La novena estación de penitencia la vamos a fijar en Praga. La Praga de Kafka, naturalmente. Sobre el pobre Franz se han escrito ingentes ensayos, biografías etc... y todo lo que hoy se me ocurra decir sobre él, ya está dicho mil quinientas veces. Pero no importa. Digamos para comenzar que es acaso el autor más emblemático del siglo XX y junto a Pessoa, Lorca, Beckett, Joyce, Proust, Márquez o Dylan uno de los más influyentes. Poco diré de un tipo que en plena Praga se bañaba con agua fría por las mañanas y que abría de par en par las ventanas de su dormitorio (moriría tuberculoso), que se llevaba a matar con su padre, que trabajó para una empresa de seguros triestina y que escribía maravillosas y amargas cartas a sus novias, a sus algunas novias, todo hay que decirlo, entre las que casi todos preferimos a la guapa vienesa Milena. También escribió contundentes cartas a su padre, un hombretón cruel que veía con malos ojos a ese hijo escuálido, poco diligente en los asuntos prácticos y tan lleno de aprensiones que sólo milagrosamente triunfaría en su vida. El padre, naturalmente nos cae mal, muy mal, pero tenemos que darle la razón en sus augurios. En Praga, pasado el Puente de Carlo y cerca de donde nació Rilke (otro olvidado de Praga), hay un museo con su nombre en cuyas cercanías se bebe una magnífica cerveza. El Museo, más allá de magnífico, es privado porque me temo que Kafka no gusta mucho en Praga, donde prefieren al pícaro sargento Svejt o algo así, un tipo realmente muy cómico e intrascendente que también escribe sobre el absurdo -ay, Praga, ay-, pero con otro tono. Una rica americana ha montado el museo K que es acaso uno de los mejores que sobre escritores he visitado. Sus fábulas, sigo hablando de Franz, creo que no gustan en Praga, aunque sólo sea porque Kafka escribe en alemán, pertenece a esa minoría judeo-alemana, echa pestes de la inhumana y absurda burocracia checa y los dueños del castillo -ya sea el poder temporal o intemporal- no salen bien parados. Su lengua, empero, no ahorró a sus hermanas morir gaseadas por los nazis. K nos dejó obras grandes como El castillo, El proceso, América, La muralla china, La metamorfosis, Carta al padre, y las citadas cartas a sus novias, que han sobrevivido gracias a la bendita traición de su mejor amigo, Max Brod, a quien K pidió que las quemara y no sólo no lo hizo, sino que, para más inri, escribió su primera biografía. Falleció en junio de 1924 en Kierling, Austria, con 41 años de edad, junto su novia Dora Diamant y a su hermana Ottla. El título del relato escogido es La condena, acaso el mejor y más característico de los suyos, si aceptamos La metamorfosis como novela corta, cosa de la que no acabo de estar muy seguro. En La condena se cuenta, entre otras cosas, la anómala relación con el padre, que es también una metáfora de la subversión, del rechazo a toda forma de poder. Aquí más bien, encontramos el peso insoportable del poder, del padre. Creo que no se arrepentirán de echar un ratito con esta soberbia pieza, de cuyo traductor no tenemos ni idea (perdón).
La condena
Franz Kafka
Era domingo por la mañana en lo más
hermoso de la primavera. Georg Bendemann, un joven comerciante,
estaba sentado en su habitación en el primer piso de una de las
casas bajas y de construcción ligera que se extendían a lo largo
del río en forma de hilera, y que sólo se distinguían entre sí
por la altura y el color. Acababa de terminar una carta a un amigo de
su juventud que se encontraba en el extranjero, la cerró con
lentitud juguetona y miró luego por la ventana, con el codo apoyado
sobre el escritorio, hacia el río, el puente y las colinas de la
otra orilla con su color verde pálido.
Reflexionó sobre cómo este amigo,
descontento de su éxito en su ciudad natal, había literalmente
huido ya hacía años a Rusia. Ahora tenía un negocio en San
Petersburgo, que al principio había marchado muy bien, pero que
desde hacía tiempo parecía haberse estancado, tal como había
lamentado el amigo en una de sus cada vez más infrecuentes visitas.
