LIVRO DO DESSASSOSEGO

Hace como tres años escribí un prólogo para la edición de Libro del desasosiego, editado por Baile del Sol: Dejo el prólogo por si a algún lector le resulta de interés.:

    Ni siquiera ha transcurrido un cuarto de siglo desde la aparición editorial de Libro del desasosiego, uno de los proyectos más persistentes y complejos de Fernando Pessoa, poeta que constituye en sí mismo toda una literatura. Ha bastado esta breve pero intensa andadura para convertir la obra en una referencia ineludible en la literatura del siglo XX. Desde su aparición, el libro ha ido creciendo, fortaleciéndose, e incluso sacralizándose con cada nueva edición, con cada nueva lectura. Esto podría tener su explicación en el hecho de que Libro del desasosiego es un texto inagotable, sobre el que no cabe la indiferencia. La concepción inacabada y abierta de sus fragmentos en la que todo parece vivo, recién alumbrado, su fuerte sentido confesional que nos muestra en toda su desnudez a un hombre radicado en su propia soledad y abismado en su propia realidad interior, pero también en su indemne integridad humana, la mirada lúcida y a menudo amarga que se posa como una niebla intensa por entre sus páginas, esa curiosa pero perfecta imbricación entre sueño y realidad que da sustancia a un territorio emocional que surge de una experiencia vital y verdadera, pero, sobre todas las cosas, el canto de un individuo radicalmente consciente de su propia e intransferible existencia, hacen que la lectura de este libro constituya una experiencia única para el lector de hoy, que asiste fascinado a la aventura personal de un hombre emboscado en sí mismo, un hombre corriente empeñado en hacer sentir al pensamiento, y que a través de su mirada de atónita transparencia, con la precisión de un contable, nos introduce en el fascinante universo de Rua dos Douradores, un universo a la vez concreto y abstracto, real y simbólico, pero con un inequívoco sabor humano. Umana commedia esta, donde cielo, infierno y purgatorio se entrelazan, entran en conflicto, se neutralizan, iluminando un espacio en el que convive la miseria y la grandeza de la experiencia humana, a través de individuos y vivencias las más de las veces infelices y corrientes, pero a quien Pessoa aplica toda su infinita comprensión, creando uno de los testimonios más lúcidos, honestos y fieramente humanos del convulso siglo XX.

    Fernando Pessoa, autor in pectore de esta colección de fragmentos, es un hombre tímido y solitario que pasea por una Lisboa laberíntica y decadente que acabará siendo como su otra piel. En ella fundará su propio territorio de luces raídas y sombras temblorosas, un territorio que irá fraguando en cada uno de los fragmentos de su Libro del desasosiego. Dubitativo, inestable, lúcido hasta la extenuación (¿hasta la inmolación?), rabiosamente anclado en su propio y laberíntico mundo, Pessoa es una de las personalidades realmente inquietantes, luminosas y complejas de una época a su vez inquietante, luminosa y compleja, cual es el arranque del siglo que se ha ido. Su obra, poligráfica -cultivó la poesía en distintas voces y lenguas, el ensayo político, el artístico, el empresarial y el esotérico, la polémica, el relato policiaco y el humorístico, el periodismo, la traducción... y sobre todas las cosas, el sueño y la heteronimia-, de una sinceridad y honestidad extrema, si bien frecuentemente anclada en el pensamiento paradojal, nos conduce a un hombre atrapado en su propio cepo, incapaz de entenderse con el universo exterior al que asiste con una mezcla de hastío y pánico.
