Séptima entrega. Los amantes del western tiene su día. Y los del realismo canalla y colorista. El escritor norteamericano Francis Bret Harte (1838-1902) fue un tipo que no se caracterizó precisamente por sus buenos modales. Según es fama era violento, sablista y jugador. Nacido en Nueva Inglaterra, de muy joven tuvo que buscarse la vida en California, donde la cosa no estaba nada fácil. Como London, bebió de los bajos fondos u usó levita. Conoció a Mark Twain, que le abrió algunas puertas y acabó dándole largas, harto de sus barrabasadas. Escribió varios relatos memorables, algunos de ellos incluidos en Cuentos californianos, pero ninguno como el titulado Los desterrados de Poker Flat, una pieza que al parecer entusiasmaba a Borges y, debiéramos añadir que a cualquier buen catador del género. Como muchos de sus cuentos, Harte, cita en éste a una caterva de perdedores canallas y buscavidas expulsados de esa aldea polvoriento de Poker-Flat, donde el lector no tardará en encontrarse la sombra oscilante de a algún que otro ahorcado.
Los
desterrados de Poker-flat
Francis Bret
Harte
Al
poner el pie don Jorge, jugador de oficio, en la calle Mayor de
Poker-Flat, en la mañana del día 22 de noviembre de 1850, presintió
ya que, desde la noche anterior, se efectuaba un cambio en la
atmósfera moral de la población. Algunos grupos donde se conversaba
gravemente, enmudecieron cuando se acercó y cambiaron miradas
significativas. Era de notar que dominaba en el aire una tranquilidad
dominguera; lo cual en un campamento poco acostumbrado a la
influencia del domingo, parecía de mal agüero, y sin embargo, la
cara tranquila y hermosa de don Jorge no reveló el menor interés
por estos síntomas. ¿Tenía conciencia acaso de alguna causa
predisponente? Eso era cosa distinta.
—Sospecho
que van tras de alguno—pensó;—tal vez tras de mí.
Introdujo
en su bolsillo el pañuelo con que había sacudido de sus botas el
encarnado polvo de Poker-Flat, y con entera calma desechó de su
mente toda conjetura.
La
verdad era que Poker-Flat andaba tras de alguno. Había sufrido
recientemente la pérdida de algunos miles de pesos, de dos caballos
de valor y de un ciudadano preeminente, y en la actualidad pasaba por
una crisis de virtuosa reacción, tan ilegal y violenta como
cualquiera de los actos que la originaron. El comité secreto había
resuelto expulsar de su seno todo miembro podrido. Se practicó esto
de un modo permanente, respecto a dos hombres que colgaban ya de las
ramas de un sicomoro, en la hondonada, y de un modo temporal con el
destierro de otras varias personas de pésimos antecedentes. Es
sensible tener que decir que algunas de éstas eran señoras; pero en
descargo del sexo, debo advertir que su inmoralidad era profesional y
que sólo ante un vicio tal y tan patente se atrevía Poker-Flat a
erigirse en inflexible tribunal.
A
don Jorge le sobraba razón al suponer que estaba él incluido en la
sentencia. Alguien del comité había insinuado la idea de ahorcarlo,
como ejemplo tangible y medio seguro de reembolsarse, a costa de su
bolsillo, de las sumas que les había ganado.
—No
es justo —decía Simón Velero— dejar que ese joven de Campo
Rodrigo, extranjero por sus cuatro costados, se lleve nuestros
ahorros.
Sin
embargo, un imperfecto sentimiento de equidad, emanado de los que
habían tenido la buena suerte de limpiar en el juego a don Jorge,
acalló las mezquinas preocupaciones de los más irreductibles.
