JUAN, EL ÚLTIMO DE LOS CAMPEROS


JUAN, EL ÚLTIMO DE LOS CAMPEROS





Esta tarde han vuelto a doblar las campanas del pueblo. Venían a anunciarnos la muerte de Juan. Juan, muy amigo de mi padre, era el último y genuino campesino del pueblo. Con un eterno cigarrillo en la boca, vestía aún con los trajes de antaño, aquéllos que debieron vestir los viejos labradores del siglo XIX: la gorrilla de paño ladeada sobre la frente, la chambra gris sobre el chalequillo de paño oscuro donde enganchaba su reloj, los pantalones también grises, las botas "criminales"... Se vestía con tanta dignidad, para la ceremonia del campo, lo hacía con tan natural y tanta elegancia que más bien pareciera que vistiera con el mejor de los fracs. Sobre su hombro solía colgar su vieja alforja que de tanto llevarla se le ajustaba a su cuerpo enteco, como si ya le perteneciera. Uno lo veía caminar por esos caminos o por las callejas del pueblo con las bestias tomadas del cabresto, como una especie de apuesto Gary Cooper que volviera de algún asunto grave. A sus casi 90 años iba y venía de su huerta de La Presa con su paso tranquilo y firme, con esa templanza suya, siempre con su eterno cigarrillo celta en la boca, ajeno al asedio del tiempo. Antes aró los campos -a veces solía hacer tándem con mi padre en el arado-, rozó los bardales, plantó, injertó, estercoló, recogió, trilló, regó, racheó, choqueró castaños, limpió las lievas, arregló portillos, aserró, encabó sachos, hachas y corvillos, cavó olivos, zarceó, segó, sachó, taló sus castaños, rozó helechos... y todo lo hizo con esa templanza y esa sabiduría suya, con ese talante de hombre que sabía y quería su oficio. Hombre de pocas palabras pero de mucho "asentamiento", siempre su palabra fue ley, como los cabales labriegos que siempre están mirando arriba, a ese Dios sin nombre que gobierna los cielos.
Esbelto, honrado, limpio y huidizo de mirada y de una mandíbula que denotaba carácter, era tan propio a Gary Cooper que una vez que Alberto Germán Franco, un amigo escultor, me pidió que le buscara un campesino para una escultura que andaba haciendo, no dudé en quién habría de ser ese campesino apuesto y verdadero: Juan. La escultura puede contemplarse en un pueblo cercano: La Nava. Recuerdo todavía aquella sesión de fotos en la lieva de Fuenteheridos. Cada vez que Alberto disparaba su cámara, yo sentía que una bala se alojaba en el cuerpo de Juan, tanta era su timidez y su incomodidad. Hoy, cuando la muerte ha venido a visitarlo, me alegro de que de alguna manera siga viviendo en la figura del hortelano de la Nava. No hace mucho Juan Blas Leal, fotógrafo, me pidió que le buscara unas personas para unos retratos, y en quien primero pensé fue en Juan, pero luego, pensando en su timidez, en su modestia, en que por su natural bondad no me iba a decir que no aunque le fastidiara, decidí descartarlo. Hoy me abruma esa decisión, porque de haber seguido mi voluntad -que no la suya- tendríamos unas estupendas fotos suyas. Juan era, para resumir, un hombre bueno, cabal, servicial, querido por todos, que alegraba al pueblo con su sola presencia, y, como mi padre, un enamorado de su campo y de su tierra. El último campesino. Un extraordinario, irrepetible hombre.

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