De este modo se mataba inútilmente
trabajando en el extranjero, la extraña barba sólo tapaba con
dificultad el rostro bien conocido desde los años de la niñez,
rostro cuya piel amarillenta parecía manifestar una enfermedad en
proceso de desarrollo. Según contaba, no tenía una auténtica
relación con la colonia de sus compatriotas en aquel lugar y apenas
relación social alguna con las familias naturales de allí y, en
consecuencia, se hacía a la idea de una soltería definitiva.
¿Qué podía escribírsele a un hombre
de este tipo, que, evidentemente, se había enclaustrado, de quien se
podía tener lástima, pero a quien no se podía ayudar? ¿Se le
debía quizá aconsejar que volviese a casa, que trasladase aquí su
existencia, que reanudara todas sus antiguas relaciones amistosas,
para lo cual no existía obstáculo, y que, por lo demás, confiase
en la ayuda de los amigos? Pero esto no significaba otra cosa que
decirle al mismo tiempo, con precaución, y por ello hiriéndolo aún
más, que sus esfuerzos hasta ahora habían sido en vano, que debía,
por fin, desistir de ellos, que tenía que regresar y aceptar que
todos, con los ojos muy abiertos de asombro, lo mirasen como a
alguien que ha vuelto para siempre; que sólo sus amigos entenderían
y que él era como un niño viejo, que debía simplemente obedecer a
los amigos que se habían quedado en casa y que habían tenido éxito.
¿E incluso entonces era seguro que
tuviese sentido toda la amargura que había que causarle? Quizá ni
siquiera se consiguiese traerlo a casa, él mismo decía que ya no
entendía la situación en el país natal, y así permanecería, a
pesar de todo, en su extranjero, amargado por los consejos y un poco
más distanciado de los amigos. Pero si siguiera realmente el consejo
y aquí se le humillase, naturalmente no con intención sino por la
forma de actuar, no se encontraría a gusto entre sus amigos ni
tampoco sin ellos, se avergonzaría y entonces no tendría de
verdad ni hogar ni amigos. En estas circunstancias ¿no era mejor que
se quedase en el extranjero tal como estaba? ¿Podría pensarse que
en tales circunstancias saldría realmente adelante aquí?
Por estos motivos, y si se quería
mantener la relación epistolar con él, no se le podían hacer
verdaderas confidencias como se le harían sin temor al conocido más
lejano. Hacía más de tres años que el amigo no había estado en su
país natal y explicaba este hecho, apenas suficientemente, mediante
la inseguridad de la situación política en Rusia, que, en
consecuencia, no permitía la ausencia de un pequeño hombre de
negocios mientras que cientos de miles de rusos viajaban
tranquilamente por el mundo. Pero precisamente en el transcurso de
estos tres años habían cambiado mucho las cosas para Georg. Sobre
la muerte de su madre, ocurrida hacía dos años y desde la cual
Georg vivía con su anciano padre en la misma casa, había tenido
noticia el amigo, y en una carta había expresado su pésame con una
sequedad que sólo podía tener su origen en el hecho de que la
aflicción por semejante acontecimiento se hacía inimaginable en el
extranjero. Ahora bien, desde entonces, Georg se había enfrentado al
negocio, como a todo lo demás, con gran decisión. Quizá el padre,
en la época en que todavía vivía la madre, lo había obstaculizado
para llevar a cabo una auténtica actividad propia, por el hecho de
que siempre quería hacer prevalecer su opinión en el negocio. Quizá
desde la muerte de la madre, el padre, a pesar de que todavía
trabajaba en el negocio, se había vuelto más retraído. Quizá
desempeñaban un papel importante felices casualidades, lo cual era
incluso muy probable; en todo caso, el negocio había progresado
inesperadamente en estos dos años, había sido necesario duplicar el
personal, las operaciones comerciales se habían quintuplicado, sin
lugar a dudas tenían ante sí una mayor ampliación.
Pero el amigo no sabía nada de este
cambio. Anteriormente, quizá por última vez en aquella carta de
condolencia, había intentado convencer a Georg de que emigrase a
Rusia y se había explayado sobre las perspectivas que se ofrecían
precisamente en el ramo comercial de Georg. Las cifras eran mínimas
con respecto a las proporciones que había alcanzado el negocio de
Georg. Él no había querido contarle al amigo sus éxitos
comerciales y si lo hubiese hecho ahora, con posterioridad, hubiese
causado una impresión extraña.