Don
Jorge recibió el fallo con filosófica calma, tanto mayor en cuanto
sospechaba ya las vacilaciones de sus juzgadores. Era muy buen
jugador para no someterse a la fatalidad. En su sentir, la vida era
un juego de azar y reconocía el tanto por ciento usual en favor del
banquero. Una escolta de hombres armados acompañó a esa escoria
social de Poker-Flat hasta las afueras del campamento. Formaban parte
de la partida de los expulsados, además de don Jorge, reconocido
como hombre decididamente resuelto, y para intimidar al cual se había
tenido cuidado de armar el piquete, una joven conocida familiarmente
por la Duquesa, otra mujer que se había ganado el título de madre
Shipton, y el tío Billy, sospechoso de robar filones y borracho
empedernido. La cabalgada no excitó comentario alguno de los
espectadores, ni la escolta dijo la menor palabra. Solamente cuando
alcanzaron la hondonada que marcaba el último límite de Poker-Flat,
el jefe habló cuatro palabras en relación con el caso: el que
desease conservar su vida, no debía poner más los pies en
Poker-Flat.
Luego,
cuando se alejaba la escolta, los sentimientos comprimidos se
exhalaron en algunas lágrimas histéricas por parte de la Duquesa,
en injurias por la de la madre Shipton y en blasfemias que, como
flechas envenenadas, lanzaba el tío Billy. Tan sólo el estoico don
Jorge permanecía mudo. Escuchó impasible los deseos de la madre
Shipton de sacar el corazón a alguien, las repetidas afirmaciones de
la Duquesa de que se moriría en el camino, y también las alarmantes
blasfemias que al tío Billy parecían arrancarle las sacudidas de su
cabalgadura. Para no desmentir la franca galantería de los de su
clase, insistió en trocar su propio caballo, llamado El Cinco, por
la mala mula que montaba la Duquesa; pero ni aun esta acción
despertó simpatía alguna entre los de la comitiva errante. La
Duquesa arregló sus ajadas plumas con cansada coquetería; la madre
Shipton miró de reojo con malevolencia a la posesora de El Cinco, y
el tío Billy no perdonó a ninguno de la partida con sus diatribas.
De
todos modos, el camino de Sandy-Bar, campamento que en razón de no
haber experimentado aún la regeneradora influencia de Poker-Flat,
parecía ofrecer algún aliciente a los emigrantes, atravesaba una
escarpada cadena de montañas, y ofrecía a los viajeros una jornada
bastante regular. En aquella avanzada estación, la partida pronto
salió de las regiones húmedas y templadas de las colinas, al aire
seco, frío y vigoroso de las sierras. El sendero era estrecho y
dificultoso; hacia el mediodía, la Duquesa, dejándose caer de la
silla de su caballo al suelo, manifestó su resolución de no
continuar más allá.
El
paraje era singularmente imponente y salvaje. Un anfiteatro poblado
de bosque, cerrado en tres de sus lados por rocas cortadas a pico en
el desnudo granito, se inclinaba suavemente sobre la cresta de otro
precipicio que dominaba la llanura. Sin duda alguna, era el punto más
a propósito para un campamento, si hubiera sido prudente el acampar.
Pero don Jorge, que no perdía fácilmente su orientación, sabía
que apenas habían hecho la mitad del viaje a Sandy-Bar, y la partida
no estaba equipada ni provista para hacer alto. Sin embargo, no hizo
más que recordar esta circunstancia a sus compañeros acompañándola
de un comentario filosófico sobre la locura de tirar las cartas
antes de acabar el juego. Estaban provistos de licores, y en esta
contingencia suplieron la comida y todo lo demás de que carecían. A
pesar de su protesta, no tardaron en caer en mayor o menor grado bajo
la influencia del alcohol.
La
madre Shipton se echó a roncar; el tío Billy pasó rápidamente del
estado belicoso al de estupor y la Duquesa quedó como aletargada.
Sólo don Jorge permaneció en pie, apoyado contra una roca,
contemplándolos con tranquilidad, pues don Jorge no bebía; esto
hubiera perjudicado a una profesión que requiere cálculo,
impasibilidad y sangre fría; en fin, para valernos de su propia
frase, no «podía permitirse este lujo».
