

Con la muerte del dictador, quedó en evidencia que las estructuras políticas del país estaban más que finiquitadas. Se necesitaba un barrenero proveniente del régimen pero no del todo maleado por él, que no levantara sospechas al principio entre la caverna. La elección fue fácil: un tipo joven, guapote, echado para adelante, cegado por el poder y sin pasado político, tipo kleenex, por si había que echarlo a los corrales a la primera de cambio. Alguien que además supiera muñirse entre las dos corrientes cada vez más alejadas que en ese momento constelaban el cielo español. La corriente social y la corriente política. Porque el destino inmediato de la dictadura no era otro que perecer por las buenas o por las malas, como había ocurrido en Portugal apenas un año antes. Hay que recordar que el Estado Novo portugués había caído en apenas 17 horas, sin que se derramara una gota de sangre. Los capitanes de abril con Otelo a la cabeza, simplemente soplaron y la estructura cedió, irremisible, irreversiblemente. Creo que no se ha estudiado con suficiente profundidad el papel crucial de la llamada revolución de los claveles en la transición. Tras el 25 de abril el régimen franquista no sólo quedó en evidencia, sino herido de muerte. Sólo la inminencia del fallecimiento del dictador y el ajedrez geopolítico de la época lograron mantener en pie a un régimen cadavérico regido por la carcoma y la esclerosis. El 25 de abril fue el decisivo toque de atención que hizo que España abandonara la vía muerta por la que transitaba. Los monárquicos se percataron de manera inequívoca de que la única forma de mantenerse en el poder, era cambiar la circulación, tutelar una salida hacia la democracia e intentar conectar con esas corrientes cada vez más bulliciosas, antes de que tales corrientes salieran a la luz y provocaran otro 25 de abril. Y para eso Suárez era que ni pintado y cumplió su papel hasta que perdió pie, se le vieron las escasas costuras (uno recuerda con nitidez las tremendas palizas dialécticas que FG, Carrillo, etc... le propinaban en el Congreso) y todos, incluido su jefe, lo echaron a los leones de las cortes. Su labor no fue fácil porque un régimen que no había sido derrotado en los campos de batalla y que se seguía creyendo con derecho divino, se negaba a ser defenestrado por un chipichanca de Ávila. Después, ganada la constitución, todos lo abandonaron en lo que parecía su subida al Gólgota y todos aplaudieron cuando no aceleraron su crucifixión. Su último estertor, el tejerazo, le dio a Suárez la fotografía de su vida, el momento reservado a los héroes populares. Vista hoy la escena parece un cuadro de ópera chusca, con un tipo de bigote y tricornio dando voces, y un par de tipos que se le enfrentan con una dignidad que todavía hoy -mucho más hoy- sobrecoge. Podría haberse arrugado y no lo hizo. Podría haber mandado todo al carajo y se mantuvo recio y en su puesto. Eso le honra. Su jefe, mientras, estaba en la Zarzuela, te quiero no te quiero, deshojando la margarita. Supongo que será con esa estampa heroica de "el Chuletón de Ávila" sentado en su escaño aguantando traca, con la que nos quedaremos todos.
1 comentarios:
Comparto las agudas reflexiones sobre Suárez y aquellos difíciles años. Yo tuve ocasión de tratarle unos años después, en ese disparatado experimento anarco-liberal, como lo definíamos en el programa electoral, que fue el CDS, y con la imagen que sigo quedándome de él, la verdad, es con la de un hombre sobre todo afable y de una austeridad que rozaba la exageración.
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