Es así cómo Georg se había limitado a
contarle a su amigo cosas sin importancia de las muchas que se
acumulan desordenadamente en el recuerdo cuando se pone uno a pensar
en un domingo tranquilo. No deseaba otra cosa que mantener intacta la
imagen que, probablemente, se había hecho el amigo de su ciudad
natal durante el largo período de tiempo, y con la cual se había
conformado. Fue así como Georg, en tres cartas bastante distantes
entre sí, informó a su amigo acerca del compromiso matrimonial de
un señor cualquiera con una muchacha cualquiera, hasta que,
finalmente, el amigo, totalmente en contra de la intención de Georg,
comenzó a interesarse por este asunto.
Georg prefería contarle estas cosas
antes que confesarle que era él mismo quien hacía un mes se había
prometido con la señorita Frieda Brandenfeld, una joven de familia
acomodada. Con frecuencia hablaba con su prometida de este amigo
y de la especial relación epistolar que mantenía con él.
-Entonces no vendrá a nuestra boda
-decía ella-, y yo tengo derecho a conocer a todos tus amigos.
-No quiero molestarlo -contestaba
Georg-, entiéndeme, probablemente vendría, al menos así lo creo,
pero se sentiría obligado y perjudicado, quizá me envidiaría y
seguramente, apesadumbrado e incapaz de prescindir de esa pesadumbre,
regresaría solo, solo ¿sabes lo que es eso?
-Bueno, ¿no puede enterarse de nuestra
boda por otro camino?
-Sin duda no puedo evitarlo, pero es
improbable dada su forma de vida.
-Si tienes esa clase de amigos, Georg,
nunca debiste comprometerte.
-Sí, es culpa de ambos, pero incluso
ahora no desearía que fuese de otra forma.
Y si ella, respirando precipitadamente
entre sus besos, alegaba todavía:
-La verdad es que sí que me molesta.
Entonces era realmente cuando él
consideraba inofensivo contarle todo al amigo.
-Así soy y así tiene que aceptarme -se
decía-. No pienso convertirme en un hombre a su medida, hombre que
quizá fuese más apropiado a su amistad de lo que yo lo soy.
Y, efectivamente, en la larga carta que
había escrito este domingo por la mañana, informaba a su amigo del
compromiso que se había celebrado, con las siguientes palabras: Me
he reservado la novedad más importante para el final. Me he
prometido con la señorita Frieda Brandenfeld, una muchacha
perteneciente a una familia acomodada que se estableció aquí mucho
tiempo después de tu partida y a la que tú apenas conocerás. Ya
habrá oportunidad de contarte más detalles acerca de mi prometida,
baste hoy con decirte que soy muy feliz y que en nuestra mutua
relación sólo ha cambiado el hecho de que tú, en lugar de tener en
mí un amigo corriente, tendrás un amigo feliz. Además tendrás en
mi prometida, que te manda saludos cordiales y que te escribirá
próximamente, una amiga leal, lo que no deja de tener importancia
para un soltero. Sé que muchas cosas te impiden hacernos una visita,
pero ¿acaso no sería precisamente mi boda la mejor oportunidad de
echar por la borda, al menos por una vez, todos los obstáculos?
Pero, sea como sea, actúa sin tener en cuenta todo lo demás y según
tu buen criterio.
Georg había permanecido mucho tiempo
sentado en su escritorio con la carta en la mano y el rostro vuelto
hacia la ventana. Con una sonrisa ausente había apenas contestado a
un conocido que, desde la calle, lo había saludado al
pasar. Finalmente, se metió la carta en el bolsillo y, a través
de un corto pasillo, se dirigió desde su habitación a la de su
padre, en la que no había estado desde hacía meses. No existía,
por lo demás, necesidad de ello, porque constantemente tenía
contacto con él en el negocio; comían juntos en una casa de
comidas, por la noche cada uno se tomaba lo que le apetecía pero
después la mayoría de las veces se sentaban un ratito, cada uno con
su periódico, en el cuarto de estar común, a no ser que Georg, como
ocurría con mucha frecuencia, estuviese en compañía de amigos o,
como ahora, fuese a ver a su novia.