Contemplando
a sus compañeros de destierro y al filosofar sobre el aislamiento
nacido de su oficio, sobre las costumbres de su vida y sobre sus
mismos vicios, se sintió oprimido por primera vez. Procedió a
quitar el polvo de su traje negro, a lavarse las manos y cara y a
practicar otros actos característicos de sus hábitos de extremada
limpieza, y por un momento olvidó su situación. No incurrió jamás
en la pecaminosa idea de abandonar a sus compañeros, más débiles y
dignos de lástima; pero, sin embargo, echaba de menos aquella
excitación que, extraño es decirlo, era el mayor factor de la
tranquila impasibilidad de que gozaba. Examinaba embebido las tristes
murallas que se elevaban a mil pies de altura, cortadas a pico, por
encima de los pinos que lo rodeaban; el cielo cubierto de
amenazadoras nubes, y más abajo el valle que se hundía ya en la
sombra, cuando oyó de repente que lo llamaban. Un jinete ascendía
poco a poco por el camino. No tardó mucho en reconocer en la franca
y animada cara del recién venido a Tomás Búfalo, llamado el
Inocente de Sandy-Bar. Le había encontrado hacía algunos meses en
una partidilla, donde con la mayor legalidad ganó al cándido joven
toda su fortuna, que ascendía a unos cuarenta dólares. Después que
hubo terminado la partida, don Jorge se retiró con el joven
especulador detrás de la puerta, y allí le dijo estas o parecidas
palabras:
—Tomás,
eres un buen muchacho, pero no sabes jugar ni por valor de un
centavo; no lo pruebes otra vez si has de seguir mis consejos.
Y
diciendo esto, le devolvió su dinero, lo empujó suavemente fuera de
la sala de juego, y así hizo de Tomás, más que un amigo, un
esclavo.
El
entusiasta y cordial saludo que Tomás dirigió a don Jorge,
recordaba este generoso acto. Según dijo, iba a tentar fortuna en
Poker-Flat.
—¿Solo?
—Completamente
solo, no: a decir verdad (aquí se rio), se había escapado con Flora
Vods. ¿No recordaba ya don Jorge a Flora Vods, la que servía la
mesa en el Hotel de la Templanza? Hacía tiempo ya que seguía en
relaciones con ella, pero el padre, Jaime Vods, se opuso; de manera
que se escaparon e iban a Poker-Flat a casarse, y ¡hételos aquí!
¡Qué fortuna la suya en encontrar un sitio donde acampar en
compañía tan agradable!
La
conversación quedó interrumpida al aparecer Flora Vods, muchacha de
quince años, rolliza y de buena presencia; salía de entre los
pinos, donde se ocultara ruborizándose y se adelantaba a caballo
hasta ponerse al lado de su prometido.
No
era don Jorge hombre a quien le preocupasen las cuestiones de
sentimiento y aún menos de las de conveniencia social, pero
instintivamente comprendió las dificultades de la situación. No
obstante, tuvo suficiente aplomo para largar un puntapié al tío
Billy que ya iba a soltar una de las suyas, y el tío Billy estaba
bastante sereno para reconocer en el puntapié de don Jorge un poder
superior que no toleraría guasas de ningún género. Se esforzó
después en disuadir a Tomás de que acampara allí; pero fue inútil.
Le previno que no tenía provisiones ni medios para establecer un
campamento; pero, por desgracia, el Inocente desechó estas razones
asegurando a la partida que iba provisto de un mulo cargado de
víveres, y descubriendo además una como tosca imitación de choza
abierta al lado del camino.
—Flora
podrá ocuparla con la señora de Jorge —dijo el Inocente,
señalando a la Duquesa.
—Yo
ya me las compondré.
Pronunciadas
estas palabras, le fue preciso a don Jorge toda su energía para
impedir que estallase la risa del tío Billy, que aún así hubo de
retirarse a la hondonada para recobrar la formalidad. Allí confió
el chiste a los altos pinos, golpeándose repetidas veces los muslos
con las manos, entre las muecas, contorsiones y blasfemias que en él
eran tan comunes. A su regreso encontró a sus compañeros sentados
en amistosa conversación alrededor del fuego, pues el aire había
refrescado en extremo y el cielo se cubría de espesos nubarrones.
Flora estaba hablando de una manera expansiva con la Duquesa, que la
escuchaba con un interés y animación que desde hacía mucho tiempo
no había demostrado.
