INSTANTES DEL TITAN

INSTANTES DEL TITÁN

I

¡OTRA VEZ!
1970. Octavio en primer plano, en segundo Sergio.
Mi padre perdió a su hijo Octavio cuando éste sólo contaba once años. Llevó su inmenso sufrimiento en silencio. Le tocó a él manifestar la fortaleza mental de la casa. Tiró de todos nosotros y lo hizo en silencio, sin que nosotros nos percatáramos de que lo hacía. Cuánto debió sufrir. Mi madre en cambio sucumbió ante la depresión y ante el dolor hasta casi quedar sepultada. Tardó al menos cinco años en ver una pizca de luz. Él tuvo que sostenerla y sostenernos. Una mañana temprano de muchos años más tarde, mi hijo Julio tuvo un severo brote epiléptico. Mi padre que en ese momento entraba en casa, lo vio tendido, desmadejado aún por la fiereza del brote. Entonces mi padre, el titán que fue mi padre, se derrumbó. Veinte años más tarde de la muerte de mi hermano, mi padre se derrumbó. Impotente, sobrepasado, se sentó en una silla, se tapó la cara con las manos y sin dejar de estremecerse clamó entre punzantes sollozos: ¡OTRA VEZ NO, OTRA VEZ NO, OTRA VEZ NO! Sólo entonces entendí la magnitud de su sufrimiento.


II
TITÁN
En los últimos años de la década de los cincuenta la enfermedad de la tinta asoló gran parte de los castaños del pueblo. Inmensos ejemplares se quedaron secos en muy poco tiempo. Muchos campesinos hubieron de marcharse hacia el norte porque de la noche a la mañana sus campos quedaron enfermos y baldíos. Fue en estas circunstancias que mi padre compró El Rodeo, un terreno de una hectárea donde la enfermedad se había manifestado. Más de cien castaños hubieron de ser arrancados a base de pico y de pala. Castaños de casi cincuenta metros de alto y troncos que no lo abarcaban con sus manos extendidas tres o cuatro hombres. Fue allí donde se dejó las espaldas. Empleó los inviernos  -el resto del año había que seguir los trabajos estacionales- en hacer hoyas de dos o tres metros de hondura con radios de diez o doce metros, hasta derribar aquellas inmensas moles. Según parece yo, que era pequeño, me quedaba profundamente dormido dentro de esas profundas hoyas. ¿Aún sigo en ellas? Después de arrancar los castaños, cubrir de nuevo las hoyas y plantar manzanos, hubo de rachear la madera con marras y con cuñas, de forma que la leña surgida de aquel trabajo nos procuró el pan durante muchos años (mi padre intercambiaba leña por pan en la tahona) y nos calentó durante más de treinta inviernos. Aún queda en pié un chozo que levantó con esas rachas.

III
TREBLINKA

Muchos años más tarde hubo de drenar una alberca para regar sus hortalizas. Tanto fue el trabajo que al lugar le puso Treblinka, en recuerdo del pérfido campo de concentración soviético. Con todo, comparado con el trabajo de El Rodeo, Treblinka era como una pequeña broma.

IV
PALABRA
Hombre de palabra, jamás consintió en echarse atrás en un trato, incluso cuando manifiesta y arteramente fue engañado. En cierta ocasión, habiendo subido las castañas de precio por la mañana, unos compradores fueron a procurárselas al campo, con la intención de comprárselas al precio de la noche anterior, notablemente inferior. Él apalabró con los taimados vendedores un precio y cuando llegó al pueblo todos le dijeron que aquellos compradores le habían engañado y que ahora el precio era mucho más alto, pero él no quiso escucharlos. Había dado su palabra y la palabra era ley. Un hombre que rehuye su palabra no tiene más crédito que un simple cerdo. Les vendió las castañas -de cuyo sustento dependíamos todo el año- al precio previamente apalabrado y jamás lo sintió y siguió en las suyas.

V
CONFUCIO
Sobre los años ochenta, cuando tenía la edad que yo ahora tengo, le dio por leer los libros sagrados. Era un lector curioso y en cierto modo exigente. Le gustaba, por ejemplo, Dostoyevski que había leído de joven en aquellos folletines y de Cortázar le hacía mucha gracia Instrucciones para subir una escalera. Pero, ya digo, le gustaban sobre todo los libros religiosos, aun cuando él no era nada religioso. Comenzó por la Biblia y le siguió el Corán y otros libros que mis hermanos y yo mismo le procurábamos. El Corán le sorprendió pero el que más lo impresionó fue Los Cuatro Libros de Confucio. En el filósofo chino encontró un alma moral parecida a la suya. Ambos tenían a la Naturaleza como eje central en su pensamiento y ambos creían en la necesidad de la regeneración del alma humana, del hombre corrompido por pasiones innaturales, como era la codicia, el ansia de poder, la deshonestidad, la falta de palabra (de coherencia moral) o el egoísmo. La íntima unidad de toda la naturaleza y la necesidad de proteger los recursos, fueron sus máximas. Dejar la tierra como se la encontró, como la heredó, fue su divisa.