    El tiempo que le tocó vivir (1888-1935) es sin duda convulso, cuajado de incertidumbres políticas, revelaciones artísticas, científicas y técnicas... y desasosiego, mucho desasosiego humano. Entre la imposible marcha atrás que se atisba en Hölderlin, Baudelaire o Rimbaud... (y que tan bien interpreta Caeiro) y la consecuente muerte simbólica de Dios diagnosticada por Nietszche, al hombre contemporáneo, libre de supersticiones metafísicas pero inmerso en nuevas supersticiones sociales, responsable de su propia existencia, no le quedan más opciones que o comprometerse consigo mismo, abdicando de toda componenda social, o buscar el amparo de la alienación, haciendo dejación de su propio individualismo, camuflándose en el entramado colectivo. Fernando Pessoa, el extraño extranjero como lo denomina Bréchon, opta radicalmente por la primera salida, exacerbando su individualismo, aislándose, enajenándose del devenir común y, lo que es mucho más original y sorprendente, formalizando su propia “sociedad”, en la que las voces (su propia voz escindida) se superponen, dialogan entre sí, se transforman, sembrando y habitando su propio laberinto, su personalísimo bosque de la enajenación. Pocos autores del siglo XX se han sentido tan visceralmente refractarios a los movimientos sociales como este lisboeta solitario y anónimo que, si bien trató en su juventud de tener su propio papel en el reparto social, acabó convirtiéndose en una sombra, desligado del afecto y apenas acompañado por la admiración de algunos pocos contemporáneos. Ni la violencia radical de Celine, ni los nihilismos de Beckett o Cioran, llegan más lejos en cuanto a desgarro y escepticismo que los de este casi invisible traductor de cartas comerciales, este paseante ensimismado, este contemplador convulso de un microcosmos hermoso y decadente como Lisboa. Los personajes que jalonan Libro del desasosiego, convictos de su vacío radical, afirmados en su anónima dignidad, conscientes de su desmesurada intrascendencia, habitan un mundo en descomposición, zozobrante, crepuscular, anclado en el vacío y en la desesperanza. Visto así, el libro es “un breviario del decadentismo”, como lo definiera su traductor y crítico alemán Georg Rudolf Lind. Aun así, todos estos personajes -el contable Moreira, el patrono Vasques, el lotero, el barbero, las modistillas, el mozo de almacén, el propio Bernardo Soares, convertido en personaje central, cada uno de los tipos anónimos que aparecen fugazmente por el libro...- se imponen como parapetos ante la adversidad, formando una especie de tejido humano que lo defiende del frío y de la angustia que, como una niebla persistente, le empapa los huesos.
    Pero si Pessoa / Soares se conforta en sus figuras anónimas y deshabitadas, si alivia su propia soledad en sus gestos o en sus pequeñas grandezas o mezquindades, si se duele o se admira de ellos, retablo vivo de la desazón del mundo, es porque cada uno de estos testigos de su propio ser y existir, no se ocupa nada más -y nada menos- que de sí mismo, extraviados en su propio vivir, pero dueños de su propia individualidad por más raquítica y banal que pueda resultarnos. El propio Bernardo Soares, la voz en off de este universal reducto pessoano, se nos presenta como un hombre solitario, un invitado familiar al que se le concede todo excepto la familiaridad. Incapacitado para el amor y para el verdadero afecto, Pessoa / Soares trata de expresar su propia incertidumbre asomado a una ventana interior, como ocurre con el grandioso y vehemente heterónimo de Tabaqueria, Álvaro de Campos. Tan poco solícito se siente con respecto a la masa social, que tiende a ver en ella una monstruosa degradación de la condición humana, y así, cuando describe a un grupo de huelguistas, apenas si puede disimular su asco, rebelándose contra su gregarismo, contra la uniformidad, contra cualquier tipo de capitulación con respecto a la conciencia individual; todo previene a este Pessoa / Soares contra la alienación, contra el escapismo social, contra el poder, contra la esperanza, observando el mundo como si lo viese por vez primera, construyéndolo y deconstruyéndolo, creándolo cada vez a la medida de su soledad y de su angustia, sabiéndolo a punto de derrumbarse.