Búfalo
discurría con igual éxito junto a don Jorge y a la madre Shipton,
que se mostraba amable hasta cierto punto.
—¿Es
este caso una tonta partida campestre? —dijo el tío Billy para sus
adentros con desprecio, contemplando el silvestre grupo, las
oscilaciones de la llama y las caballerías atadas.
De
pronto, una idea se mezcló con los vapores alcohólicos que
enturbiaban su cabeza. La idea sería seguramente chistosa, pues se
golpeó otra vez los muslos y se metió un puño en la boca para
contener la risa.
Lentamente
las nubes se deslizaron por la montaña arriba, una ligera brisa
cimbreó las copas de los pinos y aulló a través de sus largas y
tristes hondonadas. La ruinosa choza, toscamente reparada y cubierta
con ramas de pino, fue cedida a las señoras. Los novios, al
separarse, cambiaron un beso tan puro y apasionado, que el eco pudo
repetirlo en los vecinos peñascos. La frágil Duquesa y la cínica
madre Shipton estaban, probablemente, demasiado asombradas para
burlarse de esta última prueba de candor, y se dirigieron sin decir
palabra hacia la cabaña. Avivaron otra vez el fuego; los hombres se
tendieron delante de la puerta, y pocos momentos después dormían
todos a pierna suelta.
Don
Jorge tenía el sueño ligero; antes de apuntar el día, despertó
aterido de frío. Al remover con un tizón el moribundo fuego, el
viento que soplaba entonces con fuerza llevó a sus mejillas algo que
le heló la sangre: la nieve. Se dirigió sobresaltado a los que
dormían con intención de despertarlos, pues no había tiempo que
perder; pero al volverse hacia donde debía estar tendido el tío
Billy, vio que éste había desaparecido.
Cruzó
rápidamente por su mente una idea desagradable, y una maldición
salió de sus labios. Voló hacia donde habían atado a los mulos: ya
no estaban allí.
Mientras
tanto, las sendas desaparecían rápidamente bajo la nieve que caía
con profusión.
Por
un momento quedó aterrado don Jorge, pero pronto se volvió hacia el
fuego, con su serenidad acostumbrada. No despertó a los dormidos. El
Inocente descansaba tranquilamente, con una apacible sonrisa en su
rostro cubierto de pecas, y la virgen Flora dormía entre sus
frágiles hermanas, como si le custodiaran guardianes angelicales.
Don Jorge, echándose la manta sobre los hombros, se atusó el bigote
y esperó la luz del mediodía, que vino poco a poco envuelta en
neblina y en un torbellino de copos de nieve que cegaba y confundía.
El paisaje parecía transformado como por arte de magia. Pasó sin
atención la vista por el valle y resumió el presente y el porvenir
en cuatro palabras: Sitiados por la nieve.
El
detenido examen de las provisiones, que, afortunadamente para la
partida estaban almacenadas en la choza, por lo que escaparon a la
rapacidad del tío Billy, les dio a conocer que, con cuidado y
prudencia, podían sostenerse aún diez días más.
—Eso
—dijo don Jorge sotto voce al Inocente, —con tal que nos quiera
usted tomar a pupilaje; si no (y tal vez hará usted mejor en ello),
esperaremos que el tío Billy regrese con las nuevas municiones de
boca que seguramente habrá ido a buscar.
No
sé por qué ingrato motivo, don Jorge no dio a conocer la infamia
del tío Billy, exponiendo la hipótesis de que éste se había
extraviado del campamento en busca de los animales que se habían
escapado sin duda.
Echó
una indirecta acerca de lo mismo a la Duquesa y a la madre Shipton,
que, como es natural, comprendieron la defección de su consocio.
—Si
se les da el más pequeño indicio, descubrirán también la verdad
respecto de todos nosotros —añadió con intención, —y es por
demás alarmar a la feliz pareja.
Tomás
Búfalo no sólo puso a disposición de don Jorge todo lo que
llevaba, sino que parecía disfrutar ante la perspectiva de una
obligada reclusión.
—Habremos
pasado una semana de campo, después se derretirá la nieve, y
partiremos cada cual por su lado.
