LAS MATEMATICAS

Sigo con Caza mayor y con José Viera en una versión surrealista, sí, pero donde predominan los aspectos satíricos y sicológicos. Por decirlo de alguna forma, el Viera mucho más cercano al Calvino del Vizconde Demediado que al de las Ciudades invisibles. Hoy os traigo un par de micros autobiográficos.

No me digáis que no habéis sentido lo mismo que yo cuando veíais avanzar por el pasillo al profe de idiomas, el de mates, al de física etc...  Cuando yo veía aparecer por aquel estrechísimo pasillo al de mates me parecía estar viendo ante mí a John Wayne aureolado por el polvo y con las pistolas cargadas, dispuesto a liquidarme. Aún resuenan en mi cabeza el sonido de aquellos tacones. Hasta sudores fríos me entraban. Y el tío era buena gente, no creáis. Rufino Luengo debe acordarse,pero Dios, él era bueno en mates.

El otro relato relata un episodio de mi infancia. Sería largo de contarlo, pero el micro creo que lo resume bastante bien. Ese episodio significa para mí la salida de la inocencia, la expulsión del paraíso. Recuerdo todavía a aquel cura repulsivo y cabrón cuyo nombre he olvidado. Alguien me contó mucho más tarde que ese cura cabrón tuvo que ver con el príncipe, o sea el futuro rey de este país. Con su pan se lo beban.




LAS MATEMÁTICAS, DIOS, LAS MATEMÁTICAS


¿Las matemáticas, dios, las matemáticas, pero cómo evitar los temblores cuando a lo lejos, en la niebla del pasillo, veo aproximarse al profesor de matemáticas con un cigarro en la boca, haciendo oscilar la cartera y los hombros, como si en vez de tener clase con 3ª F, se dirigiera con el hacha en la mano hacia esos peldaños que lo separan del chico que, tembloroso, lo espera sobre el patíbulo?

José Viera, Nil Homne

PARAÍSO (EXPULSIÓN DEL,)

 (III)

    a José Antonio Sáez y a Manolo Reyes. A Pepa Recio.

Dios, teníamos ocho años cuando aquel cura alzó su dedo, que por un instante tembló en la luz y me apuntó de tal forma, que todos pudimos sentir cómo un rayo de cristal me atravesaba:
    —¡Ateo! —dijo y todos los niños nos quedamos atónitos, como si el enigma de aquella palabra obtuviera el valor irrefutable de una revelación.
    —Ateo, ateo, ateo —la palabra siguió retumbando durante un siglo en nuestros cerebros aterrorizados.
    Yo cerré los ojos, dios, como si en ese momento cayeran sobre mí todas las piedras del Palacio de Sión. De inmediato, sentí sobre mi piel el signo oscuro, la cruz de los proscritos y temblé ante la atónita mirada de los compañeros.
    —¡Ateo! —volvió a rugir aquel hombre que parecía succionar no sólo la luz, sino también lo más sucio y oscuro de nuestras conciencias.
    Sólo cuando me eché a llorar, los compañeros me escrutaron con asombro, como si de pronto reconociesen en mí los signos de la viruela o las pezuñas de un sátiro.
    Al cabo sonó la campana. Cada cual se ató a su cartera.
    Mientras todos volvían a sus casas, yo masticaba el sabor acre de la expulsión y, ya a solas, caminaba hacia las tinieblas del exilio.
    Y no he vuelto.

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