    Pero lo que caracteriza su discurso, no es tanto la relación íntima que establece con la realidad, cuanto la mirada que habilita esa realidad. Anteponer mirada a realidad es la opción elegida por el auxiliar de contable, pues como recoge del maestro Caeiro, “soy del tamaño de lo que veo y no del tamaño de mi estatura”, es decir, que cada hombre es responsable y, en consecuencia, dueño último de su visión, quedando irremediablemente comprometido con su mirada, preso en su extrema individualidad. Pessoa, autoincapacitado para (con)vivir, se convierte en un observador minucioso e implacable que descree de todo, descreyendo incluso de sí mismo, inhabilitado no sólo para el amor, sino también para el afecto y la camaradería, pero no para la piedad, que es quizás uno de los rasgos más frecuentados por este hombre que recorre una y otra vez las calles y las paredes de la Baixa lisboeta, buscando un punto de inflexión en su desesperanza y en el sinsentido.
    Llegados a este punto, es razonable preguntarse por qué Pessoa tomó esta postura de alejamiento, decididamente de no-actor, convirtiéndose en una especie de personaje autoexcluido, marginal, dedicado a garabatear compulsivamente su propio dolor, su continuo desasosiego. Acaso la temprana muerte de su padre (“la original ausencia del padre”, que dijera el crítico Eduardo Lourenço), la relación edípica que establece con la madre, la “traición”de ésta casándose de nuevo, el pronto abandono de su ciudad natal, las sucesivas muertes de sus hermanos, que lo sumen en una especie de situación de extrema inestabilidad (circunstancia que lo emparenta con su admirado Cesário Verde), así como su temprana vida exilar, que lo obligan a re-construir su propio mundo de continuo, al margen del mundo circundante, podrían tener algo que ver con el desconcierto y el radical desasosiego pessoano, acrecentado por un tiempo convulso en lo social y en lo artístico, que asiste a la irrupción de las vanguardias, a los movimientos sociales, al horror de una guerra mundial y al nacimiento de los totalitarismos fascistas y socialistas. Es notorio que desde muy pequeño el joven Fernando Pessoa hubo de vérselas con un mundo de cambios radicales, en el que sucesivamente se vio extrañado de la tierra, de la madre, de sus hermanos, de su cultura... Pero aun así, no hay duda de que en sus años surafricanos el joven ensimismado se consagró al esfuerzo de integrarse (más intelectual que socialmente) en la cultura británica a la que había sido trasplantado a la fuerza, y en cierto sentido lo consiguió, si bien, no logró superar toda esa inestabilidad emocional que la expulsión de su territorio placentario le había causado, irreversiblemente, de manera que cuando, en 1905, ya adolescente abandona Durban y retorna a su natal Lisboa con la intención de comenzar estudios universitarios, Pessoa, lejos de reencontrar ese mundo paradisíaco del que había sido expulsado, lo que encuentra es un mundo mucho más vacío y hostil, mezquino y ruinoso, del que tratará de huir, instalándose en el sueño, en la soledad, en el hastío y a veces en la contestación y en la polémica. Sus continuos cambios de residencia, sus pequeños pero inevitables fracasos sociales y literarios, su progresivo alejamiento del ámbito burgués en el que había nacido (y del que nunca renunció de forma total), acabaron por enajenarlo, por distanciarlo de sus contemporáneos, y fue así, desde este distanciamiento, desde esta falta de comprensión, que trató de reconstruir el resto -los restos- de su vida, radicada en el individualismo más asombroso y tajante de todo el siglo XX, de tal manera, que cuando con tanta vehemencia como desesperación trate de buscar unas señas de identidad y una raíz en la patria portuguesa, lo hará desde el espíritu o desde el sueño. Su patria, ese Quinto Imperio, que tanto interesó a Crespo, no es más (ni menos) que el sueño de su individualidad, las Indias Imposibles de su enajenación, una manera de conciliarse en la tradición lusiada, un sueño al alcance de su inteligencia y de su imaginario.