Georg se extrañó de lo oscura que
estaba la habitación del padre incluso en esta mañana soleada, tal
era la sombra que proyectaba la alta pared que se elevaba al otro
lado del estrecho patio. El padre estaba sentado ante la ventana, en
un rincón adornado con recuerdos de la difunta madre, y leía el
periódico, que sostenía de lado ante los ojos, con lo cual
intentaba contrarrestar una cierta falta de visión. Sobre la mesa
estaban aún los restos del desayuno, del que no parecía haber
comido mucho.
-¡Ah Georg! -exclamó el padre, e
inmediatamente se dirigió hacia él. Su pesada bata se abría al
andar y los bajos revoloteaban a su alrededor.
Mi padre sigue siendo un gigante, se
dijo Georg.
-Esto está insoportablemente oscuro
-dijo a continuación.
-Sí, sí que está oscuro -contestó el
padre.
-¿También has cerrado la ventana?
-Lo prefiero así.-Afuera hace bastante
calor -dijo Georg como complemento a lo anterior, y se sentó.
El padre retiró la vajilla del desayuno
y la colocó sobre una cómoda.
-La verdad es que sólo quería decirte
-continuó Georg, que seguía los movimientos del anciano totalmente
aturdido- que, por fin, he informado a San Petersburgo de mi
compromiso.
Sacó un poco la carta del bolsillo y la
dejó caer dentro de nuevo.
-¿Cómo que a San Petersburgo?
-preguntó el padre.
-Sí, a mi amigo -dijo Georg, y buscó
los ojos del padre.
En el negocio es completamente distinto,
pensó. ¡Cuánto sitio ocupa ahí sentado y cómo se cruza de
brazos!
-Sí, claro, a tu amigo -dijo el padre
recalcándolo.
-Ya sabes, padre, que en un principio
quería silenciar mi compromiso. Por consideración, por ningún otro
motivo. Tú ya sabes que es una persona difícil. Puede enterarse de
mi compromiso por otros cauces, me dije, y si bien esto apenas es
probable dada su solitaria forma de vida, yo no puedo evitarlo, pero
por mí mismo no debe enterarse.
-¿Y ahora has cambiado de opinión?
-preguntó el padre.
Puso el periódico en el antepecho de la
ventana y sobre el periódico las gafas que tapaba con las manos.
-Sí, ahora he cambiado de opinión. Si
verdaderamente se trata de un buen amigo, me he dicho, entonces mi
feliz compromiso es también para él motivo de alegría y por eso no
he dudado más en comunicárselo. Sin embargo, antes de echar la
carta quería decírtelo.
-Georg -dijo el padre, y estiró la boca
sin dientes-, escucha por una vez. Has venido a mí por este
asunto, para discutirlo conmigo. Esto te honra sin duda alguna, pero
no sirve para nada, y menos aún que para nada, si no me dices ahora
mismo toda la verdad. No quiero traer a colación cosas que nada
tienen que ver con esto. Desde la muerte de nuestra querida madre han
ocurrido ciertas cosas desagradables. Quizá también les llegue su
turno, y quizá antes de lo que pensamos. En el negocio se me escapan
algunas cosas, quizá no se me oculten, ahora no quiero en modo
alguno alimentar la sospecha de que se me ocultan, ya no estoy lo
suficientemente fuerte, me falla la memoria, ya no puedo abarcar
tantas cosas. En primer lugar esto es ley de vida y, en segundo
lugar, la muerte de tu madre me ha afligido mucho más que a ti. Pero
ya que estamos tratando de este asunto de la carta, te pido, Georg,
que no me engañes. Es una pequeñez, no merece la pena, así pues,
no me engañes. ¿Tienes de verdad ese amigo en San Petersburgo?
Georg se levantó desconcertado.