VI
TRUECOS
A proṕosito de esto último contaré una significativa historia que ya he contado en verso y que resume su filosofía:
En cierta ocasión, no hace tanto, justo al final de su vida de trabajo, mi madre me llamó muy preocupada para que fuera a buscarlo porque se había ido al campo de mañana, ya tardaba y temía le hubiera pasado algo. Fui en su busca y me lo encontré en el castañar de Vallepuercos, en un lugar que él llamaba irónicamente la Ladera de los Frailes pues en ella había miles de piedras que habían arrastrado hasta allí los frailes. Se dedicaba a transportar pedruscos con un carrillo. Vi cómo lo empujaba ladera abajo, sorteando las miles de piedras. Se sorprendió al verme y tras enjugarse el sudor con la manga de su camisa de franela, me preguntó que qué carajo estaba haciendo allí. Le dije  que había ido a buscarlo y le pregunté a mi vez por qué acarreaba esas piedras. En mi tono había cierta censura. Entonces me mostró lo que hacía, que no era más que proteger los huecos de los árboles -por estos pagos les llamamos truecos- con las piedras que acarreaba, rellenándolos de piedras y tierra, protegiéndolos así de la erosión. Me dio que así se defendían mejor ante la lluvia y el viento. Yo le respondí que sin que él los protegiera, esos castaños durarían doscientos años en pié y que para entonces ya todos estaríamos calvos. Él me miró no sé si con ironía o con sorpresa y tardó su rato en contestarme. Quizás su silencio buscaba el que yo hallara por mí mismo la solución a mi pregunta o quizás la cosa fuera tan obvia que no era necesario contestarla. Mira, me dijo al fin, viendo que yo no lograba llegar a mi destino. Si yo os he podido criar a todos vosotros es porque alguien plantó estos castaños hace doscientos o trescientos años. Ahora me toca a mí pensar en ésos que han de venir. Esto, concluyó, no se para aquí, es una rueda. Con aquel trabajo se despidió del campo. De su campo. No dejad de contemplar su trabajo si alguna vez el camino os trae por estos pagos.

VII
DOS VIAJES
En casa siempre fuimos muy pobres. Mis padres trabajaban de sol a sol  y aun así la tierra no daba para más. El régimen franquista dejó morir de hambre a los campesinos para obligarlos a marcharse a entornos urbanos y así industrializar el país. Quienes cargaron con esa política fueron los campesinos y los pueblos meridionales, que se quedaron vacíos. Barcelona, Madrid, País Vasco y las ciudades centroeuropeas se llenaron de chicos meridionales que buscaban desesperadamente un sustento que su tierra y su política no les ofrecía. Charnegos les llamaban despectivamente en Cataluña. Maquetos les llamaban despectivamente en País Vasco. Andaluces, extremeños y murcianos les llamaban en todas partes, como si esas palabras mancharan, como si esas procedencias fueran malditas. Y lo eran.
27 de marzo de 1967.
Fotógrafo: Fidel, el de Galaroza.
.







































































Pues bien, ante tanta pobreza no podíamos permitirnos viajar. Ni siquiera un par de días, de tal modo que hasta que no cumplí los veintiún años jamás salí de Andalucía. Consciente de ello mi padre, cuando excepcionalísimamente tenía una tarde libre, aparejaba sus mulas, La Roja y La Española, nos montaba en ellas y nos llevaba de excursión. Ya digo, excepcionalísimamente. 
Recuerdo dos excursiones.

En la primera de ellas nos condujo a la cueva de Alcalá, donde nos dijo se habían refugiado siete hombres durante la Guerra Civil. Era un lugar angosto y lúgubre, pero aún quedaban las camas y algunos de los utensilios que aquellos hombres habían utilizado dos décadas y media antes. Nos refirió sus nombres, nos contó su historia, sus penalidades, la injusticia que se cometió con ellos... A mí aquella historia me llegó a lo más íntimo y muchos años después la conté en La tierra negra, la segunda de mis novelas, pero yo creo que aquella excursión no sólo tenía su razón de ser en mostrarnos la cueva, sino en ponernos al corriente de su mundo interior, de sus ideas, de todo ese sufrimiento que había quedado atrapado en la sociedad del franquismo. Aquellos hombres eran sus camaradas, parte de lo que él era y al mostrarnos su dolor, nos mostraba también su grandeza. Mostrándonos la cueva, nos mostraba su interior, su sangre, pero también la realidad oculta, aquello que no se ve sino yendo expresamente a verlo, sino buscándolo. No era una visita, era una oculta lección.