El
franco optimismo del joven y la serenidad de don Jorge, se comunicó
a los demás. El Inocente, por medio de ramas de pino, improvisó un
techo para la choza, que no lo tenía, y la Duquesa contribuyó al
arreglo del interior con un gusto y tacto que hicieron abrir grandes
ojos de asombro a la joven y fugitiva campesina.
—Ya
se conoce que está acostumbrada a casas hermosas en Poker-Flat —dijo
Flora.
La
aludida dio media vuelta rápidamente, para ocultar el rubor que
teñía sus mejillas, aun a través del colorido postizo de las de su
profesión, y la madre Shipton rogó a Flora que guardase silencio.
Al regresar don Jorge de su penosa e inútil exploración en busca
del camino, oyó el sonido de una alegre risa que el eco repitió
varias veces. Algo alarmado, se paró pensando en el aguardiente que
había escondido prudentemente.
—Esto
no suena a aguardiente —dijo el jugador.
Sin
embargo, hasta que a través del temporal vio la fogata y en torno de
ella el grupo, no se convenció de que todo ello era una broma de
buen género. Yo no sé si don Jorge había ocultado su baraja con el
aguardiente como objeto prohibido a la comunidad, lo cierto es que,
valiéndome de las propias palabras de la madre Shipton, «no habló
una sola vez de cartas» durante aquella noche. Menos mal que pudo
matarse el tiempo con un acordeón que Tomás sacó con aparato de su
equipaje.
Luchando
con algunas dificultades en el manejo de este instrumento, Flora
logró arrancarle una melodía recalcitrante, acompañándola el
Inocente con los palillos. La pieza que coronó la velada fue un rudo
himno de misa campestre que los novios, entrelazadas las manos,
cantaron con gran entusiasmo y vehemencia. Creo que el tono de
desafío, del coro y aire del Covenanter (partidario de Covenant), y
no las cualidades religiosas que pudiera encerrar, fue motivo de que
acabaran todos por tomar parte en el estribillo:
Estoy
orgulloso de servir al Señor,
y
me obligo a morir en su ejército.
Los
árboles crujían, la tempestad se desencadenaba sobre el miserable
grupo y las llamas del ara se lanzaban hacia el cielo como un
testimonio del voto.
Entrada
la noche, calmó la tempestad; los grandes nubarrones se corrieron y
las estrellas brillaron centelleando sobre el negro fondo del
firmamento. Don Jorge, a quien sus costumbres profesionales permitían
vivir durmiendo lo menos posible, compartió la guardia con Tomás
Búfalo de modo tan desigual, que cumplió casi por sí solo esta
obligación. Se disculpó con el Inocente, diciendo que muy a menudo
se había pasado sin dormir ocho días seguidos.
—¿Pero
haciendo qué?—preguntó Tomás.
—El
poker —contestó don Jorge gravemente.
—Mira:
cuando un hombre llega a tener una suerte borracha, antes se cansa la
suerte que uno. No hay cosa más extraña que la suerte. Todo lo que
se sabe de ella es que forzosamente debe cambiar. Y el descubrir
cuándo va a cambiar, es lo que te forma. Ahora, por ejemplo, desde
que salimos de Poker-Flat hemos dado con una vena de mala suerte.
Llegan ustedes y les pillo también de lleno. El que tiene ánimo
para conservar los naipes hasta el fin, éste se salva.
Y
añadió el filósofo y jugador de una pieza, con alegre
irreverencia:
Estoy
orgulloso de servir al Señor,
y
me obligo a morir en su ejército.
Pasaron
tres días, y el sol, a través de las blancas colgaduras del valle,
vio el cuarto a los desterrados repartirse las reducidas provisiones
para el desayuno. Por un fenómeno singular de aquel montañoso
clima, los rayos del sol difundían benigno calor sobre el paisaje de
invierno, como compadeciéndose arrepentidos de lo pasado; pero, al
mismo tiempo, descubrían la nieve apilada en grandes montones
alrededor de la cabaña. Por todas partes se extendía un mar de
blancura sin esperanza de término, mar desconocido, sin senda, de
que eran juguetes estos náufragos de nuevo género. A muchas millas
de distancia y a través de un aire maravillosamente sutil, se
elevaba el humo de la rústica aldea de Poker-Flat. Lo observó la
madre Shipton, y desde lo más alto de la torre de su fortaleza de
granito lanzó hacia aquella una maldición. Fue su última blasfemia
y tal vez por aquel motivo revestía cierto carácter sublime.