-Dejemos en paz a mis amigos. Mil amigos
no sustituyen a mi padre. ¿Sabes lo que creo?, que no te cuidas lo
suficiente, pero los años exigen sus derechos. En el negocio eres
indispensable para mí, bien lo sabes tú, pero si el negocio amenaza
tu salud mañana mismo lo cierro para siempre. Esto no puede seguir
así. Tenemos que adoptar otro modo de vida para ti, pero desde el
principio. Estás sentado aquí en la oscuridad y en el cuarto de
estar tendrías buena luz. Tomas un par de bocados del desayuno en
lugar de comer como es debido. Estás sentado con las ventanas
cerradas y el aire fresco te sentaría bien. ¡No, padre mío! Iré a
buscar al médico y seguiremos sus prescripciones Cambiaremos las
habitaciones. Tú te trasladarás a la habitación de delante y yo a
ésta. No supondrá una alteración para ti, todo se llevará allí
Ya habrá tiempo de ello, ahora te acuesto en la cama un poquito,
necesitas tranquilidad a toda costa. Vamos, te ayudaré a desnudarte,
ya verás cómo sé hacerlo. ¿O prefieres trasladarte inmediatamente
a la habitación de delante y allí te acuestas provisionalmente en
mi cama? La verdad es que esto sería lo más sensato.
Georg estaba de pie justo al lado de su
padre, que había dejado caer sobre el pecho su cabeza de blancos y
despeinados cabellos.
-Georg -dijo el padre en voz baja y sin
moverse.
Georg se arrodilló inmediatamente junto
al padre, vio las enormes pupilas en su cansado rostro dirigidas
hacia él desde las comisuras de los ojos.
-No tienes ningún amigo en San
Petersburgo. Tú has sido siempre un bromista y tampoco has hecho una
excepción conmigo. ¡Cómo ibas a tener un amigo precisamente allí!
No puedo creerlo de ninguna manera.
-Padre, haz memoria una vez más -dijo
Georg, levantó al padre del sillón y le quitó la bata, estaba allí
tan débil-, pronto hará ya tres años que mi amigo estuvo en casa
de visita. Recuerdo todavía que no te hacía demasiada gracia. Al
menos dos veces te oculté su presencia, a pesar de que en esos
momentos se hallaba precisamente en mi habitación. Yo podía
comprender bien tu animadversión hacia él, mi amigo tiene sus
manías, pero después conversaste agradablemente con él. En
aquellos momentos me sentía tan orgulloso de que lo escuchases,
asintieses y preguntases... Si haces memoria tienes que acordarte. Él
contó entonces historias increíbles de la revolución rusa. Cómo,
por ejemplo, en un viaje de negocios a Kiev, había visto en un
balcón a un sacerdote que se había cortado una ancha cruz de sangre
en la palma de la mano, la levantó e invocó con ella a la multitud.
Tú mismo has contado de vez en cuando esta historia.
Mientras tanto Georg había conseguido
sentar al padre y quitarle cuidadosamente el pantalón de punto que
llevaba encima de los calzoncillos de lino, así como los
calcetines. Al ver la ropa, que no estaba precisamente limpia,
se hizo reproches por haber descuidado al padre. Seguro que también
formaba parte de sus obligaciones el cuidar de que el padre se
cambiase de ropa. Todavía no había hablado expresamente con su
prometida de cómo iban a organizar el futuro del padre, porque
tácitamente habían supuesto que él se quedaría solo en el piso
viejo. Sin embargo, ahora se decidió, de repente y con toda firmeza,
a llevárselo a su futuro hogar. Bien mirado, casi daba la impresión
de que el cuidado que el padre iba a recibir allí podría llegar
demasiado tarde.
Llevó al padre en brazos a la cama. Una
terrible sensación se apoderó de él cuando, a lo largo de los
pocos pasos hasta ella, notó que su padre jugueteaba con la cadena
del reloj sobre su pecho. Se agarraba con tal fuerza a la cadena del
mismo, que no pudo acostarlo inmediatamente. Apenas se encontró en
la cama, todo pareció volver de nuevo a la normalidad. Se tapó solo
y se cubrió muy bien los hombros con el cobertor. No miraba a Georg
precisamente con hostilidad.
-¿Verdad que ya te acuerdas de él?
-preguntó Georg, y asintió con la cabeza haciendo un gesto
alentador.
-¿Estoy bien tapado? -preguntó el
padre como si no pudiese asegurarse él mismo de que sus pies se
encontraban tapados.