La segunda de las excursiones tuvo por destino la Sierra del Castaño, el lugar más alto de la provincia, distante del pueblo una hora u hora y media. Por el camino nos llevó a las minas de la Irlandera. Arriba, en la cúspide estaba el picacho, desde donde se dice que en días claros se domina el mar. Nosotros no vimos el mar, pero en todo caso, sí gran parte de la provincia. Hoy no puedo recordar la visión que desde allí se domina sin rememorar l'Infinito de Leopardi. Todo cuanto dice el poema está impreso en la experiencia de la visión desde Sierra del Castaño. Soplaba el viento. Se movían las hojas de los robles. Sobre las últimas piedras quedaban las cicatrices que dejaron los rayos. Recuerdo con qué orgullo mi padre nos mostraba el mundo que se veía desde arriba. Habitantes de un pueblo rodeado de frondosos y umbríos castaños, donde la palabra horizonte apenas si se utiliza -los niños del pueblo, esto es un hecho, la desconocen-, aquella visión nos deslumbró. Dios, se veía el mar, aquella línea que sólo veíamos con nuestra imaginación, era la línea del mar. Mi padre contemplaba todo aquello con íntimo orgullo: hasta donde se ocultaba la vista, llegaba el límite sagrado de su territorio vital. Un mundo que se extendía donde quiera que se extendiera la vista, un mundo sin más fronteras que la frontera impuesta por los sentidos. Él era de aquel mundo y éste sería a partir de entonces nuestro mundo. En él viviríamos y en él, en algún punto oculto por el follaje, moriríamos. El resto de los mundos no existía más que como entelequia, como posibilidad, como viaje... Aquella era su heredad y nos la mostraba como si fuera su legítimo dueño. Y mostrándonosla, nos la cedía. Él fue a enseñarnos su mundo, a decirnos, mirad, esta es mi tierra y es y será vuestra tierra. Lejos de todo esto hay otras tierras, sí, pero ésas son ya tierras de otros hombres. 
Cuánto tarda uno en entender las cosas que no necesitan explicación.

VIII
ORFANDAD
El 21 de septiembre de 1975 mi padre me acompañó a Sevilla, donde jamás yo había estado. Al día siguiente debía incorporarme a la Universidad Laboral, donde hoy queda la Universidad Pablo de Olavide. Recorrimos la ciudad, subimos a la Giralda, almorzamos en el Tres de Oro, por la Puerta Osario, me llevó al cine Florida y me compró un libro. Pasamos la noche en la Pensión Jerez, cercana a la vieja estación de autobuses del Caballo y por la mañana temprano cogimos un taxi que nos dejó en la plaza de la Uni, al pie de la torre. Él llevaba mi pesada maleta roja de cartón. Tomamos por la larguísima arcada y nos plantamos en el Miguel de Mañara, el colegio que a partir de ese día sería mi casa. Hablamos con el director que nos indicó unas escaleras que debíamos seguir hasta llegar a la planta cuarta, donde quedaba mi camareta. Yo jamás había salido de casa, más que para ir a Huelva y jamás había estado solo en ninguna parte. Llegamos a mi habitación, miramos por la ventana y mi padre abrió los brazos y me dijo que tenía que marcharse, que a partir de ahora tenía que hacer solo mi camino. Me quedé en mitad de aquella habitación, acompañado solo por la maleta, que parecía un perro asustado. Mi padre, grande como un titán, abandonó la habitación y lo seguí con la mirada. En el hastial de la puerta se volvió y me lanzó un beso. Lo vi alejarse pasillo adelante. Cada poco se volvía y sonreía. La escena no debió durar más allá de diez, quince segundos, pero a mí aquello me pareció una eternidad. Hasta que sus anchas espaldas desaparecieron de mi vista. Entonces me asomé de nuevo al ventanal y vi el desolado paisaje de campos de fútbol, carreteras, cipreses, el canal, los talleres de ladrillo... Qué solo me sentí entonces. Qué gran abismo se abría entre mí y todo aquello que se perdía ante mi vista. Hubiera querido correr en busca de mi padre, pero algo me lo impedía. 
Ahora, durante sus últimos días, cuando era evidente que se nos iba, he vuelto a sentir esa impresión de tremenda orfandad que entonces sentí y que llevo a jierro marcada en mi sangre. Metafóricamente también es así: él se aleja por un pasillo y yo lo sigo con la mirada hasta que dobla el recodo y sus espaldas desaparecen. Quisiera, como entonces, correr a buscarlo, pero no lo haré. No puedo hacerlo. Ya no puedo hacerlo. Me quedo contemplando la inmensidad.


