hermosa hasta el vértigo, pero que tiene la curiosa fijación de fagocitar a sus mejores vástagos. Yo veo a Don Antonio caminando por Sevilla, como veo a Pessoa subiendo por la Calçaza da Estrela lisboeta, o a Svevo por las anchas calles triestinas. Se da la curiosa circunstancia de que los mejores poetas sevillanos, Mutamid, Cetina, Bécquer, Antonio Machado o Cernuda (podríamos añadir a Aleixandre, pero Aleixandre es más bien poeta malagueño) hayan tenido que cumplir su obra a expensas de la ciudad, desde sus recuerdos, desde su ausencia. En cambio, quienes se quedaron a vivir en ella acabaron corrompidos por esa tentación tan garrula que consiste en dejarse absorber por la tradición sevillana, que murió en el barroco pero cuyas cenizas siguen alentando a sus hijos más dóciles. Sobran los ejemplos, pero se me ocurren por ahora Bacarisse, Laffon, Murube, Montesinos, o el propio Fernando Ortiz, fallecido durante estos días, poetas que se dejaron atrapar por el reflujo de lo sevillí y que no supieron o no pudieron alejarse lo suficiente de sus surtidores para no acabar ahogándose en ellos. Se me ocurre que Pessoa hubo de "enajenarse" de Lisboa para captar el alma lisboeta, y debió ser y considerarse un semi-extranjero para conseguir atrapar su sutilísima esencia. Lo mismo sucede con Kavafis y su Alejandría, o con Kafka y Praga, ciudades en las que ambos se sintieron un tanto extranjeros, parte de una minoría cultural y lingüística que los convertía en sospechosos y en forasteros, pero cuya raíz exprimieron hasta sus heces. Incluso el propio Baudelaire hubo de sentirse un excluido social y sentirse simbólicamente fuera de su París para mejor retratar París. El sevillano Antonio Machado hubo de marcharse de Sevilla para escribirla, para entroncar con su aire de soleá. Sin ella, dudo que pudiera empatizar como lo hizo con el paisaje castellano o jienense, que en Machado surge por paradoja, por eclosión. Su hermano Manuel, acaso con mayores dotes líricas que Antonio, nunca logró salir de la circunscripción sevillana a pesar de su distancia física, y eso perjudicó definitivamente su visión. Manuel llevó a Sevilla sobre sus hombros, como quien lleva un chal, pero dudo que lograra interiorizarla, como hizo su hermano menor. Antonio se lleva su ausencia y su inadaptación a todas partes. Antonio Machado es un Murillo que trasciende a Murillo, un Zurbarán contrito que se refleja con nitidez proverbial los parduzcos secarrales de Castilla, un Cervantes que persigue por las callejas de su memoria el rastro umbrío de Rinconete. Como Zurbarán no necesita de más de cinco o seis colores para dar nitidez y grandeza al alma humana. Como a Murillo le seduce la arruga del hombre, el costurón, su calzado roto, su sufrimiento sereno, su alunada dignidad. Y todo eso lo aprende en Sevilla, en las calles polvorientas, umbrías y menesterosas de Sevilla, donde tantas veces debió sentir el pálpito umbrío de sus fuentes, el temblor abisal de su seguiriya. Machado falleció por extenuación en un pequeño pueblo del Rosellón francés. En su chaqueta, prendidos a su chaqueta, encontraron unos versos donde persistían aquellos días azules, aquel sol de la infancia.

Os dejo ahora con un brevísimo poema de AM. Son sólo cuatro versos, pero  me parecen acaso los cuatro versos más jondos  escritos en castellano:

Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Hay que estar ausente para ver el azul.
AM

MANUEL MOYA dijo...

AM, hay azules que persisten. Yo conozco alguno. Un azul muy persistente e intenso.

Ignatius dijo...

Hay azules que matan, como el azul Klein, y otros que resucitan, sobre todo las prendas delicadas, como el azulete. Las camisas azules fueron cosa mala, que al fin acabaron como trapos viejos. Quién sabe si al final no se fabricó con ellos un hermoso folio en el que escribir, con tinta azul de Prusia, flexibles versos azulverdosos.

Anónimo dijo...

Manuel, te refieres al cielo de Sevilla?