NIÑA DE HUELVA

Manuel Sánchez y Paco Toronjo.
No se encuentran muchas referencias en internet acerca de de Manuela Sánchez, La Niña de Huelva, cantaora choquera que murió en octubre de 2001, como soñaría cualquier flamenco, cantando en la Bienal de Sevilla. Allí, sobre el tablao sevillano, se le rompió el corazón. Nadie se volvió a acordar de ella. Ya digo, no hay muchas referencias. Apenas unos fandangos, algunos recuerdos, alguna escueta referencia biográfica y poco más. Más difícil aún es encontrar algo de su discografía o incluso fotos suyas. Fue, eso pretenden subrayar las redes, una cantaora menor o, en todo caso, muy poco conocida.



Yo la llegué a conocer en vida y a este solo e inolvidable encuentro quiero someter las próximas palabras. Era el 21 de diciembre de 1999. Se iba el milenio y en el ambiente quedaba el temblor, la esotérica inquietud del paso de un milenio a otro.

La cita con Manuela era en El Monumento, la iglesia inacabada de Castaño del Robledo, pueblo singular donde los haya. Hacía un frío que pelaba y no recuerdo mucho público, si acaso treinta o cuarenta personas deambulando por aquel inmenso espacio. Serían las 8 de la noche o así y el guitarrista, José María de Lepe, un tipo alto, apuesto, agitanado, calentaba las cuerdas y los dedos en mitad del escenario, el altar mayor. Manuela Sánchez se quitaba el frío y el cosquilleo previo a la actuación caminando de un lugar a otro. Hablamos breve, cordialmente. Era una mujer menuda, frágil, delicada, que parecía poder quebrarse en cualquier momento. Me dijo que acababa de sacar un disco donde cantaba a Lorca. Ya, me dije, otra que saca rendimiento a los grandes poetas. La sobreexplotación de Lorca, Hernández y otros vates de la cuerda siempre me ha parecido el recurso fácil de ciertos personajes de la canción popular para llamar la atención sobre sí mismos y agenciarse unos bolos celebraticios. Muy pocos, como Serrat o el Camarón de la Leyenda, han sabido entrar en la esencia de estos monstruos de la palabra. Casi todos los intentos son burdos, y, lo que es mucho peor, ventajistas y pecuniarios. En cuanto se acerca un centenario, salen cincuenta o sesenta artistas dispuestos a remozar a los mil y una veces remozados Lorca, Alberti, JRJ, Machado, o incluso del torpísimo poetastro que era Saramago... Pareciera que van a saco. Con este escepticismo recibí las palabras de Manuela Sánchez acerca de sus versiones lorquianas. Pero, bueno, la noche no acababa sino de empezar y dado el poco público asistente, Manuela y su guitarrista estaban locos por acabar aquello que todavía no había empezado.

Nos despedimos frente al altar. Dio unos pasos y se sentó en su silla. Fue cosa instantánea. En cuanto se templó la guitarra y los focos dibujaron un redondel en el  escenario, La Niña de Huelva tomó posesión del templo. ¡Y se la veía tan remotamente pequeña en aquel inmenso decorado de ladrillo! ¡Dios, y era tan grande! Fue abrir la boca y el templo cayó a sus pies. Nos devoró a todos con esa voz poderosa y eterna, que nacía de las grietas, que rebotaba en la preciosa cúpula, que se hacía fuerte en los sólidos muros. Lorca en estado redivivo, lo juro. Y sí, Manuela no cantaba a Lorca, era ella misma la reencarnación femenina de Lorca. Su raíz y sus hojas: un árbol que creía y crecía ahogando el templo. Lorca en estado aéreo, fuego y tierra al mismo tiempo. Raíz. Mirándola estremecido, sólo lamentaba que allí, en el recinto donde cabrían cómodamente mil personas, no llegásemos a la cincuentena. Me pareció estar asistiendo a un momento irrepetible, único. La luz tenue y lejana apenas si lograba dar con aquella figura tan escueta que en ese momento se jugaba literalmente la vida para que la escucharan apenas medio centenar de personas. Los muros absorbían sus quejíos. A su lado, José María parecía un Sanjosé navideño agarrado niñamente al mástil de su guitarra. El frío sin duda entorpecía su rasgueo pero no hacía falta guitarra: la voz de Manuela lo cumplía todo, lo anulaba todo. No recurriré a tópicos lorquianos o manueltorrianos, pero esa noche por la boca chica de Manuela despertaba el Ganges con todos sus muertos flotantes, el Nilo con toda su arena purificadora llegada del corazón de África y el Guadalquivir con todos sus dioses de luna y sus reverberos de jondura. No pareciera sino que estuviésemos siquiera por unos instantes en el centro mismo del mundo y todo girase ante aquella mujer menuda como un grano de ajonjolí. Así fue como yo lo viví al menos. Sobre todo cuando en mitad de una de sus coplas, vi a Manuela, minúscula como un joyel, y detrás descubrí los puntos oscuros de las balas de los fusilamientos de la Guerra Civil, pues el llamado Monumento fue el lugar elegido en El Castaño para fusilar a los izquierdosos en los días siniestros la Guerra Civil. La insólita imagen de aquella mujer rompiéndose las venas ante las impactos de las balas, aún tiembla en mí cada vez que la recuerdo. Era algo palpitante, majestuoso, religioso. Lorca redivivo. Aquel era un acto de justicia más que de cante, un acto de verdad antes que un espectáculo o un acto de cultura. Un momento fulgurante, único. Allí estaba Gerard Illi para corroborar cuanto digo. Desde ese instante el Monumento quedó irremediablemente liberado de su terrible culpa. Manuela, la Niña de Huelva, lo liberó. Después, sólo dos años después a Manuela se le rompió el corazón cantando en Sevilla.
Y sí, Manuela Sánchez no será una de esas cantaoras que entren en el canon de las sobresalientes. Es más, casi nadie la recuerda a apenas 10 años de su impetuosa muerte. No importa. Lo que ella dejó aquella insólita noche del 21 de diciembre de 1999 es mucho más de lo que un artista puede aspirar: la detención del tiempo. Ella lo consiguió y puede descansar.



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