    No parece arriesgado admitir que Libro del desasosiego es la obra pessoana más comprometida con su conflicto personal y social. A lo largo y ancho de sus trancos encontramos a Pessoa en toda su desnudez que, como una persistente corriente eléctrica, atraviesa la escritura. El libro, texto a texto, fragmento a fragmento (léase en el orden que se quiera), nos va introduciendo en la vida extraordinariamente plana de un hombre abisalmente complejo, que va anotando en el libro de registros de su alma con la minucia propia del auxiliar contable que es, las mínimas variaciones y oscilaciones del espíritu, y todo ello con una transparencia, con una tensión interior prodigiosas e inéditas; la obra, pues, sometida a los vaivenes, a las paradojas y a los contrapuntos de la vida, tiene la felicísima vocación de entretejerse formando, no ya un libro (de humanos registros), sino un mundo vastísimo que se basta a sí mismo. “Lo que tenemos aquí -señala Richard Zenith, en su prólogo de la edición de Assírio & Alvim- no es un libro, sino la subversión y negación, el libro en potencia, el libro en plena ruina, el libro-sueño, el libro-desesperación, el anti-libro, más allá de cualquier literatura. Lo que tenemos en estas páginas -concluye- es el genio de Pessoa en todo su apogeo”.

    Los primeros trechos del libro, entre ellos “El bosque de la enajenación”, los escribió Pessoa en torno a 1913, poco antes de su día triunfal (8-3-1914), en el que, según su autor, se revelaron turbulentamente sus heterónimos, imbuido plenamente en el proceso paulista que lo conduciría junto a otros jóvenes lusitanos como Sá-Carneiro a la aventura de Orpheu, la revista lisboeta que supondría una verdadera conmoción literaria y cultural en la estancada sociedad lusa. Los primeros trechos del futuro libro, de títulos aristocráticos y con una evidente estructura de relato poético, aparecen inequívocamente bajo la personalidad y la firma de Fernando Pessoa, en un momento axial en su vida, hay que reparar en ello, en que el autor pasa por una fase de disociación profunda, creando sucesivas y especulares personalidades literarias, en las que va reflejando su complejo universo personal. “Me siento múltiple -escribe Pessoa a este respecto-. Soy como una habitación con innumerables espejos fantásticos que se deforman en reflexiones falsas para formar una única anterior realidad que no está en ninguna y está en todas”. Pero ni aun en la compañía de esa inquieta y variopinta comunidad, se percata Pessoa de la existencia de un heterónimo que pueda asumir aquellos primeros y largos textos en prosa. Sólo más tarde, a partir de 1915, cuando su visión inicial del libro va girando y despojándose de las volutas modernistas, escorándose hacia texturas más introspectivas, cercanas al apunte filosófico, a la descripción cotidiana, o a la página claramente diarística o confesional, intentará Pessoa atribuir el libro a un tal Vicente Guedes, pero tal atribución no queda del todo resuelta en el ánimo y en el pensamiento de Pessoa, de manera que incluso en sus fases finales, duda, como ha dejado escrito Crespo en su edición española de 1984, firmando con su nombre trechos del libro para revistas de la época. En todo caso, no está de más volver a subrayar que nos parece sintomático la coincidencia de la etapa más ficcional del libro (la de los grandes trechos), con la atribución pessoana, y, al contrario, la etapa menos ficcional y diarística con la atribución heteronímica, de manera que en la medida que el proyecto va tomando derroteros más personales, más inequívoca y comprometedoramente pessoanos, más ahínco pone el poeta en buscar una distancia autoral, endosándoselo sucesivamente a Guedes y a Soares, que es quien, finalmente, asume su autoría.