—Me
siento mejor—dijo confidencialmente a la Duquesa.
—Pruebe
de salir allí y maldecirlos, y te convencerás.
Luego,
se impuso la tarea de distraer a la criatura, como ella y la Duquesa
tuvieron a bien llamar a Flora; Flora no era una polluela, pero las
dos mujeres se explicaban de esta manera consoladora y original que
no fuese indecorosa ni soltase maldiciones.
Otra
vez vino la noche a cubrir el valle con sus tinieblas. Las
quejumbrosas notas del acordeón se elevaban y descendían junto a la
vacilante fogata del campamento con prolongados gemidos y frecuentes
intermitencias. Pero como la música no alcanzaba a llenar el penoso
vacío que dejaba la insuficiencia de alimento, Flora propuso una
nueva distracción: contar cuentos. No tenían ganas don Jorge ni sus
compañeras de relatar las aventuras personales, y el plan hubiera
fracasado también a no ser por Tomás Búfalo. Algunos meses antes
había encontrado por casualidad un tomo desparejado de la ingeniosa
traducción de la Ilíada, por Mr. Pope. Se impuso pues la tarea de
relatar en el lenguaje corriente de Sandy-Bar, los principales
incidentes de aquel poema, cuyo argumento dominaba, aunque con olvido
de algunos nombres propios. Los semidioses de Homero volvieron
aquella noche a pisar el planeta, y el pendenciero troyano y el
astuto griego lucharon entre el viento, y los inmensos pinos del
cañón parecían inclinarse ante la cólera del hijo de Peleo. Al
parecer, don Jorge escuchaba con apacible fruición; pero se interesó
especialmente por la suerte de As-quiles, como el Inocente persistía
en denominar a Aquiles, el de los pies ligeros.
De
este modo, con poca comida, mucho Homero y el acordeón, transcurrió
una semana que con paciencia soportaron los fugitivos. De nuevo los
abandonó el sol, y otra vez los copos de nieve de un cielo plomizo,
cubrieron el congelado suelo. Poco a poco les fue estrechando cada
vez más el círculo de nieves, hasta que los muros deslumbrantes de
blancura se levantaron a veinte pies por encima de la cabaña. El
fuego fue cada vez más difícil de alimentar; los árboles caídos a
su alcance, estaban sepultados ya por la nieve. Y no obstante, nadie
se quejaba. Los novios, olvidando tan triste perspectiva, se miraban
en los ojos uno de otro, y eran felices, y don Jorge se resignó
tranquilamente al mal juego que se le presentaba ya como perdido. La
Duquesa, más alegre que de costumbre, se dedicó a cuidar a Flora;
sólo la madre Shipton, antes la más fuerte de la caravana, parecía
enfermar y fenecer poco a poco. A media noche del décimo día, llamó
a su lado a don Jorge:
—Me
voy—dijo con voz de quejumbrosa debilidad.
—Le
ruego no diga nada a los corderitos; tome el lío que está bajo mi
cabeza y ábralo.
Efectuándolo,
don Jorge vio que contenían intactas las raciones recibidas por la
madre Shipton durante los últimos ocho días.
—Delas
a la criatura —dijo, señalando a la dormida Flora.
—¡Infeliz!
¡Se ha dejado morir de hambre! —dijo el jugador con sorpresa.
—Así
se llama esto—repuso la mujer con voz apagada.
Se
acostó de nuevo, y volviendo la cara hacia la pared, entró en una
rápida agonía.
Aquel
día enmudecieron el acordeón y las castañuelas, y se olvidó la
Ilíada y sus héroes.