-Así es que te gusta estar en la cama
-dijo Georg, y colocó mejor el cobertor a su alrededor.
-¿Estoy bien tapado? -preguntó el
padre de nuevo, y pareció prestar especial atención a la respuesta.
-Estate tranquilo, estás bien tapado.
-¡No! -gritó el padre de tal forma que
la respuesta chocó contra la pregunta, echó hacia atrás el
cobertor con una fuerza tal que por un momento quedó extendido en el
aire, y se puso de pie sobre la cama. Sólo con una mano se apoyaba
ligeramente en el techo.
-Querías taparme, lo sé, retoño mío,
pero todavía no estoy tapado, y aunque sea la última fuerza es
suficiente para ti, demasiada para ti. ¡Claro que conozco a tu
amigo! Sería el hijo que desea mi corazón, por eso también lo has
engañado durante todos estos años. ¿Por qué si no? ¿Acaso crees
que no he llorado por él? Precisamente por eso te encierras en tu
oficina: el jefe está ocupado, no se le puede molestar. Sólo para
poder escribir tus falsas cartitas a Rusia. Pero, afortunadamente,
nadie tiene que dar lecciones al padre sobre cómo adivinar las
intenciones del hijo. De la misma manera que ahora has creído
haberlo subyugado, subyugado de tal forma que podrías sentarte con
tu trasero sobre él y él no se movería, en ese momento mi señor
hijo ha decidido casarse.
Georg levantó la mirada hacia el
espectro de su padre. El amigo de San Petersburgo, a quien de repente
el padre conocía tan bien, se apoderaba de él como nunca hasta
ahora. Lo vio perdido en la lejana Rusia. Lo vio en la puerta del
negocio vacío y desvalijado, entre las ruinas de las estanterías,
entre los géneros hechos jirones, entre los tubos de gas que estaban
caídos... y él permanecía todavía erguido. ¿Por qué había
tenido que irse tan lejos?
-¡Pero mírame -gritó el padre-. Georg
corrió, casi distraído, hacia la cama, con la intención de
comprenderlo todo, pero se quedó parado a mitad de camino.
-Porque ella se ha levantado las faldas
-comenzó a hablar el padre-, porque se ha levantado así las faldas
de cerda asquerosa -y para expresarlo plásticamente se levantó el
camisón tan alto que se veía sobre el muslo la cicatriz de sus años
de guerra-, porque se ha levantado así, y así las faldas, te has
acercado a ella y, para poder gozar con ella sin que nadie molestase,
has profanado la memoria de nuestra madre, has traicionado al amigo y
has metido en la cama a tu padre para que no se pueda mover, pero
¿puede moverse o no?
Permanecía en pie sin apoyo alguno y
lanzaba las piernas en todas las direcciones. Sonreía con entusiasmo
al comprenderlo todo.
Georg estaba de pie en un rincón lo más
lejos posible del padre. Desde hacía un rato había decidido
firmemente observarlo todo con exactitud, para no ser indirectamente
sorprendido de alguna forma por detrás o desde arriba. Entonces se
acordó de nuevo de la decisión, ya hacía rato olvidada, y volvió
a olvidarla tan deprisa como se pasa un hilo corto a través del ojo
de una aguja.
-No obstante el amigo no ha sido todavía
traicionado -gritó el padre, y lo corroboraba su índice movido de
acá para allá- yo era su representante en este lugar.
Georg no pudo evitar gritar:
-¡Comediante!
Reconoció inmediatamente el daño y,
demasiado tarde, los ojos fijos, se mordió la lengua hasta doblarse
de dolor.
-¡Sí, por supuesto que he representado
una comedia! ¡Comedia! ¡Buena palabra! ¿Qué otro consuelo le
quedaba al anciano padre viudo? Dime, y durante el momento que dure
la respuesta sé todavía mi hijo vivo. ¿Qué otra salida me quedaba
en mi habitación interior, perseguido por un personal infiel, viejo
hasta los huesos? Y mi hijo iba con júbilo por la vida, ultimaba
negocios que yo había preparado, se retorcía de la risa y pasaba
ante su padre con el reservado rostro de un hombre de honor. ¿Crees
tú que yo no te hubiese querido, yo, de quien saliste tú?