IX
MULAS
Un apunte simpático. Cada vez fue más complicado sacarlo de casa. Así como mi madre, huyendo de la depresión ocasionada por la muerte de Octavio, viajó por las ciudades y regiones de España y Europa que desde niña había soñado, mi padre nunca consintió en salir de su terruño. Cuando lo hacía se quejaba constantemente y todo lo comparaba con su tierra. Le gustaba comparar la calidad de la tierra, los árboles, la hierba, esas cosas. Cuando Helena, mi hija, tenía un año conseguimos llevárnoslo a Lisboa durante unos días. Gracias a él, el viaje fue muy peculiar. Siempre almorzó y cenó bacalao. Formas distintas de preparar el bacalao, pero siempre bacalao. Estando en la Plaza Marqués de Pombal, frente a la ladera cubierta de césped del parque Eduardo VII, sólo se le ocurrió decir: hay qué ver lo bien que se lo pasarían aquí mis mulas. Sus mulas. Su vida.

X
ÚLTIMO GESTO
Murió a las veintitrés horas y veintitrés minutos del once de julio de 2014. La noche anterior fue la primera y la última que pasó en una habitación de hospital. Mi hermano Sergio, que lo acompañaba, hubo de hacerle entender una y mil veces que debían permanecer en el centro, pero él ya más que barruntar, masticaba su fin y quería hacerle frente antes de que fuera demasiado tarde. Eso debió ser durísimo para él, de forma que en cuanto vio entrar a mi hermana Ana por la habitación, se incorporó del lecho, alzó el bastón que tenía a mano y dijo que bajo su entera responsabilidad lo llevaran a casa, que no estaba dispuesto a morir lejos de su tierra y lejos de su casa. Fueron casi sus últimas palabras. Lo sedaron de inmediato y lo prepararon para el último de su viajes. Murió en su cama, serenamente, como si estuviera descansando, apenas unas horas más tarde. En el gesto de blandir el bastón se jugó su última carta. Murió como vivió, con dignidad. Era su cara la de un viejo mujik. La de uno de los  contadinos de Bertolucci. Todavía en la cama tuve una última revelación: el color rojo claro de su bigote era del mismo color que el color de la tierra en Fuenteheridos. ¡Curioso!







5 comentarios:

Una historia llena de profundas emociones, de fuerza y a la vez tierna. Un hombre de campo, pero muy inteligente, con un corazón de oro. No hay más que ver que le gustaba la filosofía de Confucio, porque él era leal y comulgaba con esas ideas, justas para todos. El capítulo VII, no tiene desperdicio. Hay una frase de Confucio que dice: "Donde hay educación no hay distinción de clases" y ese era su pensamiento. Gracias Manuel por compartir esta bonita historia, a la vez un gran homenaje a tu padre. Un abrazo.

Ignacio dijo...

Hermosos, realmente hermosos recuerdos. Un muy fuerte abrazo.

Rufino Domínguez dijo...

Te acompaño en el sentimiento, Manuel. Mejor dicho, te acompaño en los sentimientos: los castaños, la alberca, los cerros, la excursión en la mula, la soledad a la entrada del colegio... la entereza del padre en la desgracia familiar, su firmeza en la palabra dada... te acompaño también -y sobre todo- en esa especie de lucidez amarga que te impone la orfandad. Un abrazo sincero.

Anónimo dijo...

Con respeto A Fidel Moya
in memoriam

A golpe de palabra el hijo construye la hermosura campesina del padre

He visto muchas islas,
tal vez miles de islas
pero ninguna en cuya tierra
no doliese el corazón
o no fuesen mudables
los besos, el alba, las palabras.

Pero yo, que busqué islas,
sólo encontré tierra, dura, dura tierra.

Pero es este el destino de los hombres
que salen de sus casas
huyendo de la noche y del otoño
para hincar sus muñones en un hoyo de tierra,
de tierra, de tierra.

Manuel Moya
"Años de servicio"

No los hombres
que vuelven de Hispania o de Cartago/
cegados por el mirto o por el oro,
no aquellos, cuyos torsos
perturban los jardines,
no los estrelleros, los escribas
ni el vencedor de Farsalia;
desde luego no los príncipes
ni el gladiador
que volvió a eludir la muerte,
no el impúdico tribuno, ni el hebreo/
tonante, inexpresivo,
al que temí menos por su sangre
que por su misterio;
no ninguno de los dioses
que dicen verdaderos
a quienes en su temor y en su codicia/
tantos se encomiendan,
sino ver a mi padre
entrando solo en la ciudad
herido y sin escudo,
deslumbrante.

(A mi padre, a quien tanto esperaba cada tarde mi infancia)

Manuel Moya
"No los hombres"

Un fuerte abrazo

C.Gil

MANUEL MOYA dijo...

Concha, cuando he leído la isla me he dicho , quién carajo ha escrito estos versos. Incluso he dicho, joder, este poeta me interesa... Luego he visto que era yo y me ha dado cosa. En fin, gracias por recordarlo en sus versos.