Al
ser entregado el cuerpo de la madre Shipton a la nieve, don Jorge
llamó aparte al Inocente y le mostró un par de zuecos para nieve,
que había fabricado con los fragmentos de una vieja albarda.
—Hay
todavía una probabilidad contra ciento de salvarla; pero es hacia
allí —añadió señalando a Poker-Flat.
—Si
puedes llegar en dos días, cantaremos victoria.
—¿Y
usted?—preguntó Tomás.
—Yo
me quedo—contestó secamente.
La
pareja se despidió con un estrecho y efusivo abrazo, al que
siguieron algunas lágrimas. ¡Don Jorge! ¿También se va
usted?—preguntó la Duquesa cuando vio a aquél que parecía
aguadar a Tomás para acompañarle.
—Hasta
el cañón —contestó.
Y,
diciendo esto, besó a la Duquesa, dejando encendida su blanca cara y
rígidos de asombro sus entumecidos nervios.
La
soledad nocturna vino otra vez, pero no don Jorge. Trajo otra vez la
tempestad y la nieve con sus torbellinos. Avivando el expirante
fuego, vio la Duquesa que alguien había apilado a la callada contra
la choza, leña para algunos días más. Sus ojos se llenaron de
lágrimas, pero las ocultó a Flora.
Dominadas
por el terror, aquellas vírgenes durmieron poco. Al amanecer, al
contemplarse cara a cara comprendieron su común destino, observando
el más riguroso silencio. Flora, haciéndose la más fuerte, se
acercó a la Duquesa y la enlazó con su brazo, en cuya disposición
se mantuvieron todo el resto de la jornada. La tempestad llegó
aquella noche a su mayor furia, destrozó los pinos protectores e
invadió la misma cabaña.
Al
romper el nuevo día, no pudieron ya avivar el fuego, que se
extinguió poco a poco.
A
medida que las cenizas se amortiguaban, la Duquesa se acurrucaba
junto a Flora, y por fin rompió aquel silencio que parecía eterno:
—Flora;
¿puedes rezar aún?
—No,
hermana... —respondió Flora dulcemente.
La
Duquesa, sin saber por qué, se sintió más libre, y apoyando su
cabeza sobre el hombro de Flora no dijo más. Y así, reclinadas,
prestando la más joven y pura su pecho como apoyo a su pecadora
hermana, quedaron dormidas. El viento, como si temiera despertarlas,
cesó. Muchos copos de nieve, arrancados a las largas ramas de los
pinos, volaron como pájaros de blancas alas y se posaron sobre aquel
grupo sublime. Diana, la de argentinos rayos, contempló al través
de las desgarradas nubes aquel lugar selváticamente bello. Toda
impureza humana se había fundido, todo rastro de dolor terreno había
desaparecido bajo el inmaculado manto tendido misericordiosamente
desde arriba.
Todo
aquel día durmieron su apacible sueño, y al siguiente no
despertaron, cuando voces y pasos humanos rompieron el silencio de
aquel mudo paraje. Y cuando manos piadosas separaron la nieve de sus
marchitas caras, apenas podía decirse, por la paz igual que ambas
respiraban, cuál fuera la que se había manchado. La misma ley de
Poker-Flat lo reconoció así y se retiró, dejándolas todavía
enlazadas una en brazos de otra.
En
la embocadura del desfiladero, sobre uno de los mayores pinos, se
encontró un dos de bastos clavado en la corteza, con un cuchillo de
monte. Contenía la siguiente inscripción, hecha con vigorosos
trazos de lápiz:
AL PIE
DE ESTE ÁRBOL YACE EL CUERPO DE
DON
JORGE
QUE
DIO CON UNA VENA DE MALA SUERTE
EL 23
DE NOVIEMBRE 1850
Y
ENTREGÓ SUS PUESTAS EL 7 DE DICIEMBRE 1850
Y,
en efecto. Allí, frío y sin pulso, con un revólver a su lado y una
bala en el corazón, yacía bajo la nieve el que a la vez había sido
el más fuerte y el más débil de los expulsados de Poker-Flat,
cosas ambas que se leían todavía a través del rostro apacible pero
enérgico del jugador.
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