Ahora se inclinará hacia delante, pensó
Georg, ¡si se cayese y se estrellase! Esta palabra le pasó por la
cabeza como una centella.
El padre se echó hacia delante, pero no
se cayó. Puesto que Georg no se acercaba como había esperado, se
irguió de nuevo.
-¡Quédate donde estás, no te
necesito! Piensas que tienes todavía la fuerza suficiente para venir
aquí, y solamente te contienes porque así lo deseas, ¡No te
equivoques! Todavía soy el más fuerte, ¡Yo solo habría tenido
quizá que retirarme, pero tu madre me ha dado su fuerza, con tu
amigo me alié maravillosamente y a tu clientela la tengo aquí en el
bolsillo!
-¡Incluso en el camisón tiene
bolsillos! -se dijo Georg, y creyó que con esta observación podría
hacerle quedar en ridículo ante todo el mundo. Pensó en esto sólo
durante un momento, porque inmediatamente volvía a olvidarlo todo.
-¡Cuélgate del brazo de tu novia y ven
hacia mí! ¡La barro de tu lado y no sabes cómo!
Georg hacía muecas como si no pudiese
creerlo. El padre sólo asentía con la cabeza, ratificando la verdad
de lo que decía y dirigiéndose al rincón en que se encontraba
Georg.
-¡Cómo me has divertido hoy cuando has
venido y me has preguntado si debías contarle a tu amigo lo del
compromiso! ¡Si lo sabe todo, estúpido, lo sabe todo! Yo le
escribía porque olvidaste quitarme las cosas para escribir. Por eso
ya no viene desde hace años, lo sabe todo cien veces mejor que tú
mismo, tus cartas las arruga con la mano izquierda sin haberlas
leído, mientras que con la derecha se pone delante mis cartas para
leerlas.
De puro entusiasmo agitaba el brazo por
encima de la cabeza.
-¡Lo sabe todo mil veces mejor! -gritó.
-Diez mil veces -dijo Georg con la
intención de burlarse de su padre, pero todavía en su boca estas
palabras adquirieron un tono profundamente serio.
-¡Desde hace años estoy a la espera de
que me vengas con esa pregunta! ¿Crees que me preocupa alguna otra
cosa? ¿Crees que leo periódicos? ¡Mira! -Y tiró a Georg un
periódico que, de alguna forma, había ido a parar a su cama. Un
periódico viejo con un nombre que a Georg le era completamente
desconocido.
-¡Cuánto tiempo has tardado en llegar
a la madurez! Tuvo que morir tu madre, no llegó a ver el día de
júbilo. El amigo perece en su Rusia, ya hace tres años estaba
amarillo de muerte, y yo, ya ves cómo me va a mí, para eso tienes
ojos.
-Entonces me has espiado -gritó Georg.
El padre, en tono compasivo e
incidental, dijo:
-Probablemente eso querías haberlo
dicho antes, ahora ya no viene a cuento -y en voz más alta-: Ahora
ya sabes lo que había además de ti, hasta ahora no sabías más que
de ti mismo. Lo cierto es que fuiste un niño inocente, pero aún más
ciertamente fuiste un hombre diabólico. Por eso has de saber que yo
te condeno a morir ahogado.
Georg se sintió como expulsado de la
habitación, el golpe con el que el padre a su espalda había caído
sobre la cama resonaba todavía en sus oídos. En la escalera, por
cuyos escalones bajaba tan de prisa como si se tratase de una rampa
inclinada, sorprendió a la criada que estaba a punto de subir para
arreglar el piso.
-¡Jesús! -gritó, y se tapó la cara
con el delantal, pero él ya se había ido.
Salió del portal de un salto, el agua
lo atraía por encima de la calzada. Ya se asía firmemente a la
baranda como un hambriento a la comida. Saltó por encima como el
excelente atleta que, para orgullo de sus padres, había sido en sus
años juveniles. Todavía seguía sujeto con las manos, débilmente.
cuando divisó entre las barras de la baranda un ómnibus que
cubriría con facilidad el ruido de su caída. Exclamó en voz baja:
Queridos padres, a pesar de todo siempre los he querido, y se dejó
caer.
En ese momento atravesaba el puente un
tráfico verdaderamente interminable.
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