    En torno a 1920 el poeta se aleja del proyecto inicial y no será hasta casi una década más adelante (1929) cuando, solitario y escéptico, retome con nuevos bríos el libro, ya desde una concepción mucho más diarística, en evidente contraste con la fase inaugural, donde los textos tenían un carácter más esteticista, artificioso, errático y vago. Cuando esto ocurre, ya Pessoa atribuye los fragmentos que va componiendo a Bernardo Soares, auxiliar de contable en una firma de la Baixa lisboeta. En todo caso, la disociación sicológica entre Pessoa y Soares nunca queda del todo clara. Coincide la crítica, siguiendo a Pessoa, en que Bernardo Soares no es un heterónimo propiamente dicho, sino un semi-heterónimo o, yendo aun más lejos, un personaje literario, una persona interpuesta que el poeta utiliza para enmascararse de su propia identidad, algo así como un filtro entre la realidad y él mismo. A propósito de esto, escribe Jacinto do Prado Coelho en su prólogo a la edición de Ática: “En la incipiente individualidad de Bernardo Soares “semiheterónimo” o “personaje literario” entra en juego la dialéctica del yo y del otro, Pessoa al mismo tiempo se oculta y se revela. Uno y otro son casi hermanos siameses”. A mi juicio -y al de tantos otros- nuestro ajudante de guarda-livros, el auxiliar de contable, no es otro que el propio Fernando Pessoa, desnudo, sin veladuras y tras el barniz de este insignificante -genialmente insignificante- asalariado, se ve la sombra tutelar del escritor de cartas comerciales, Fernando Pessoa, el esquivo, el peregrino de sí mismo, el despiadadamente lúcido y honesto escritor confesional, el ungido paseante de Lisboa, el personaje que al quitarse la máscara, descubre atónito, que era la máscara su único rostro. Es Pessoa quien tunde su herida y su desasosiego, el individualista feroz que ama y se apiada del hombre, pero que desconfía cervalmente de los hombres.

    Como queda apuntado, desde que en 1913 Pessoa concibe los primeros grandes trechos del libro hasta noviembre de 1935, fecha de la muerte del poeta, son innumerables los virajes y dudas que le surgen al autor con respecto a la concepción, autoría y fijación textual del libro. No se produce en Pessoa un proceso claro de decantación, sino de acopio de fragmentos, de constantes cambios de idea con respecto a la ordenación y composición del extenso corpus, sin que ninguno de ellos parezca tener un sentido definitivo. Más bien parece que Pessoa nunca se sintió con ánimos o con fuerzas de entrar en lo que podríamos llamar la estrategia formal y definitiva de la obra. De haber vivido unos años más, acaso hubiera llegado a una decisión concluyente pero, como muy bien señala Richard Zenith, ésta hubiera diferido muy mucho del conjunto que hoy conocemos, lo que afectaría no sólo al número de fragmentos y a su literalidad, sino, y sobre todo, a la organización. Ante la ausencia de cualquier organización debida a su propia mano, el compilador, cualquier compilador, se encuentra ante la responsabilidad de trazar su propio recorrido ajustándose a criterios que acaso nadie más que él comparta. Felizmente, ante esta obra poco importa tal circunstancia.
    Las maneras de afrontar la ordenación han sido muy distintas, según los criterios de cada compilador. A este respecto intentemos una visión muy panorámica de las anteriores ediciones. La editorial Ática y los primeros editores del libro, con Jacinto do Prado Coelho a la cabeza, siguieron un muy interesante esquema de manchas temáticas, tomando una vaga sugerencia que partía del propio Pessoa. Estas manchas trataban de crear corpúsculos temáticos que evitaran una cierta sensación caótica de la obra. El poeta y traductor Ángel Crespo, siguió este mismo esquema para la primera versión española, con pocos pero significativos cambios que convidaban más a una lectura ficcional del libro. Antonio Quadros, en su edición popular de Europa-América, trató de seguir un esquema puramente cronológico, pero situando los textos iniciales en un segundo volumen. Richard Zenith, en Assírio & Alvim, trató de combinar el método de Jacinto do Prado Coelho, insertando, eso sí, las manchas temáticas en un esquema cronológico marcado por los textos datados y situando los grandes trechos en una especie de capítulo aparte que él tituló “Los grandes fragmentos”. El español Perfecto Cuadrado (Ed. El Acantilado) siguió fielmente el esquema de Zenith.
    Anteriormente me he referido a Libro del desasosiego como un bosque inmenso que el caminante, cualquier caminante, ha de recorrer por sus propios medios. Esto, lejos de ser un defecto, es uno de los aspectos más interesantes y modernos de la obra, pero si el lector queda eximido ante sí mismo y ante los demás de dar explicaciones sobre su “paseo”, quien se compromete a fijar su propia secuenciación en un volumen, debe ofrecer algunas explicaciones sobre sus criterios. Y es lo que trataré de hacer en las siguientes líneas. Habida cuenta de que el libro se escribe en dos etapas distintas, separadas entre sí por casi diez años de inactividad, así como desde dos concepciones estéticas muy distintas (la post-simbolista, de 1913 a 1919, y otra más sobria y ajena a los devaneos vanguardistas, de 1929 a 1935), que afectó, como se ha visto, a la autoría de la obra, he pretendido que tal proceso fuese mínimamente perceptible, separando en la medida de mis posibilidades ambas épocas y estilos. El aspecto más reseñable de esta decisión es que, así, los grandes textos, como “El bosque de la enajenación”, “Peristilo”, “Marcha fúnebre para el rey Luis Segundo de Babiera”... que formaban parte del primer proyecto, determinando su evolución, quedan plenamente integrados en el corpus de la manera más natural posible, y no formando parte de ninguna addenda o sublibro que si bien Pessoa llegó a insinuar, no parece que fuese su decisión definitiva. Soy de la opinión que esos grandes trechos, aun pudiendo perjudicar el arranque del libro, informan tanto sobre su génesis como sobre la evolución humana y artística de su autor. Soy perfectamente consciente de que la propia dificultad en la interpretación de los trechos y la escasa datación de los fragmentos, convierten la tarea de separar ambas épocas en difícil, cuando no en imposible, pero me parece que el esfuerzo (y los inevitables errores) merecerán la pena si el lector puede percibir la lenta decantación de ese camino sinuoso, esa lucha a brazo partido del autor consigo mismo, desde un estilo artificioso, onírico, muy cercano al modernismo hispánico, a otro mucho más confesional, lúcido y amargo, en el que lo ficcional, como se dijo, se despoja de lo literario para operar desde la personalidad-otra del autor.
    El resultado final tiene pocas semejanzas con el propuesto por la edición de Assírio, lo cual da una idea de la extraordinaria salud combinatoria de este libro que se rebela (y revela) contra todo aquél que trate de recluir sus páginas en un esquema cualquiera. También los fragmentos parecen imbuidos de ese celoso individualismo que afecta tantísimo al carácter atmosférico y conceptual de la obra. De alguna manera, hasta el propio Pessoa fue “víctima” del libro, revelándose incapaz de fijar su forma (“Este livro é a minha cobardia” [152]). En todo caso, la decisión de tomar por una trocha inédita viene de considerar que cualquier aspecto tendente a canonizar los elementos no directamente debidos a la responsabilidad única de Pessoa se aleja, a mi parecer, del propio carácter insumiso del libro, que debiera quedar abierto, expuesto a todo tipo de combinaciones, de manera que sea el lector, cada lector, el que tome su propio camino, quien empeñe su propia decisión, quien busque y recorra libremente su complicidad, quien ahonde en su entrañamiento.

1 comentarios:

Portia dijo...

¿Existen diferencias sustanciales entre tus ediciones del Libro del desasosiego en Baile del Sol (2.010) y en Alianza (2.016)?

Gracias, Manuel, que tu magia no deje nunca de sorprendernos.

Un abrazo